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César Vallejo y su pensamiento cuantitativo

Tenemos entre las manos un libro interesante, se trata de Las ideas estéticas de César Vallejo (Lima: Fondo Editorial del Pedagógico San Marcos, 2005), firmado por el licenciado en filosofía peruano Lawrence Carrasco (1966). Mas, tal como el subtítulo nos advierte, circunscrito al Estudio de sus textos en prosa reflexiva, desde 1915 hasta 1937; es decir, desde su tesis de Bachiller en Letras para la Universidad Nacional de Trujillo (“El romanticismo en la poesía castellana”) hasta sus últimas crónicas redactadas en París. No se ha ventilado, pues, y tal como define José Martí a la poesía en general, la flor del pensamiento del autor de Trilce. Sin embargo, tronco y ramas son útiles para que advirtamos de algún modo la naturaleza y características de la flor vallejiana; éste, creemos, es el mérito del presente trabajo.Ahora, el título de nuestra reseña, aquello de “pensamiento cuantitativo”, alude al famoso estudio de Giovanni Meo Zilio(1), a las conclusiones a las que arriba éste una vez aplicadas a la poesía de Vallejo las técnicas de la lingüística cuantitativa computacional; es decir, nos preguntamos qué tanto la labor de Carrasco es análoga a la de Meo Zilio. Aunque, claro, ambos se dediquen al estudio de géneros distintos en la producción de Vallejo, y el estudioso italiano se ocupe del significante mientras Carrasco lo haga, digamos, del significado o, como bien nos precisa, de la “Estética de Vallejo” (15)(2). Sin embargo, tal como podemos inferir, ni uno ni otro de estos dos repertorios denotativos y más o menos sistemáticos, una vez puestos a girar en ese caleidoscopio casero que es la poesía de Vallejo, queda indemne. Vale decir, al menos en el caso del trabajo pionero de Meo Zilio (sus antecedentes se remontan a 1960), sus unidades muchas veces invierten su valor, se metamorfosean y, por lo general, proliferan en ese juego de inagotable oxímoron a que nos somete la poesía del autor nacido en Santiago de Chuco. Por lo tanto, no es descabellado pensar que algo similar puede ocurrir con este corpus de “ideas y pensamientos sobre la realidad” de Vallejo.

Sin embargo, en un subcapítulo intitulado “Más allá de la dialéctica”, nos gusta y parece muy atinada la frase con la que Carrasco pareciera también advertir la relevancia de aquella turbina oximorónica: “síntesis momentáneas de positividad y negatividad” (57). Creemos que no de mejor modo podríamos describir la dinámica del intelecto de Vallejo -en este caso su heterodoxia de la dialéctica- que hallamos, tal como nos lo demuestra Carrasco en algunos pasajes de su estudio, tanto en su “prosa reflexiva” como, insistimos nosotros, abrumadoramente en su poesía: aclimatar de modo efímero dos conceptos opuestos, pero -al mismo tiempo- sin desnaturalizarlos, sin alienarlos en absoluto de su alteridad.

Ojo que no pretendemos decir que lo sistemático se asistematiza tan sólo por cambiar de género literario, por la mera especial relevancia del paralelismo en los versos, sino porque en el caso particular de la poesía de Vallejo son gravitantes también otros ingredientes , varios de ellos ya apuntados tradicionalmente por la crítica, por ejemplo: el arte de la “tachadura” (Julio Ortega), el incluir de modo directo en la escritura lo que usualmente desechamos del inconsciente (Jean Franco), la hibridez cultural textualizada en el género (Fernando Alegría), la “teología negativa” observada por Gutierrez-Girardot, el fino sentido del humor -inteligente distanciamiento de sus referentes- incluso en los momentos más dramáticos de sus poemas (Yurkievich), etc. Sin embargo, y para complicar aún más el panorama, pensamos que -como en toda gran obra de arte- ninguno de aquellos ingredientes o yuxtapuestos niveles de dificultad son sistemáticos en la poesía de César Vallejo; es decir, todo lo anterior se halla coludido y se ofrece de modo simultáneo en sus versos.

Desde otra perspectiva, podríamos decir que tipos de trabajo como el presente se avocan al estudio del aspecto horizontal del pensamiento de Vallejo -su naturaleza extensiva y no intensiva- y no al vertical, por cierto, fundamental en su poesía. Sin embargo, algo de esto ya ha sido también observado por el mismo Carrasco cuando, en sus propios términos, nos habla de la importancia de la sensibilidad en la poesía del peruano: “En este sentido, Vallejo suscribe plenamente el pensamiento de Pascal: ´El corazón tiene sus razones que la razón no comprende´” (52). Más aún, cuando ahondar en la naturaleza de la sensibilidad vallejiana puede ser, siguiendo a Carrasco, determinante para asimismo entender su estética: “La sensibilidad aborigen o indígena es para Vallejo lo que cuenta a la hora de valorar la grandeza o miseria de las obras humanas, incluidas las de carácter político, religioso y cultural en general” (118); aunque, algo después -y continuando con su comentario a un pasaje de “Contra el secreto profesional”- el mismo autor aclara que es un malentendido “creer que sólo pueden tener sensibilidad indígena los indios, y no los mestizos o los blancos” (119). Es decir, al margen de la esbozada polémica entre cosmopolitismo/ autoctonismo o hispanismo/ indigenismo, Carrasco, queremos creer, no hace otra cosa que invitarnos a leer la poesía del autor de Paco Yunque. En pocas palabras, es imposible asomarnos a Vallejo sin tomar en cuenta –y en primer lugar– su poesía. Lugar donde hallamos, en su florescencia, el árbol de las ideas vallejianas y donde podamos percibir y, probablemente, intentar describir mejor aquello tan inasible como su “sensibilidad aborigen o indígena”.

El libro que reseñamos se divide en tres capítulos: “Sujeto moderno y experiencia estética”, “Creación y producción artística” y “Problematicidad de las relaciones entre el artista y la sociedad moderna”, respectivamente. Para nosotros, de los tres, el primero es absolutamente prescindible y último es el más personal; Carrasco trasciende aquí el acartonamiento académico y hace un poco más suyo lo que él mismo distingue, por ejemplo citando a Octavio Paz, debería ser un ensayo: “La crítica no es tanto la traducción en palabras de una obra como la descripción de una experiencia” (100). En este sentido, es notable lo que Carrasco sugiere sobre la clase de crítica que practicaría el propio César Vallejo. Frente la dictadura de lo alegórico propia de una tradición exegética centrada, desde el Renacimiento, en la mimesis de las fuentes -como el arte lo debía ser de la realidad natural– o, como hoy en día, en el reflejo de la serie social (Cultural Studies), Vallejo estaría abierto constantemente -a diferencia de aquella crítica profesional- a la democracia de la metáfora: “Vallejo defiende la crítica científica, pero no quiere ser considerado como crítico; no se reconoce como profesional de la literatura, sin embargo, es graduado en literatura por la Universidad de Trujillo, y escritor de poesía, narrativa, teatro, etc. Se puede decir que hay en él vestigios renacentistas y románticos contra la profesionalización, como cuando experimenta cierta simpatía con la vida de los hoboes [Walt Whitman, Jack London, Carl Sandburg], esos vagabundos anarquistas que iban de ciudad en ciudad estadounidense, trabajando en oficios menores para no quedar atrapados en la gigantesca, alienante y amenazante maquinaria capitalista” (95).

Nosotros añadiríamos que Vallejo hace suyo un gesto muy contemporáneo, aunque no menos polémico, de la crítica; creemos que sueña, por ejemplo como Michael Foucault: “con el intelectual destructor de evidencias y universalismos […] el que se desplaza incesantemente y no sabe a ciencia cierta dónde estará ni qué pensará mañana […] el que contribuya allí por donde pasa a plantear la pregunta de si la revolución vale la pena (y qué revolución y qué esfuerzo es el que vale) teniendo en cuenta que a esa pregunta sólo podrán responder quienes acepten arriesgar su vida por hacerla” (164)(3) . No otra cosa intentó hacer César Vallejo en vida -con su humanidad, su crítica y su poesía-, sino ser consecuente con sus sueños. Esto último, claro está, en consonancia con lo que el filósofo peruano David Sobrevilla caracteriza -y Lawrence Carrasco acertadamente refiere- como la tercera teoría del compromiso vallejiana: “En su ponencia ´La responsabilidad del escritor´ Vallejo contrapone el lema de Cristo ´Mi reino no es de este mundo´ y al que él mismo enunciaba para el intelectual en El arte y la revolución: ´mi reino es de este mundo´, el lema siguiente: ´Mi reino es de este mundo, pero también del otro´ -o sea del espíritu y a la vez de la materia” (124). Debemos admitir que de algo así trata la obra general de César Vallejo, para no circunscribirnos sólo a su poesía. Considerar, pues, que aquélla es siempre una mezcla oximorónica, vale decir, de tragedia motivada e inmotivada alegría.

notas

(1) “El lenguaje poético de César Vallejo desde Heraldos negros hasta España, aparta de mí
este cáliz, visto a la luz de los resultados computacionales (Materiales para un estudio de
lingüística cuantitativa) en César Vallejo. Obra poética. Américo Ferrari (coor.). Madrid:
Fondo de Cultura Económica, 1996. 621-660.

(2) El autor sintetiza, en el No 1 de sus “Conclusiones”: “Se puede plantear la existencia de un corpus teórico del pensamiento vallejiano, a partir de la sistematización orgánica de sus textos en prosa reflexiva. Denominamos prosa reflexiva a la que se puede considerar como transmisora de ideas y pensamientos sobre la realidad” (129)

(3) Un diálogo sobre el poder. Miguel Morey (trad.). Madrid: Alianza Editorial, 1981.

© Pedro Granados, 2005

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Algo más de poesía peruana: A propósito de Carlos Llaza

Acierta Julio Ortega, en sus oscilaciones críticas[1], sobre la poesía peruana que viene desde los años sesenta hasta, añadiríamos nosotros, incluso nuestros días:

Me doy cuenta ahora de que cada tanto yo cambiaba de opinión, y me llenaba de remordimientos: después de preferir la poesía de Rodolfo [Hinostroza], me resultó algo sobrescrita; después de preferir la de Antonio Cisneros, me pareció algo astuta; y después de preferir la de Lucho Hernández, me sorprendió la candidez de su ingenio (La comedia literaria)

No existe sobrescritura ni astucia en ningún poema de Martín Adán.  Tampoco en Vallejo; aunque, sí, acaso algo de sobrescritura en sus dos extremos: Los Heraldos negros y España, aparta de mí este cáliz ya que,  en ambos a veces, lo excede o el drama de su orfandad o lo humano de su emoción.  Tampoco es para nada astuto, aunque sobrescriba por exceso de virtuosismo, Jorge Eduardo Eielson.  Wetsphalen sobrescribe por doquier.  Varela es la soberana astucia porque siendo una auténtica poeta, en realidad, no le interesó la poesía; se conformó en representar, por primera vez en el Perú, a una mujer burguesa, educada e insatisfecha.  La prudencia encorsetó sus naturales alas; Varela daba para muchísimo más.   Watanabe, en cuanto se acordó de su fe o se reconcilió con su cristianismo patinó hacia aquellas dos falencias; cuando estaba desde ya henchido de Dios a través de la sabiduría de su pueblo (Laredo) que su poesía con brillo extraordinario ventilaba.  Watanabe como gozne o a mitad de camino entre los poetas políticos o civiles –todos, necesariamente, van a ser astutos y sobrescribir; sino contemplémonos en José Santos Chocano– tipo Antonio Cisneros (muy pronto prescindible para la poesía) o Rodolfo Hinostroza que confundió el tono o la tonada de época (verso proyectivo o composición por campos en su versión latinoamericana) con la poesía y de él va quedando, más bien y entre líneas,  el auténtico y hondo fervor por su padre.  Y los poetas que Julio Ortega describe aquí, aunque sólo refiriéndose a Luis Hernández,  con la palabra “candidez” (léase, histórica o política).  Entre esta última, y en tentativa urdimbre: Eguren, el primero de todos, Chariarse, Sologuren y, claro, el mismo Luis Hernández Camarero conformando tal una asordinada continuidad[2].  No se trata aquí de distinguir, como en los 50′, entre poetas “sociales” y poetas “puros”; sino únicamente advertir que tanto “sobrescritura” como “astucia” pertenecen a un campo semántico distinto al de “candidez”.  En el primer caso se trata de la carpintería o formato de los poemas que, obviamente, implica asimismo un sujeto poético detrás, más bien taimado.  En el segundo caso, el de “candidez”, no aludiría a la factura de los textos; Eguren ni sobrescribiría ni precisaría ser astuto, sino a la mirada.  Ergo, a juicio de Ortega, “candidez” alude sobre todo a la mirada; acaso naif o por lo menos poco crítica.

            Pues desde los años 60 (Cisneros, Hinostroza), pasando por Hora Zero (70) y Kloaka (80), hasta el presente, los poetas peruanos constituimos una verdadera bola de taimados; es decir, creemos que con el lenguaje supuestamente basta –el formato, el tema, lo referido– y no reparamos en la calidad de sujeto que proponemos al lector.  En otro lado, “Aguas móviles de la poesía peruana: De los formatos a las sensibilidades”, ya lo hemos puntualizado:

acaso es tarea de la academia, hoy más que nunca, intentar superar –a modo de un salto cualitativo– las clasificaciones y taxonomías y atrevernos a evaluar la “poesía nueva” en cuanto y en tanto “sensibilidades nuevas” en o para un contexto determinado.  Y, asimismo, atrevernos a trabajar  en el aspecto cultural con opacidades (mixturas, hibrideces, simultaneidades) ya que, de modo casi unánime, partimos de esencialismos o privilegiamos temas o motivos: esta poesía es andina — incluso ‘quechua’– porque habla de determinados temas o con determinado vocabulario; esta otra es del “lenguaje” porque es más o menos metalingüística; o esta otra es “meramente” coloquial o anticuada; etc.  Así no llegamos a ninguna parte

Es decir, y si cabe, hoy por hoy añorararíamos un Eguren lúcido  –no alienado ni evadido de la realidad– frente a la legión de sobrescribas (charlatanes)  y astutos que por oleadas nos asolan.  Charlatanes o bobos (aquellos del close up de Hernández sobre la remera de moda) para ser más exactos.  Es decir, constatamos ahora, y en toda nuestra región, una suerte de sed de fantasía, pero de no ficción .  Por cierto, Borges o Vallejo, solos o actuando en dupla, constituyen una espléndida alternativa.  Sin embargo, y justo desde los poetas con más potencia creativa, se ensayen éstas u otras opciones ante la noria de los que no tienen absolutamente nada que decir, pero escriben.

Uno de estos nuevos poetas peruanos es, sin duda, Carlos Llaza.  Acaso de modo prematuro, nació en 1983, desvicera pulcramente a la poesía o al animal elegido; es decir, sin revolver o dañar la entraña.  Arte decididamente simétrico o postantropocéntrico.  Por lo tanto, donde el parentesco:

no es esencialmente un fenómeno social; por medio de él no se trata exclusivamente, o siquiera primordialmente, de regular y determinar las relaciones de los seres humanos unos con otros, sino de velar por lo que podría llamarse la economía política del universo, la circulación de las cosas de este mundo del que formamos parte (Eduardo Viveiros de Castro, Metafísicas caníbales.  Líneas de antropologia postestructural. Stella Mastrangelo (ed.).  Madrid: Katk Editores, 2010. 195)

Cultura, sensibilidad, lenguaje, política, pedagogía, se conjugan y reúnen –jamás ingenua o inocentemente– sobre la piel:

La piel es nuestro punto

de encuentro.

Aquí venimos a parir.

En este acantilado

compartimos la lengua.

(“Hueso y pellejo”)

El habitáculo es un cajita

de cartón en que no hay sitio

para mis alas de cuervo.

El cofre mágico, baúl de abuelo

féretro de niño según

quien desempolve las esquinas.

La calle se retuerce ante el silencio

de los gatos y se eriza

con la luna de los huérfanos.

Anoche renunciaron las ventanas;

dicen que hay sol en el país de los espejos,

que el mundo no tiene cortinas.

(“Concierto vagabundo”)

Carlos (“Cae”) Llaza o, también, Carlos Quenaya o Sasha Reiter; todos ellos en sus veintes o en sus treintas.  Las nuevas generaciones de poetas peruanos tienen muy poco que aprender de su tradición desde los años 60′ para acá, mejor remitirse a las fuentes.  O, tal como también lo hicieron aquellos mismos maestros, catalizarse con otras tradiciones u otras culturas.  No para inventarse o militar en una globalización que, además, con esta crisis del coronavirus ya fue; sino más bien, a contracorriente del espejismo de lo centrífugo, multiplicar las patas y alargar el hocico.  Alimentarse por dentro.

NOTAS

[1] Fino comentario de parte del que desde hace tiempo es un claro maestro.  Fino y oscilante y tentativo y no menos exacto.  Por este motivo Julio Ortega, a diferencia de otros críticos y contemporáneos suyos, que más bien calculadamente  la auspiciaron, no ha creado escuela ni discípulos directos.

[2] Aunque la poesía de Luis Hernández resulte inimitable; en este sentido su poesía sería en el Perú como la de Vallejo, valga la comparación, pero como un Vallejo de signo contrario: “acorde con la tradición egureneana apuntada más arriba (Carlos Oquendo de Amat, el Martín Adán juvenil, Emilio Adolfo Wesphalen, Jorge Eduardo Eielson, Javier Sologuren, etcétera); y esto porque renueva y otorga contemporaneidad ilimitada -vía el humor- a una estética signada por el refinamiento, la paradoja y el misterio de raigambre simbolista o existencial” (“La poesía de Luis Hernández: Treinta años después”).

©Pedro Granados, 2020.

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ZEN SOLOGUREN (PDF)

ISBN: 978-612-00-0196-7

Aquí corresponde explayarse un tanto sobre la deuda de Javier Sologuren (Perú, 1921-2004) con el pensamiento oriental, especialmente con el budismo Zen japonés. Tenemos variado testimonio de sus lecturas y simpatías sobre el tema; por ejemplo,  cuando preguntado –en relación al libro Corola Parva de principios de los años 70– si reconoce en su propia obra influencia directa de los textos de Octavio Paz, nuestro autor contesta: “mi interés por la poesía oriental, en particular lo japonés, es anterior a estas lecturas de Paz” (Vivas 94). Sin embargo, no es propósito de nuestro trabajo hacer una lectura puntual a través de este cristal; manejarnos con una terminología específica que vaya dando cuenta de las huellas de aquella filosofía en la obra del poeta peruano.  No somos especialistas en estos temas, pero creemos que en esta etapa de su poesía [Estancias] (1960) nuestro autor no ha tomado aún partido abierto por aquella tendencia; lo que sí ocurriría en posteriores poemarios, como Corola Parva (1970) y Folios de El Enamorado y la Muerte (1980), donde coincidiríamos con el juicio que esto merece a Roberto Paoli: “El japonesismo debería considerarse componente esencial del arte fino y burilado de Sologuren, de sus preocupaciones gráficas y espaciales” (103)

En todo caso, como una observación liminar, la idea de vacío no debe tomarse como el nihilismo occidental” (Kawabata 15); como “la nada o el vacío occidental” (Kawabata 13).  Es, más bien, remarca el novelista japonés: “un universo del espíritu en el que todas las cosas se comunican libremente con todas las cosas, trascendiendo fronteras, sin límites” (13). Obviamente, nuestra experiencia común del mundo guarda antípodas con este concepto; digamos que nosotros captamos las cosas cartesianamente: claras y distintas. Sirva para ilustrar esta incongruencia la noción oriental sobre el nacimiento del mundo objetivo.  Comentando el famoso haiku de Basho (“¡Oh! Viejo estanque./ Salta una rana,/¡El sonido del agua!), dice Daisetz Susuki: “Tanto el sujeto como el objeto estaban totalmente anonadados… El salto, el ruido, la rana, y el estanque y Basho eran todos en uno y uno en todos. Había una absoluta totalidad; es decir, una absoluta identidad o, para utilizar la terminología budista, un perfecto estado de vacío (Sunyata) “(Susuki 1968: 175).  Para agregar, este mismo célebre estudioso japonés, que “Basho en este momento de exaltación espiritual es el universo mismo, es Dios mismo que dictó el mandato “hágase la luz”.  El mandato corresponde al “sonido del agua”, ya que a partir de este “sonido” brota todo el mundo” (176).

Es decir, el mundo que nos corresponde experimentar es un mundo que ya se ha sacudido de esa primera unidad.  Sin embargo, es a través de la experiencia o práctica Zen como podemos captarle –a este mismo mundo dividido– su primitiva unidad: “Zen… se mantiene siempre en la totalidad de las cosas, donde este mundo de multiplicidad y discriminación es al mismo tiempo el mundo trascendental del vacío (sunyata) y la no discriminación (avikalpa)”. (Susuki 1968: 192). O expresándolo en términos más restringidos, pero semejantes: “Elaborating the concept of “emptiness” (Sanskrit, Sunyata; Japanese, Ku)… the hongaku homon theory involves an ontology of absolute monism or nondualism [Desarrollando el concepto de “vacío” (sánscrito, sunyata; japonés, Ku)…la teoría del Hongaku homon supone una antología de absoluto monismo o nodualismo]” (Noriyoshi 57).

Quisiéramos haber dejado suficientemente sugerido este concepto en vista, repetimos, a que se insinúa desde los primeros poemarios de Javier Sologuren para irse decantando en los posteriores; como a su modo también observa, Ricardo Gonzáles Vigil, acerca de la última etapa de la producción de nuestro autor: “apertura formal –al servicio de una visión totalizadora de la existencia– que fructificó en un feliz equilibrio entre la tradición (no sólo europea, sino también oriental) y la modernidad… (desde Recinto hasta la antología mexicana titulada Vida Continua). “(Gonzáles Vigil 1984:114 115).  Para, luego, este mismo autor agregar, “En este periplo [se refiere a todo su proceso creativo] Sologuren ha sabido nutrirse de las fuentes más diversas y selectas de la lírica universal: grecolatinas, españolas, francesas, italianas, ingleses, japonesas, etc.” (115).

No nos proponemos, pues, encasillar a Sologuren en lo oriental, reconocemos en él ecos de otras latitudes [Ej. la poesía de Jorge Guillén]; pero es importante destacar, al menos a modo de hipótesis, que hasta Recinto conviven –coherentes pero confundidas– fundamentalmente dos concepciones filosóficas: una neoplatónica (clara alusión de enhelo por “otro mundo”, superior o perfecto en comparación del nuestro –del cual sería éste la imagen degradada de aquél— sobre todo a través de la ensoñación y sin quedarse en la “talidad” de las cosas); y la otra Zen, con las características que ya hemos apuntado: abriéndose el vacío, en “este mundo”, a través de la misma “talidad” de las cosas. Es más, al concluir este capítulo vamos a exponer, con sus respectivos cuadros, dos interpretaciones complementarias del título Vida Continua que, teniendo como constante la dinámica ascensional de las imágenes sologurenianas, reflejan de algún modo estas dos concepciones filosóficas al interior de la poesía de nuestro autor.

Granados, Pedro [1987] (2010). Hitos de una Vida Continua: La poesía de Javier Sologuren. Lima: Autor-Editor.  [Nota 12] 27-28.  

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¿En qué momento se jodió la poesía del Perú? (I, II y III)

¿En qué momento se jodió la poesía del Perú? (I)

Cuando empezó a gravitar en ella la academia o, podríamos  también así entenderlo, el sentido de grupo o de cuerpo. Ni César Vallejo, junto con Miguel Grau, el más peruano entre lo que constituye contemporáneamente la cuna de los Incas, quien escribió más bien contra el Perú; contra el cotarro que no celebrara sus versos de joven poeta en Huamachuco o, más grave todavía, contra el que posteriormente lo llevara a la cárcel.  Ni Eguren, el cual construyera todo un mundo alternativo frente al que lo obligó a caminar, para acomodar estantes y pasar libros a los estudiantes, cotidianamente de Lima a Barranco.  Lo más semejante a Eguren es Huamán Poma de Ayala, con su gruesa Carta al Rey bajo el brazo, y su inenarrable, por hartísimamente trajinados, dolor de pies. Ni Martín Adán, quien escribiera su tesis a espaldas de los gramáticos de su época, que  era así como se entendía la labor intelectual durante la misma; y nos dejara para siempre unos poemas a Machu Picchu muchísimo más vivos que los de Neruda.  Aunque sin dejar, allí mismo, de advertirnos  lo siguiente:

Que el Cusco es una invención de Luis Valcárcel

Y que mañana volveremos a Lima

Con la hostess mulatita que nos habla en inglés

Y nos mete en la boca la boquilla

De tu oxígeno, Macchu Picchu

Ni César Moro, quien en definitiva se nos fue a otra lengua.  Ni Jorge Eduardo Eielson, el cual aclimatara en su poesía o simplemente transportara el mar y la arena de la costa peruana al mediterráneo.  O siendo más puntuales , de manera análoga a los haikus de Javier Sologuren, a unos incontaminados conceptos.

Ante la arremetida corporativa (no sólo se limita a la universidad) e ideológica de la Católica, casi contemporánea a Los heraldos negros, se instaló el concepto San Marcos.  Antes no existía ni funcionaba brand o marca alguna porque, al menos el pensamiento, era producto de la cuatricentenaria.  No de la UNMSM, entendámonos, sino simplemente del Perú.  Posteriormente, incluso a mayor fragmentación de la academia, se sucedieron los grupos y la consciencia o la subconsciencia de los mismos.  Y dada la posibilidad laboral de pertenecer a alguno de aquellos o, al menos, la promesa-ilusión de sobrevivencia para los dedicados aquí a las letras, vino el consecuente compromiso institucional; y, con él, con seguridad a partir de los años cincuenta, aunque con matices hasta el día de hoy, la absoluta esterilidad  de la poesía letrada o culta en el Perú.  ¿Quién, entre aquellos nombrados, se empleó en su poesía como grupo o supo de antemano la moraleja de cuanto escribiera?  Con apoyo y aval de la academia la literatura de autoayuda habitó entre nosotros.

©Pedro Granados 2021

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