Grosso modo, la diferencia entre poesía y publicidad estriba en que en esta última nosotros hablamos y, en la poesía, permitimos más bien que –según Lacan o César Vallejo– el lenguaje hable por nosotros. Es decir, podemos lograr imágenes muy bellas o efectos sorprendentes e incluso originales, a fuerza de novedad, pero –para un oído aguzado– todo eso será prescindible y aquél quedará como esperando, aguardando, que al fin suceda algo. Que afloren, sobre las secas arenas del desierto, los viejos canales rebosantes de agua.
Sin embargo, cuando repasamos la producción reciente de América Latina, literatura en tanto publicidad –moldes preconcebidos y lenguaje efectista– es lo que por lo general encontramos. Por ensayar una caricatura, esto ocurre tanto en los poemas “privados” de la pequeña o mediana burguesía urbana; como en aquellos “públicos y comprometidos” tipo “Acción Poética”. Uno ve esos paneles y se pregunta quién está detrás manipulando y acaso lucrando con todo eso… y no constituyen, en absoluto, una excepción los poemas “privados” tipo Clarice Lispector o Alejandra Pizarnik elevados a la cuarta potencia; es decir, desfigurados de tan manidos y banalizados hasta la involuntaria frivolidad.
Otro tanto acurre con nuestro neo-barroco, que acaso alcanzará a que sus principales administradores, aún en vida, vean el desplome definitivo del negocio. Y, asimismo, con una especie de coda del mismo que se escribe en monemas, particularmente en la triple frontera (Brasil, Argentina, Paraguay); una cosa son Wilson Bueno o Douglas Diegues, y otros los diletantes o hipnotizados con aquella cajita de música. Y sucede otro tanto con los declamadores –tipo Raúl Zurita– porque ya se sabe que lo suyo fue todo un tinglado, apoyado por su gobierno, para demostrar el poder expansionista de su país incluso en este ámbito de cosas, el de la poesía. Y, a modo de continuar tomándole el pulso a esta espesa y contaminada marea, toda la poesía hecha (no sólo escrita: pintada, bailada, declamada) nada más que por encargo: la del PT, la de la violencia en el Perú, la chavista o –¿por otro lado?– aquella que auspició y auspicia sistemáticamente la fuga de la realidad, tipo la del “pensar” o la del “giro lingüístico” o la “preciosista”; con abundantes ejemplos de esta última, por ejemplo, en Colombia, y en particular en Bogotá. Para no hablar, por último, de lo que ocurre con nuestros profesores-poetas, escribiendo desde algún país metropolitano –donde fueron a estudiar y a costa de todo, incluso de entregar el alma, se quedaron– que no la ven.
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