NO PERDER DE VISTA A PEDRO GRANADOS/ Juan Javier Rivera Andía*

La clave de Vallejo son precisamente sus heterodoxias.

Pedro Granados (2008)[1]

En Bearn o La sala de las muñecas, Lorenzo Villalonga hace decir a su joven protagonista, el capellán y quizá hijo natural del señor de Bearn, que la comunidad de criterio es una de las gracias más preciadas que Dios puede darles a sus hijos. Podríamos agregar, si nos atreviéramos, que esa gracia suele ser concedida —si lo es—sobre todo (o quizá únicamente) en la juventud; ese “riesgo bendito” de otro cura rural, aquel de R. Bresson.

Fue entonces que tuve yo la fortuna de conocer a Pedro Granados, en ese momento de la vida que otro personaje ficticio —una estudiante algo intrascendente de una película de Éric Rohmer—[2] considera sabiamente como “quizá el más importante: aquel en el que uno se desprende de sus influencias del pasado y en el que su personalidad finalmente se define”.

Venido de la sierra, de las barriadas, de la guerra, de la precariedad y del abandono —pero siempre cobijado por el amor de las madres del Perú—, encontré, pues, a Granados; muy probablemente el más memorable profesor que tuviera la suerte de encontrar en mis primeros años de estudiante universitario de primera generación. Pocas manos más sinceras y honestas, aquel joven maltrecho habría podido encontrar en ese refugio semiabierto, en ese oasis efímero del Perú de los noventa: “el lugar más triste del mundo era la playa de estacionamiento de la Facultad de Letras de la Pontificia Universidad Católica del Perú”. Fue, además, a la vista de esa palabra y esa mano tendida que aquel capellán en resentido peregrinaje —de las avenidas polvorientas con dementes abandonados hurgando en la basura de Carabayllo a los jardines con venados paseándose lánguidamente entre los rosales de Pando— concibiera y osara, por primera vez, publicar lo que escribía.

Pero aquella gracia inesperada provenía no solo de su pluma —sus poemarios y novelas como inversiones de su a veces intrincada ensayística—; sino también de su lúcida palabra y su vital enjundia. Fueron estas sobre todo las que encandilaron y deslumbraron, hace ya más de un cuarto de siglo, a aquel Nadja limeño y oscuro que, desde entonces, decidió no perder de vista nunca a Pedro Granados.

Ahora bien, el libro que el lector tiene en sus manos mantiene aquella gracia y aquella promesa. Las mantiene intactas, pues, como la del Arguedas que evoca en sus páginas, la de Granados es también una —nunca más necesaria que en los tiempos actuales— “mirada vagabunda”.[3] Su siempre difícil y suicida ejercicio de la libertad frente a un mundo —el de sus colegas coetáneos y connacionales— escandalosamente fosilizado (si no, como reza alguno de sus poemas, de meros ganapanes) bien lo demuestra. El espíritu autónomo de estas reflexiones de Pedro Granados, de sus referencias explícitas y de la sensibilidad que las anima, así lo prueban.

Tal fue y es, en el fondo, su ejemplo y herencia: casi una arenga para aquellos que no pueden sino aparecer desenfocados en los lentes de las cámaras autorizadas, un oasis para aquellos a quienes su naufragio en las borrascas de las miserias sureñas no terminaron de convencerlos de asir cualquier cuerda que prometiera, a cualquier precio, sacarlos a flote; en suma, un refugio improbable en medio de las ruinas que la violencia no ha cesado de acrecentar. Un violencia, de hecho, que estos versos retratan íntimamente:

La violencia existió siempre,

pero también existimos nosotros.

La violencia sin todas las variables en la palma de la mano,

justo así como nosotros y como cada uno de ustedes.

La violencia que no controla todo, que felizmente no sabe

lo que sus hijos piensan. La violencia temerosa del futuro

y de las calles tan violentas. La pudorosa violencia que no llama

a las cosas por su nombre, que no se atreve a amar.

La violencia con sus males de ojo. Con su tarde o temprano.

Porque largo la hemos mirado y le hemos sobrevivido.

Porque largo le hemos dado a comer directamente de la mano

y conocemos su hendidura, su hedor, aquello que la hace más feliz.

Por eso pendeja (en peruano) nos reconoce y nos teme,

y se está aquí cerrándonos las piernas. Tal como si no

supiéramos,

ya de sobra.

Tal como si hubiéramos olvidado.[4]

No desfallecer, pues, bajo el peso de la miseria. No quedarse agazapado frente a la sombra de su violencia. Todo lo contrario. Es decir, si alguna salida honrosa hubiera para los linajes de esclavos, es la de la osadía y el lujo, la del lujo y la osadía, intelectuales y, ya puestos a ello, poéticos. El presente libro sobre Vallejo —aquel a quien algunos jóvenes de Carabayllo, Canto Grande o Villa el Salvador todavía podíamos darnos el lujo de admirar incluso desde la novísima aventura limeña que nos veíamos obligados a emprender—, su tenacidad reflexiva, su explosión de conexiones y exploraciones —incluyendo recientes propuestas analíticas y dispositivos políticos genialmente lanzados desde Sudamérica tales como el multinaturalismo—, así lo demuestran.

Al leer la poesía de Vallejo nos constituimos o tomamos consciencia de ser “huacas” también nosotros mismos.  Y, a imitación del poeta, encontramos el motivo para educar y educarnos alrededor de esta multinaturalista e intensa invitación del Sol y también de esta poesía. Una suerte de honda alegría y autoestima amerindia, no menos mundial, por la “línea de mira compartida”.

Por momentos, verá el lector, sus osadías pueden tornarse odiseas. En estas páginas se despliega un conocimiento íntimo de la obra de Vallejo; y se la coteja, honestamente, no solo con la de otros emblemas de nuestra América (como Arguedas y sus titubeos) sino también con el todavía insondable mundo amerindio (asediado desde las versiones andinas del perspectivismo o del estructuralismo). Estas páginas muestran bien cómo tales osadías del pensamiento pueden exigir verdaderas odiseas de la escritura en pos de un lenguaje nuevo. Algo de ello está ya en una de las respuestas de Granados a aquel interrogatorio al que generosamente se sometiera mientras, en una de mis involuntarias huidas, merodeaba yo algo apesadumbrado entre los canales de Leiden. Aquí, por ejemplo, recordando a su hermano obrero:

…cada vez que le exponía cosas demasiado articuladas él decía que no me entendía; pero una vez que fragmentaba mi discurso y liberaba mi lenguaje valiéndome de onomatopeyas y de glosolalias, se le iluminaba el rostro y decía que me entendía perfectamente. “Sellones”, era el epíteto con que motejaba literalmente a toda la sociedad; es decir, adocenados, domesticados y predecibles.[5]

Y puede entonces uno preguntarse: ¿A dónde nos conduce, finalmente, la tenacidad de Pedro Granados? Dejemos que cada lector lo decida al enfrentarse a estas páginas. Claro, ojalá, en este terriblemente desigual Perú, osar por la autonomía —sin venir ni beber de sus también terriblemente ignorantes élites— no significara todavía el silenciamiento gratuito, inexorable, apabullante. Pero aun si lo fuera por muchas más décadas (y masacres y mentiras); en todo caso, obras como la de Pedro Granados nos muestran que, al fin y al cabo, bien vale la pena osar así.

Powiśle, verano de 2021

[1] “Peruano brujo: Interrogatorio a Pedro Granados o digresiones entre un poeta (en Lima) y un antropólogo (en Leiden)”, 2008, Pedro Granados & Juan Javier Rivera Andía. URL: https://triplov.com/Agulha-Revista-de-Cultura/2008/Pedro-Granados/index.htm

[2] “Nadja à Paris” (1964).

[3] Alejandro Ortiz Rescaniere (2002): “Una mirada vagabunda. Vigencia de la antropología de Arguedas”. Anthropologica 20: 13-18. URL: http://revistas.pucp.edu.pe/index.php/anthropologica/article/view/394/389

[4] De: “El corazón y la escritura” (Lima: Fondo Editorial Banco Central de Reserva del Perú, 1996).

[5] Ver nota 1.

*Juan Javier Rivera Andía, mi antiguo exalumno de EE.GG . Letras de la PUCP, y mi actual maestro;  de cuando era un TPA de allí.  Aunque, valgan verdades, siempre he sido un “Trabajador a Tiempo Parcial” de las varias  universidades en las que he reincidido, bastante tiempo y por varias partes por el mundo.  Hace un par de años solicite a Javier, también lo hice a Amálio Pinheiro, unas palabras para la presentación de un libro de ensayos, “César Vallejo: Sol donde no hay Sol”; pero como la cosa se alarga demasiado o, incluso, acaso ya no se publique como tal (sino como otra cosa y con otro título), procedo a publicar aquel “Epílogo” (el “Prólogo” corresponde a Amálio Pinheiro, y pronto  aparecerá también en este blog).  Vaya nuestra gratitud a ambos por su solidaridad y gentileza.

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