Archivo por meses: febrero 2017

Mujer fatal, compañera y madre en la poesía de César Vallejo

En lo fundamental, este trabajo pretende mostrar los matices y alcances de la alteridad femenina vallejiana. Es decir, cómo el tema de la mujer, presente desde un inicio en la poesía de César Vallejo, nos permite hurgar –creemos que muy productivamente– en la poética e ideología de este complejo autor. Alteridad, aquélla, en tanto motivo en esta poesía y, además, auto-auscultación sistemática por parte del yo poético. En síntesis, distintos y sucesivos hitos de lo femenino que, de modo simultáneo, caracterizan o definen cada una de las etapas poéticas de este autor: desde Los heraldos negros, y pasando por Trilce, hasta los poemas póstumos, en particular, “España, aparta de mí este cáliz”.
Palabras claves: Poesía de César Vallejo, poesía y psicoanálisis, estudios de género, dualismo andino.

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POSPOEMA

Hemos llegado a la conclusión

que no escribimos poesía.

Que no somos poetas.

Es más, que la poesía

para nada nos interesa.

Que las palabras no han sido,

precisamente,

lo que buscábamos.

Ni tampoco

lo que hemos ido hallando

a lo largo del camino.

Ahora podemos hacer un alto.

Y con toda sencillez,

mas sin pizca de humildad,

decirlo.

No nacimos para perseguir las palabras.

Menos, para hacer un fetiche de éstas.

Qué va.

No nos hemos rifado por eso.

Los brazos los hemos abierto

para ti.

Para nada nos interesan la poesía

ni sus expertos.

Dejamos libre el territorio, entonces.

Impunidad total para aquellos que dicen

lo que quieren decir las palabras.

Nos arrepentimos de haber

tomádote tu pan.

Con mis pulmones pienso.

Con nuestros inquietos pies

comprobamos la arbitraria hechura del mundo.

Ni una lejana campanada

reproducimos.

Ni hemos inventado modo distinto

de jugar con estas cartas.

Sólo a nuestro íntimo rechazo

nos atenemos.

A nuestra quizá tardía blasfemia.

Con mis manos oculto las palabras.

Abochornado.

Entre los pliegues de mi camisa

con premura las escondo.

Un eco no hace el poema.

Un fantasma jamás podría erigirlo.

Ahora mismo vamos arrebatados

y en vela

y sabemos a lo que nos referimos.

Pero nada de ganar honra

o dinero con las palabras.

Antes que ellas se burlen de nosotros

preferimos dejarlas en el vertedero.

Y no por escrúpulo docto:

aquello de canjear una ilusión por otra.

Ilusión es lo que necesitamos

para seguir viviendo.

Una niña pasa arreglándose

discretamente el pelo.

La poesía no es la niña

ni sus finos y hermosos cabellos.

Sino en el gesto oculto y efímero

de tan concertados dedos.

En unos segundos más habrán cesado

la visión y el sentido.

Otro rostro interroga ahora mismo

al nuestro

y entendemos que todo está ya por concluir.

Un solo gesto que goce

de absoluto concierto.

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Lectura de María/ Harold Alvarado Tenorio

A finales de tercero de bachillerato, cuando ya había descubierto a Borges en la Luis Angel, y bebía cervezas con un filipichín del Restrepo, presumido de vestir de sastre, con ternos que imitaban las vitrinas de El Romano de la 24 y su padre pagaba para que luciera como Oscar Golden o un estudiante del Gimnasio Moderno, el maestro de literatura, un viejecillo cuyo nombre no recuerdo, nos hizo leer, completa, de cabo a rabo, Maria, de Isaacs, justo en el momento que los nadaístas la quemaban y denigraban de ella. Fuimos a comprar un ejemplar a las librerías de viejo cerca de la Casa de Nariño, y de regreso, me parece estar viéndolo, mi amigo me indicó a Mario Rivero haciendo cola, a eso de las once, en uno de los bajos del edificio Murillo Toro donde está todavía el Ministerio de Comunicaciones, en la sucursal del Banco Popular, que era entonces Caja Agraria, con una alcancía de metal, que tenía un orificio lateral para ingresar billetes, en la mano. Mario nunca perdió esa costumbre, se creía tan pobre, que apenas debía gastar cinco pesos diarios, como contó su bellboy, el infatigable camarlengo Federico Diaz Granados, que salió debajo de una mesa de cantina a servir a Rivero hasta que ascendió al trono de la poesía de la mano de una agiotista y un desahuciado apodado El ovejo. A Diaz lo enviaba desde las nueve a sacar cinco mil pesos de los años noventa, tanta veces, que incluso decía que había llegado a la mayoría de edad parado en la puerta del banco, mientras Mario descendía a pie, desde su inmensa casa de La Candelaria, repleta de pinturas y dibujos que había expoliado a los artistas que ponía en la revista del grupo Dinero o había entrevistado en Monitor, un programa de radio dominical de Caracol, mientras su chofer negro que hablaba inglés le seguía a distancia en un Mercedes Benz sedan color verde mareo australiano de los años setenta, que no usaba para no gastarlo. Diaz Granados también contó en aquellos años que Rivero no escribía las críticas de arte sino su mujer, una anciana hermana de Antonio Panesso Robledo, más culta que todo el mundo, pero avergonzada de su vejez y postergada por su hermano famoso, porque decía, nadie iba a creer que ella era capaz de decir tanta impostura sobre una recua de pintores de quinta que publicó esa revista. Algo de cierto debió haber en ello, porque Rivero de lo único que hablaba con rigor era de las fluctuaciones del dólar y de chismes de farándula, con una señora caleña, de pelo de ceniza, que fue su amante platónica por años.

La edición que compramos por tres pesos, un dineral entonces, si pensamos que para todo el mes yo recibía trescientos cincuenta pesos, era hecha en Paris en tapa dura con relieve, donde una chica abre su sombrilla sentada sobre una roca cetrina y fondo azul, de la Librería de la Viuda de Charles Bouret, que vendía los libros en español en 16 de Setiembre y Bolivar de Ciudad de México, esquina. La perdí después de atesorarla por años cuando estando enfermo, postrado en la Clínica Shaio, un chiquilicuatro que decía ser librero, pésimo poeta huilense, nieto de una famosa lírica medio comunistoide y libertina, amancebada con un abogado de narcos, que hizo la pubertad sentado en el bufete esperando para abrir la puerta, fue hasta casa de mi madre y sisó de mi biblioteca unos setecientos ejemplares, dedicados y primeras ediciones. Luego encontré algunos de ellos en una librería de lance de la Calle del Doctor Rizal en Barcelona, donde estaban vendiendo Historia de un deicidio dedicada por Mario Vargas, por la módica suma de 125 euros. A mi mamá el bandido le había dado diez pesos por cada libro, con la promesa, solemne, de que volvería por el resto, que eran seis mil.

Lejos de casa, a dos mil seiscientos metros de altitud, con una lluvia inagotable y el frio calando los huesos, mientras leía en Maria repasaba los paisajes de mi niñez y sin que hubiese conocido sentimiento amoroso alguno, la historia me enganchaba hasta las mismas lágrimas. Efrain regresa a la hacienda de sus padres al terminar sus estudios en Bogotá y conoce a Maria, de quien se enamora sin saber que está enferma y ha de morir. Un aleteo de poesia invade el texto. En un admirable y lento discurrir Isaacs presenta el mundo idílico de las relaciones entre los enamorados, hecho de silencios, equívocos, medias voces, secretos, palabras no pronunciadas, adivinaciones, juegos de manos y miradas. Idilio romántico y realismo concurren pero lo que más impactó en mi eran las descripciones de la campiña que yo bien conocía y que en Maria termina por ser un trasunto de los padecimientos de los personajes. La descripción de la naturaleza hecha alma de acuerdo a los sentimientos impresiona por su autenticidad, ofreciendo una sobria novela tropical con su ilimitada botánica, los pueblos blancos colgando de azules montañas, el viento, las ceibas de las llanuras, las vegas con sus torrentes espumosos, los sauces, la soledad de la luna y la llanura, la luciérnaga, los yarumos, los juegos del sol en el recinto de las arboledas, los gualandayes violetas y amarillos, las colinas verdes de loros y palmeras, el naranjo, la populosa vegetación donde los cazadores acosan un venadillo, la ondulación en el aire de garzas plateadas y las águilas negras, el tigre, el canto de los pájaros, el estanque con rosas, la culebra que cuelga de las ramas y el eterno paso de la luz a través de una habitación oscura: la vida.
Nunca he olvidado el momento cuando Efrain va en busca de un médico para Maria. El crecimiento de la enfermedad de la niña coincide con el comportamiento de la naturaleza cuando él deja su habitación para montar el caballo que habrá de llevarle hasta el galeno. El cierzo mueve los sauces, de los naranjos vuelan las aves asustadas, los relámpagos iluminan la honda noche todavía, la lluvia alcanza a humedecer las sienes, el ave negra roza la frente y Efrain la sigue con la mirada hasta que se oculta en el bosque. Y al llegar al Amaime, que encuentra crecido, ese fragmento memorable del cruce del rio sobre el caballo:

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Publisía latinoamericana de hoy

“El poeta reconocido/ tiene, en ello mismo,/ ya su merecido” (Pregón popular)

Grosso modo, la diferencia entre poesía y publicidad estriba en que en esta última nosotros hablamos y, en la poesía, permitimos más bien que –según Lacan o César Vallejo– el lenguaje hable por nosotros. Es decir, podemos lograr imágenes muy bellas o efectos sorprendentes e incluso originales, a fuerza de novedad, pero –para un oído aguzado– todo eso será prescindible y aquél quedará como esperando, aguardando, que al fin suceda algo. Que afloren, sobre las secas arenas del desierto, los viejos canales rebosantes de agua.

Sin embargo, cuando repasamos la producción reciente de América Latina, literatura en tanto publicidad –moldes preconcebidos y lenguaje efectista– es lo que por lo general encontramos. Por ensayar una caricatura, esto ocurre tanto en los poemas “privados” de la pequeña o mediana burguesía urbana; como en aquellos “públicos y comprometidos” tipo “Acción Poética”. Uno ve esos paneles y se pregunta quién está detrás manipulando y acaso lucrando con todo eso… y no constituyen, en absoluto, una excepción los poemas “privados” tipo Clarice Lispector o Alejandra Pizarnik elevados a la cuarta potencia; es decir, desfigurados de tan manidos y banalizados hasta la involuntaria frivolidad.

Otro tanto acurre con nuestro neo-barroco, que acaso alcanzará a que sus principales administradores, aún en vida, vean el desplome definitivo del negocio. Y, asimismo, con una especie de coda del mismo que se escribe en monemas, particularmente en la triple frontera (Brasil, Argentina, Paraguay); una cosa son Wilson Bueno o Douglas Diegues, y otros los diletantes o hipnotizados con aquella cajita de música. Y sucede otro tanto con los declamadores –tipo Raúl Zurita– porque ya se sabe que lo suyo fue todo un tinglado, apoyado por su gobierno, para demostrar el poder expansionista de su país incluso en este ámbito de cosas, el de la poesía. Y, a modo de continuar tomándole el pulso a esta espesa y contaminada marea, toda la poesía hecha (no sólo escrita: pintada, bailada, declamada) nada más que por encargo: la del PT, la de la violencia en el Perú, la chavista o –¿por otro lado?– aquella que auspició y auspicia sistemáticamente la fuga de la realidad, tipo la del “pensar” o la del “giro lingüístico” o la “preciosista”; con abundantes ejemplos de esta última, por ejemplo, en Colombia, y en particular en Bogotá.

Para no hablar, por último, de lo que ocurre con nuestros profesores-poetas, escribiendo desde algún país metropolitano –donde fueron a estudiar y a costa de todo, incluso de entregar el alma, se quedaron– que no la ven.  Que, por ejemplo, una cosa es el neo-barroco y otra, muy distinta, escribir reprimido o en complicado.

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Fervor por Magdalena Chocano

La lengua apenas

Pegada al paladar

Como cuando

Uno descubre

El sabor la compañía el amor

Una lengua destrabada

La tuya

Pero no menos en control

En manos del aire

Y hacia lo invisible

Que nos viste

Una migaja para estar

Alegres y uno a uno

Nomás con el agua

No hay diferencias entre tú y yo

Tampoco analogías

Ni singularidades

Dos cantos rodados

Hacia la felicidad

Dos en uno pegados

En la ola

Dos ni ninguno ni nadie ni nada

Con la noche en medio

En medio de la noche

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Diálogo con Montserrat Álvarez

monserrat_alvarez

MONÓLOGO DE LUIS HERNÁNDEZ CUANDO IBA CAMINANDO HACIA EL TREN QUE LO ARROLLÓ

Súbitamente hastiado del plato quebradizo, del peligro,
observo que he corrido como Tántalo tras su racimo de uvas
He subido la tierra hasta los cielos y bajado los dioses a esta tierra
hice defecar a las estatuas griegas y metí en el Parnaso a las prostitutas que me apetecían
Busqué la libertad en el hacer que sea lo que no es en el hacer que no sea lo que es
Trazo mis líneas firmes como un niño las suyas y espejismos tantálicos me mueven
Súbitamente hastiado de ser la carne frágil las frágiles costillas
de tratar de dejar el cigarrillo de cruzar por los pasos peatonales
Súbitamente hastiado, con una carcajada camino en dirección contraria a la que indican
las flechas de las leyes de los hombres
Estoy hastiado y francamente hastiado de la mesura de las fronteras de la prudencia y de los límites
Renuncio
Enfrento la violencia con violencia, sin apartar la vista y por voluntad propia
y no me haré a un lado si no me viene en gana
Yo soy el poeta, el hombre a quien los dioses
han condenado a la insatisfacción,
a morirse de vida y no de muerte.

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Canto alternado con Mariella Nigro

Nigro

Orden del ser (1)

Veo en mi madre

la estirpe del espejo.

Convexo o cóncavo,

en rara múltiple forma me reproduce.

 

En el sueño

vuelca el reloj de arena su polvo de estrellas;

sobre el hueso de madre,

la blanca ceniza del futuro.

 

Me veo desde adentro de sus ojos,

en mi brazo se anuda su fina vena,

en su ahogo respiro:

 

vengo desde mi muerte de mañana.

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