Sumaria historia ontológica de un siglo de poesía peruana

Entre Manuel González Prada, el cual quiso escribir poesía europea, y José María Eguren, quien en el Perú por primera vez aquello lograra, y César Vallejo que la hizo más bien amerindia; en términos de la historia de la China, han pasado veinticuatro horas: de Minúsculas (1901) a Trilce (1922).  Y eso fue todo.  Es decir, de escindidos entre la política y la belleza e intentar refugiarnos de cola en un piano; andar hechizados ante un paisaje que sí es el nuestro, pero no se acepta como tal y se le empastela sobre un cuento de hadas; y vernos y reconocernos apuñalados por la estela del sol de Trilce; pero si todo esto ha sucedido ayer nomás.   ¿Sin embargo, estamos ya en 2022 y no ha sucedido más nada?  Bueno, algo más ha pasado y rapidísimo allí mismo también se ha quedado.    Primero, que la poesía no la hacen los gremios, desde Colónida hasta Hora Zero o Kloaka o la Generación Nutella (mil disculpas, esto es en España); hay siempre algún zambito por ahí que se vale del grupete para trepar en los medios o en la cátedra, da exactamente lo mismo.  Es más de lo usual, el yo-yo con afeites populistas o no; con auténticos o impostados arrestos parricidas o no; con ganas de largarse de una vez de este país o no.  Desde que las universidades, antes los “buenos” colegios, nos entrenaran únicamente para una política menor (inmediata, arribista, angurrienta o incluso “reivindicativa”), menores también han sido nuestras relaciones y metas con la cultura y, obvio, no menos con la flor del pensamiento que es siempre la poesía (Martí dixit).   Segundo, mil disculpas otra vez, pero de esto hablaremos mejor otro día chino; es decir.

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