Las puertas entornadas de Rafael del Castillo Matamoros

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(Tunja, Colombia, 1962)

Letanías del escribiente (fragmento)

No me lean

Siéntanme quizás, quiéranme de pronto,
díganme que me ven,
que escuchas mi asesar contra su nuca

Es nada escribir, es mucho menos que leer
He visto niños casi de pecho escribir y escribir
jornadas enteras concentrados
cabeza gacha corazón de rodillas
Filas de niños escribiendo,
encorvados como viejos
viejos

Sanos consejos a una prostituta

Mantén la calma
todavía no acaba la noche
ve al ventorrillo de la esquina
y pide un café amargo como tú.

Mantén la calma
quizás aquella sombra que ahora surge
por una callejuela neblinosa cantando a voz en cuello
sea tu cliente de hoy
es posible también que esté embriagado
y quizás sólo atine a hablarte todo el tiempo
de su infeliz matrimonio, de los hijos que adora
tal vez te deje ver sus fotos
mientras te manosea con desgano
puede ser que se adormezca en tu regazo
sin pensar en que tú
vaciarás sus bolsillos ante el menor descuido.

En cualquier caso toma tus medidas
no vaya a ser que no tenga una sola moneda
y otra vez debas pagar el cuarto
y sentarte a llorar al borde de la cama
velando a un desconocido
tal vez más indefenso
tal vez más solitario que tú misma…

Solamente el poema

El poema no es un hombre ni una mujer ni una palabra
El hombre arriesga unas palabras
Y la mujer también
Pero el poema no es un hombre ni una mujer ni un puñado
de palabras
Por eso dice,
Tal vez por eso dice

Y hay quien lo recuerde…

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EDADES/ Elkin Restrepo

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No es como un vaso griego
para adornar la vida
y mostrar a la vez el valor
imperecedero de algo
que ya no puede ser

esa idea de la belleza
que en algún momento
se perdió

relegando al fragmento
la partícula
la consideración de nosotros los modernos

No la cariátide el vaso
el templo
para atrapar en una forma
imperturbable

el sentido que huye
y así ofrecerle luz y lugar a lo humano

sino por el contrario
el tótem
la joya en el ojo vaciado
primitivo
de una deidad repulsiva

la lengua burda
e inhóspita
que remeda no calla
el furor bárbaro
oído entre sueños
al alba
menesterosa
de un sacramento incomprendido

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sinthomita político/ Armando Almánzar Botello

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A Jacques Lacan
A James Joyce
A Alejandra Pizarnik

En verdad la culpa discúlpame tú mi amarga Mielita pues quien dijo así es voz a-cadémica sinthomita para cama o hamaca de psicoanalista que no cree en la mitra ni tampoco en política del montón “hipócrita-sadomasoquista” que devora sin pueblo en misa sin camisa las comas en estado de hostia y “santo-más” mentido santo mito parlanchín charlatoso charlatán tan charloso gobernante libresco poeta verboso periodista tramposo ¿para qué?: para comer vomitar y evitar a la Eva que va a evanescerle y no envanecerle con su ser en la letra de chucha encharcada en no-ser que chocheando en su lodo charloco. ahora. ¡concha! ¡taíno re-concho! ¡bendito africano sancocho!……. ¡I love you New York! ¡¡Turpicula res !!

Carnaval Dominicano del 2010
Santo Domingo, República Dominicana

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Vallejo según Granados: Un pañuelo extraordinariamente elocuente/Carlos Eduardo Quenaya

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Vallejo sin fronteras (Arcadia/Espacio Cultura Editores, 2010) reúne 10 textos que son la prolongación de una propuesta crítica ejercida con tanto fervor como perspicacia. La preocupación crítica de Granados, es cierto, es la poesía. En particular –leemos en la contratapa del libro que reseñamos– la poesía hispana reciente.

Ya se sabe que Vallejo es el mayor poeta peruano del siglo XX. ¿Qué de nuevo, pues, ha de añadir este libro a la copiosa y proliferante lista de estudios sobre el autor de Santiago de Chuco? Creo que una respuesta posible se encuentra en el artículo Trilce: muletilla del canto y adorno del baile de jarana. En este texto, Granados se propone, ni más ni menos, que leer Trilce en clave de marinera limeña, es decir, desde el contexto de la modernización de Lima (años 20) y la gravitación de la clase proletaria… en específico desde la quinta o el callejón donde los obreros (…) celebraban la vida con aquel ritmo de raíz afro-peruana, puntualiza el autor. Este artículo, siendo tal vez el más audaz y personal de Vallejo sin fronteras, puede ser también el hilo conductor hacia los demás textos del libro.

Invocando, primero, a los datos biográficos que le debemos a Juan Espejo Asturrizaga, Granados plantea la posibilidad de que algo más de las dos terceras partes de Trilce se hayan escrito en Lima. Así, el contexto vital del poeta sería un primer factor –hipotético, es claro– para sugerir que la bohemia, la música criolla y el medio popular limeño constituirían la clave del enigmático poemario de Vallejo. El segundo argumento se refiere al título que, en opinión de Granados, aludiría al estribillo de una marinera de capricho limeña (La Tirana). Pero La Tirana de Vallejo, la trílcica, no sería más una alusión a España, sino al Perú. El tercer argumento del artículo se concentra en el análisis del poema XXXVII de Trilce. Este poema reproduce con bastante claridad una escena de cortejo, teniendo como telón de fondo una marinera y el consiguiente juego erótico y sexual. Granados afirma, finalmente, que el artículo es un esbozo de un proyecto en el que se lea todo Trilce en clave de jarana limeña, es decir, en cuanto evento oral, musical y corporal. Ésta es, a nuestro parecer, la gran apuesta de Granados, el elocuente pañuelo que inspira su lectura y –es oportuno decirlo– buena parte su escritura poética.

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‘Melodía en mi’/ Davo Valdés de la Campa

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Caminé hasta el patio, las hojas pardas cubrían las lágrimas póstumas. El viento temeroso cantaba las siete de la noche. Los colores se distorsionaban conforme caminaba hacia los pocos rayos de luz que el sol desbordaba entre las grietas del techo. Ya nada tenía sentido, no me importaba si el sol se apagaba en un suspiro o si el tiempo se detenía ante mí para absorberme en sus misterios.

Un día antes.

Llegué a casa. Todo estaba apagado, excepto la música: eran guitarras tristes sonando, era el preludio de muerte. Las nubes teñidas de rojo se mezclaban con la naciente luna. Entré por la puerta trasera y me di cuenta que la cocina estaba destrozada, más que de costumbre. Cada habitación había sido saqueada. Subí las escaleras sin prender las luces. Atravesé el pasillo, el disco puesto estaba rayado y se repetía una y otra vez en la nota más triste de la melodía. Llegué al cuarto de mis padres, el clóset estaba revuelto. Al parecer toda la ropa de mi madre había sido robada. Miré por la ventana y sentí en el pecho presión, pude divisar a lo lejos un árbol y a su alrededor un murciélago volando sin rumbo fijo. Me estremecí y bajé las escaleras. Al llegar al último escalón prendí la luz. Mientras las diminutas partículas de polvo se esparcían en torno al foco, uniéndose a los mosquitos hambrientos de ella, pude ver a mi padre en el sillón. A su pie una botella de ron se derramaba y se recargaba en otras tres vacías.

Caminé lentamente, algo dentro me decía que retrocediera, pero mis pies no respondían. El aparato de la música se apagó. Algo apestaba conforme me acercaba al sillón donde mi padre estaba sentado. A unos pasos me di cuenta que estaba inerte. Lo descubrí cuando vi el vómito en su pecho, cuando vi sus dedos blancos, sus ojos perdidos, su pantalón mojado. Al acercarme un poco más descubrí una nota encima de la mesa de la sala. Reconocí la letra de mi madre y la tomé con dolor. Observé a mi padre, descansaba con pesadumbre. Sus facciones reflejaban una tristeza de años, fracasos y mentiras atrapadas entre sus parpados cansados.

Leí la nota que decía:

Hijo, tu padre ha muerto. Esta vez las botellas se le han pasado. Considérame muerta a mí también. Me llevo los ahorros y mi ropa, no puedo continuar viviendo la mentira y seguir dañándote.

Te quiere, tu madre

La letra reflejaba el efecto de la heroína en ella. Podía ver en esas palabras la verdad que se escondió durante tanto tiempo entre ellos dos. Ese silencio que perduraba horas: mientras él consumía botellas para olvidar, ella se inyectaba la muerte entre sus brazos para no sentir.

Apagué la luz y me senté junto al sillón. Tomé la mano de mi padre, estaba fría.

La sala entera parecía repleta de fantasmas y entre ellos mi padre intentando huir, atrapado sin salida en esas cuatro paredes. Podía mirar entre el techo a mi madre perdida, en algún autobús rumbo a ningún lugar, llorando, riendo, sudando, temblando.

Pasaron las horas, el frío empezó a colarse, el olor seguía empeorando. La desesperación explotaba en mi cabeza, en mis pensamientos. La ira, el dolor, la terrible sensación del abandono. Quería destruir la casa entera, quemarme en ella y quemar toda la miseria que habitaba entre nosotros. Salí al patio, necesitaba volar. Transité entre los árboles, entre las sombras, entre las penas y las flores marchitas. Llegué a la piscina, el agua verde reflejaba las ramas secas de los hules. Lloré desconsoladamente, de rodillas y con las manos en el suelo. De pronto, escuché un ruido, eran pasos. Volteé y ella llegó a la orilla de la alberca, se limpió la cara y sacudió sus largos cabellos negros, su mirada era una bandada de aves negras volando hacia mí.

¿Acaso era la esperanza vestida de muerte, acaso la salvación o la oportunidad falsa de una vida nueva?

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Hipertiroidismo y diabetes en el último poemario de Antonio Cisneros

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Diario de un diabético hospitalizado [Lima: Colección Underwood de los EE. GG. Letras de la PUC del Perú, 2010] reúne tres poemas, titulados “Requiem Jubiloso por el Teatro Municipal Incendiado”, “Toros” y “Diario de un diabético hospitalizado”. En ellos, el autor elabora reflexiones sobre el arte y la muerte vistos entre el silencio y la rutina de distintos espacios: la música presente en el Teatro Municipal incendiado, un paseo a través de una corrida de toros en la plaza de Acho y, finalmente, los diarios de un cansado diabético, hospitalizado en el mismo lugar en donde su padre falleció hace poco” (Tomado de .edu)

Efectivamente, dos elegías (escritas por encargo en 1999) y propiamente un escueto diario (publicado en El Espectador de Bogotá en 1995) donde para variar, Antonio Cisneros, hace gala de su fe inquebrantable en el lenguaje –jamás lo pone en crisis o duda de él–; no por esto, conjunto menos agradablemente decorativo y resonante: plagado de citas u oportunos homenajes. Diestro, además, para la construcción o “edición” de sus poemas; “Diario de un diabético hospitalizado” (ya no de un poeta recién casado), la tercera parte de esta breve colección y donde nos detendremos también escuetamente, no es una excepción.

El texto lo constituyen 10 viñetas o apartados breves que tocan, entretejidos y más bien de modo opaco, algunos tópicos clásicos: la celebración del vino (en este caso de la cerveza), el denuesto a los médicos, la elegía al padre… pero también, desperdigado entre sus páginas y siempre de modo sutil, mucha Ars poética: el arte o la naturaleza de la poesía. En este último sentido, son ilustrativos los siguientes explícitos enunciados: “El diabético, como el poeta, nace, no se hace” o aquellos pasajes donde la “ilustrada juventud” es más bien de aventura y supuesto culto de la vida que de los libros “intocados en el fondo del viejo maletín”. Explícitos estos, decimos, porque hay también algunos, acaso los enunciados metapoéticos más importantes, en clave discreta o docta. Nos referimos, por ejemplo, a los ventilados en el fragmento 3:

Los dolientes de hipertiroides jamás reposan. Su
apetito es monstruoso, igual que su erotismo.
Tienen los ojos desorbitados como el fondo de
las botellas de cerveza o un par de huevos fritos.
Padecen de calores y en un rapto de furia son capaces
de estrellar a sus críos contra cualquier pared.

Entonces los internan y los atiborran de yodo
radiactivo para calmarlos. Pertenecen, igual
que los enfermos de diabetes, al Pabellón de
Endocrinología. Una vez sosegados, requeridos tal
vez por su mala conciencia, son personas amables y
muy caritativas. Sin embargo los diabéticos, huraños
por temperamento y vocación, prefieren evitarlos.

Hay una joven, víctima del mal, que se la pasa
moviendo la cabeza, enloquecida, dando vueltas
y vueltas, ataviada con un polo raído de Inca Kola
a modo de batín. A nadie se le oculta que carece
de prendas interiores.

Por lo tanto, hipertiroidismo y diabetes, aunque perteneciendo al mismo campo semántico de la “Endocrinología” y de la poesía (tal como Apolo es médico y poeta) serían –según el locutor– paralelamente muy distintos. Por contraste, a pesar de ser ambos “dolientes” o “enfermos”, en lo fundamental los unos serían lascivos y furiosos; mientras, ergo, los otros castos y tranquilos. Los unos sociales o comunitarios, mientras los otros “huraños por temperamento y vocación”. Y, no sólo esto, los primeros –frente a los segundos– carentes de “prendas interiores”; es decir, de valores estables o principios últimos. Incluso aquello de “doliente” (¿exhibicionista, trastornado, patético?) resulta muy significativo en relación al justificante rótulo de “enfermo” (en última instancia, calmo o resignado, ante el destino o providencia). En fin, llevado todo esto al campo del estilo, acaso comprendemos mejor ahora la conocida antipatía del diabético Antonio Cisneros por la tirotoxicosis de César Vallejo. Así como su gesto radicalmente conservador, ya no sólo ante el lenguaje, sino ante el mundo y la historia de este mismo mundo. Católico reconvertido (El libro de Dios y de los húngaros), diríamos más bien reacomodado –luego de los desplantes izquierdistas de algunos de sus primeros libros– a un horizonte individualista y burgués. Cisneros es el más nerudiano, y no sólo por narcisismo y megalomanía, entre los poetas peruanos. También, ya que la poesía le nace, el menos identificado entre nosotros con una labor de rigor o de compromiso con la educación, la traducción o el estudio… todo debe suceder pues, y necesariamente, como por arte de magia. Es más, diríamos que en tanto poeta diabético, Cisneros asume aquí las preocupaciones propias de un Platón frente a su República; expurga o expulsa todo aquello que no encaje en un ideal decurso tranquilo entre buenas gentes, en una anhelada racionalidad y simetría social… y estética.

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AVISPAS Y PÁJAROS

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Avispas y pájaros

beben de la misma fuente.

Así mi corazón

–sapo y picaflor–

se te acerca.

Mi viaje a México ha sido inevitable.

Con un alma soy un ave,

con la otra husmeo en los rincones.

Óyeme resumir este duelo de espadas.

Mírame espesarme en estos minutos frágiles.

No hagas que sea inútil, que sea ridículo

decirte esta verdad a medias. La verdad de mi amor.

Interpreta mis labios, pues, lee en mis ojos.

Sustrae del tiempo como de un árbol

–como de una rama–

el fruto rojo de mi amor.

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‘Antídoto’/ Jorge Esquinca (México, 1957)

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Cómo el amor, cuchillo, lenguaje del arrimo,
diente oculto en una encía de niebla. Para decir,
cómo, mordedura, singladura en la planicie
interna de tu muslo. Es ahí, cuchillo, la encarnada
estrella que ramifica, la reviniente mutación
de su corola. Cómo, amor, la mansedumbre
ofrecida sin más, cuchillo, el yo transfigurado.
Pero tu raíz en vilo, tu respiración en una nada
de aire, dora del cielo, rizo de luz enrojecida —ah,
cómo anima este mendrugo sin un cómo de palabra.
Dime cuchillo, arrima tu labia de sangre en el oído,
oye lo que suena en el índice del miedo, lo que se
decanta en la cutícula y dispara en tu centro la voz
sin voz, la quebradiza nube del no saber, amor,
en que te incendias. Lame tu hoja. Irisa los pistilos
de tu flor-mordedura, pero vuelve, pero quédate
y venga tu reino. Ah gobierno de oros contra espadas,
ah, tu política de racional advenimiento. Cómo decir
de ti, cuchillo, cómo de tanto, amor, la voz trastoca
el fiel de la balanza. Dime lo nevado en la piel del tú
o dime nada. Cállame con ti, disuélvete conmigo.
Alguien pisa esta zona de tolvaneras. Alguien dice.
Guárdame cuchillo, en el filo de ti, iluminado.

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