Convalecencia/ Paranaländer*

No es tan fácil, mi querido rumano, dejar de pensar, me quedan muchos vicios, restos de aporías frívolas, largas sombras de dudas intrascendentes proyectadas sobre los muros del día: ¿Tupa miri debe ser traducido como pequeño dios, diosito o semi-dios? ¿Mobutu, privilegiando el lingala antes que el francés, influyó que llegará a la composición de mil canciones el Hechicero de la guitarra: Franco? ¿Terminó el autentical indie rock (“Fuck and run”) con el embarazo de Liz Phair? Los haikus de Sologuren -como ese que graba mi memoria destruida por la plaga “Nada me apura/la página en blanco/ rezas sus soles de muchacha”- son mejores que los de Silva Santisteban: “Corre el río en el sueño/eres mi pensamiento/ señora magnolia”? ¿Es el ser del signore Vattimo -ese filósofo hoy olvidado con merecimientos- más una boleta de ANDE que hay que pagar en tiempo antes que el vacío delirante de los espacios estrellados sobre mi cabeza inmoral?

Convalecencia

Paranaländer, como un discépolo de Sais, viaja ahora en busca de sí en las lejanas y silenciosas tierras de la escritura meditativa, caminata mental que quizás lo reconcilie con sus achaques.

Nunca antes hubiera pensado que un acto tan maquinal e inconsciente como caminar, aplastando el empedrado con el champión chino, magullándose los callos de Houdini, requiriera los buenos oficios de tantas y infinitesimales colaboraciones para salir airoso en su faena al final hercúlea.

Caminar -me estaba dando cuenta  de a poco,  que caminar por las accidentadas calles de mi barrio lambareño- era equivalente a crear un universo. Iniciar una genealogía, desencadenar la tormenta eléctrica de una usina.

En mi condición de inválido, incluso la cojera coronada con la elegancia hipster de un bastón me era apetecible.

Mi utopía, caminar y dejar de pensar.  Podría incluso, como un personaje desequilibrado de Tarkovski, rezar y prometer que si al fin volvía a caminar como antes dejaría de pensar, de cuestionar cualquier brizna verdosa de la existencia. De sopetón, terminaba coincidiendo con Ionesco el resignado.

Prometería incluso dejar de leer tantas zonceras, o esperar cosas del día más allá de su rutina deslumbrante, o realizar actos que en otras circunstancias me serían altamente vergonzosos y humillantes: ver cine sudamericano, ir al teatro, bailar, no desear lujuriosamente comer mbuyape, no buscar tararear la vida como un maravilloso mburemburé.

“Paso” -mientras- el día así: sin pensar y queriendo cumplir las ensoñaciones de un caminante solitario por los empedrados anfractuosos de Lambaré.

No es tan fácil, mi querido rumano, dejar de pensar, me quedan muchos vicios, restos de aporías frívolas, largas sombras de dudas intrascendentes proyectadas sobre los muros del día: ¿Tupa miri debe ser traducido como pequeño dios, diosito o semi-dios? ¿Mobutu, privilegiando el lingala antes que el francés, influyó que llegará a la composición de mil canciones el Hechicero de la guitarra: Franco? ¿Terminó el autentical indie rock (“Fuck and run”) con el embarazo de Liz Phair? Los haikus de Sologuren -como ese que graba mi memoria destruida por la plaga “Nada me apura/la página en blanco/ rezas sus soles de muchacha”- son mejores que los de Silva Santisteban: “Corre el río en el sueño/eres mi pensamiento/ señora magnolia”? ¿Es el ser del signore Vattimo -ese filósofo hoy olvidado con merecimientos- más una boleta de ANDE que hay que pagar en tiempo antes que el vacío delirante de los espacios estrellados sobre mi cabeza inmoral?

Son las 22: 46 pm. Probaré, mañana, nuevamente usurpar las calles de mi vecindad autóctona. Sobrellevando el dolor con poco estoicismo y mucho plagueo de perro viejo.

Amargandome a cada pasito, bufando a cada saltito, maldiciendo a cada piedra del camino intransitable para un convaleciente como yo entregado al capricho y la niñería ionesquiana.

Volver, lento regreso, convalecencia incompleta, vulnerabilidad infinita  a flor de piel, humor negro, cafard, colgado como un cartelito de “soy extraterretre caído de un agujero negro necesito unas calderillas para asimilar este locus absurdum” del cuello agobiado y vencido.

Demasiado sobrio para dormir todo el santo día hasta que los cacodemones aflojen el mal karma que me han asignado sádicamente, me quedo acorralado aquí, en esta prisión  de la escritura que siempre he preferido mantener  a raya, en dosis leves y homeopáticas, un aforismo por día, un poema por año, una obra maestra inacabada en la vida quizás.

Llenar, eso sí, de glosas ilegibles y escolios encriptados los huecos de los libros leídos o a punto de leer.

Macedonio (o Sterne antes incluso)  reduce la literatura (y la vida) a un proceso involutivo, entrópico, de repliegue y reculamiento progresivos hacia el pie de su cuerpo, último torreón de defensa de su pobre y abatido teko asy. Su Cerro Corá es su pie, uno solo, pues es monópodo como el Dagobero de Murena.

En mi caso, en que literatura y vida van o atacan por vías distintas, paralelas, y nunca se tocarán en el infinito, por suerte, la vida es el reculamiento de la escritura a la felicidad de los pies creados para una sana y casta caminata la lambareña. Y viceversa, en suma, la escritura es solo episodio, descanso, tregua de la primogénita y donosa caminata.

A Cristino Bogado —uno de los poetas latinoamericanos más singulares por el despliegue barroco de su poesía transfronteriza— le da pereza moverse de Lambaré, una ciudad situada a orillas del río Paraguay. Como diría él mismo: “tranquila, rural, con la soundtrack eterna de los pájaros mañaneros”.

En el delirio del encierro pandémico ha escrito Poema Rendy, un carnaval referencial, semántico y rítmico, una poema (Cristino dixit) de largo aliento, irónica, sexual, idílica… un mix subversivo que atenta contra el purismo cultural y la delimitación lingüística.

*Paranaländer seudónimo de Cristino Bogado (Asunción, Paraguay, 1967).  Novelista y poeta.  Gestiona las editoriales independientes Jakembó y Felicita cartonera.

 

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