Un tanto a modo de cierre de una reseña que hiciéramos del primer poemario del autor, Octubre (2006), decíamos:
pensamos que falta investigar en torno a la más adecuada edición o formato de sus versos en un futuro libro; la actual luce demasiado trajinada (moldes que, para el mundo hispano, vienen de la adaptación masiva del verso proyectivo anglosajón desde los años 60). Asimismo, acaso sería interesante templara un poco más las cuerdas de su vihuela y nos regalara un poco más de sí mismo; es decir, a alguien menos velado por la literatura… , a alguien más osado entre los ruidos ciertos de su ciudad natal (Granados 2006)
Respecto a este inicial reparo, y luego de siete años (2006 – 2013), podríamos decir que su siguiente poemario, La marcha del polen, aunque en el mismo formato, en algunos aspectos constituye un salto cualitativo; sobre todo, en la seguridad del pulso de la escritura y la nitidez de la propuesta. Épico, como en el caso de Octubre; aunque ahora en busca de “reconstruir la historia de su terruño, es decir, Breña” (Fernández Cozman 2013). Su terruño que no es el Perú ni Lima, salvo por analogía, sino un barrio popular y adyacente a la capital como es Breña. Lugar de intensa migración ya desde comienzos del siglo XX: provincianos que se aposentaban en los extramuros de la costosa y xenófoba Lima, capitalinos pobres desde antaño, negros y mulatos apiñados en el callejón, algunos extranjeros (aparte de los consabidos chinos, sobre todo, italianos, judíos y japoneses) tratando de salir adelante con lo suyo: altura y “buena” presencia o, si no fuera el caso, una tenaz voluntad de trabajo. Claro, distrito lleno de vagos también (aquellos “Sampietris” de la tira cómica) o de lleno gente de “mal vivir” (inconmensurablemente cívica frente a la violencia de ahora mismo). Breña que, si lo observamos en detalle, la constituyen asimismo variados núcleos o discretas cuencas culturales: Nosiglia, barrio mulato, un tanto marginal dentro de lo marginal, donde encontramos la Gran Unidad Escolar Mariano Melgar; Chacra Colorada, provincianos agrupados alrededor de su tan imantado y desbordado mercado de abastos; la zona adecentada de sus avenidas (Alfonso Ugarte, Brasil, Venezuela, Bolivia o Arica); y un zona industrial colindante con la Av. Tingo María, y ex guarida de fumones, la cual era el límite natural del distrito hasta los ríos, mosquitos y potreros que luego constituirían otras nuevas urbanizaciones del Cercado de Lima. Breña evangelizada, en general con éxito, por laboriosos salesianos, hermanos de la Salle y jesuitas; no iríamos a encontrar en su contorno la zamacueca desenfrenada de La Victoria ni los valses y polcas por varios días consecutivos de los Barrios Altos. En su “relato” o puesta en escena, Manuel Fernández parte y se orienta desde Nosiglia hacia el resto del distrito; en específico, desde una piscina (a la que nosotros mismos asistimos de escolares); es decir, pareciera que el autor hubiera vivido por aquí, y estudiado en el colegio Salesiano (primera cuadra de la Av. Brasil). Ahora, abundan las anécdotas sabrosas y también las calculadas infidencias, como aquélla en que el sujeto poético filtra que se apoya sobre “tres piernas”; indicio de carácter sexual que condice significativamente con el lema del libro, La marcha del polen. Aunque, en modo alguno, nos hallemos ante Arcadios y Remedios de una Cien años de soledad. La nostalgia se impone e incluso ahoga la crítica socio-política. En otras palabras, un sujeto poético sin nítidas convicciones ni resoluciones debilita, también, la ambición argumentativa del poemario; al final, los problemas o las injusticias únicamente se exponen. Un dron, a bajo vuelo, observa, gira y otra vez se pierde. El niño Jesús de Chilca no es lo más adecuado para auscultar el sedimento de un barrio pobre, arrecho y violento como Breña; tanto la mirada burguesa de Antonio Cisneros como la crítica tan elogiosa de La marcha del polen por parte de José Carlos Yrigoyen (dueño de El comercio) no dan para esto. Aquí se precisaba del aguafuerte de los versos de Pablo Guevara, no del pastel o la acuarela.
Sin embargo, y a muy buena hora, esta mirada tenazmente tímida o conciliadora va a resquebrajarse y estallar (sin alienar cultismos ni buen humor) en los siguientes libros de nuestro autor; por ejemplo, en El hombre (2024). Diez años después de La marcha del polen y casi veinte desde Octubre, Manuel Fernández irá a constatar –junto a Carlos Germán Belli, George Orwell y Franz Kafka– aquella osadía que reclamáramos a su primer poemario y que en El hombre luce cumplida y tan persuasiva como en el siguiente poema:
Poema para ser leído cada 1 de mayo
Yo
Manuel Fernández
ex colaborador
a tiempo completo
padre de dos
con condición
sobrepeso
e hipertenso
declaro:
que habiendo pertenecido al sector formal
privado
asalariado
no hube alcanzado la felicidad
jamás
ni la seguridad
ni la tranquilidad
que prometen
el sistema
y su bien diseñada
publicidad
pese
a los quince sueldos
seguro y escolaridad afectos
pues
las vísceras
se me desacomodaron
siempre
obligado como estaba
al empleo geométrico de mi tiempo
y por tener que vestir
siempre
de camisa
y pantalón
y saludar
siempre
a todos con una sonrisa
y dispuesto
siempre
a llevar como un estandarte
la camiseta de la empresa
su misión
su visión
a todas partes
mi sumisión
a todas partes
como horas extras
que no figuraron
nunca
en ninguna boleta
obligándome siempre y
por contrato
a retener la micción
la defecación
un poco más de consideración
y a poner
siempre
la otra mejilla
si así lo requerían
los que ocupaban
los pisos de arriba
cuidándome
siempre
de reservarme mis opiniones
pero registrando todo
sin soltar palabra
para que aquel que nos vigilaba
no se enterara
del sentido
y la urgencia
de sustraerse un poco
del evangelio
de la excelencia
de la productividad
y la proactividad
que tanto
de las testes
me tenía inflamado
porque el verbo
empresarial
nunca
se hace carne
en la mesa
de nadie
acostumbrado
como está
a la inflación
y a la fluctuación
permeable
como es
también
a la valía y
plusvalía
a crisis y pullas
y políticas represivas
que dejan en claro
que hay que ser
tremendo cojudo
para creer
que el mercado tiene vida
que existe
y transpira
y que por sus propios principios
se disciplina
cuando más bien
son los trabajadores
los que sacrifican
sudor
energía
los que ofician el milagro
por el que
la rueda
todos
los días
gira.
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