Poética del Conde/ Basilio Belliard

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A Pedro Peix, in memoriam

Teatro de la palabra y la memoria, El Conde es único y múltiple: cambia de un día para otro, en un abrir y cerrar de ojos. Su rostro es móvil y su máscara fugaz. Es historia y presente de la epopeya cotidiana capitaleña. Renace y vive a la sombra de sus ágiles transeúntes, azorados turistas y despabilados lugareños. Desde Paco´s hasta el “Palacio de la Equizofrenia”, desde la Puerta de El Conde heroica hasta Las Damas, El Conde peatonal es la vena que atraviesa el centro del corazón del casco histórico, ese conjunto arquitectónico, donde cohabitan las ruinas monumentales del pasado colonial con los aires de la modernidad.

En los años setenta se puso de moda el verbo “condear” para referirse a caminar de arriba a abajo de El Conde. Este verbo lo encarnó, hasta hace poco, Danilo Lasosé, Conde arriba y Conde abajo, en un ejercicio delirante del pensamiento, que define la filosofía en tanto pensamiento que se camina: la filosofía como caminata (Hugo Verani estudió en Octavio Paz el “poema como caminata”, como una poética del arte de caminar).

Después de su peatonización, a mediados de los ochenta, El Conde devino espacio bautismal para los artistas y poetas que sentían en su respiración el aire de familia de la consagración por los caminos del arte y la palabra. Un amigo me dijo, en una ocasión, en el “Palacio de la Equizofrenia”, que él tenía derecho de hablar sobre literatura por sus años visitando ese lugar, este templo de la imaginación consagratoria, pues, según él, la sabiduría se pega –al parecer- por ósmosis.

Ruta para arribar a las reuniones sabatinas del taller literario César Vallejo en los años 80 y 90, o la “Noche en Grande con la Poesía”, espacio sabatino-nocturno animado por Joel Almonó, en el Hostal Nicolás de Ovando, o las tertulias de Juan Bosch y Pedro Mir de Verónica Sención, o las amenizadas por el fenecido Carlos Gómez Doorly, con su grupo Cacibajagua, en la Casa Universitaria de la Cultura, o los lunes de Víctor Villegas, en el Colegio de Artistas Plásticos, hasta hace poco. Así las cosas: el Conde pintado por José Cestero, poetizado por René del Risco, padecido por Luis Alfredo Torres, o caminado por Franklin Mieses Burgos, para quien El Conde era el país y la ciudad colonial, el mundo. El Conde es lecho de pordioseros y perros realengos; refugio de beodos, proxenetas, prostitutas y saltimbanquis; amén de ser destino siniestro, también es receptáculo de la inspiración y el bostezo del hastío y la salvación espiritual: El Conde cura y enferma. Hoy, minado de Gift Shops, artesanías, tiendas, cafés, restaurantes y bares, parece asistir al preámbulo de su resurrección con la apertura de nuevos cafés, hoteles boutiques y el asalto de grupos musicales que hacen más respirable su ecología fantástica, al llenar de melodías y voces su tiempo vespertino y nocturnal. El Conde es, pues, un carnaval permanente de lo sagrado y lo profano: para el viajero y el sedentario, el pobre y el rico, el blanco y el negro, el jabao y el mulato; los “viejos verdes” con las amantes impúberes, el marido negro con la esposa blanca, el novio viejo con la novia joven; el nómada voyerista y el turista embelesado, todas las clases sociales conviven y danzan al unísono, tal y como estudió el carnaval Mihail Bajtin, en tanto fenómeno de la cultura popular medieval, la única fiesta donde se dan la mano los de arriba y los de abajo. El Conde espanta y seduce a los provincianos alelados y a los “campitaleños” –donde sus personajes son fantasmas, como lo describe sórdidamente Pedro Peix, en su libro de cuentos El fantasma de la calle El Conde.

Esta calle es espacio donde el caminante construye un discurso de la cotidianidad; también la morada en la que el paseante citadino, el sujeto urbano, deja su huella con su andadura, puebla la escena con sus “ritos de pasos”, en una alienación de la vida social, que perturba o enferma la voluntad del espíritu -y que nos recuerda a Oscar Gil Díaz, fumando en un estado de desesperación, que lo llevó a la muerte por cáncer, y ahogado en alcohol. Sujetos flotantes en la ciudad colonial, multitudes anónimas que deambulan en la fugacidad vertiginosa del hastío, estos paseantes sin rumbo han decorado históricamente la calle El Conde, desde la angustia existencial y la paranoia nerviosa. Pasarela de la vanidad corporal, para el “condeador”, su religión es el ocio, y su altar, la calle El Conde, donde sus fantasmas personificados ofician sus ritos sacramentales, alimentados por la mirada embelesada, mórbida y placentera, o embriagados de melancolía y placer. Paraíso de la lascivia y la coquetería femenina, el tumbao y el tongoneo, huerto donde pastan los flaneurs -a la francesa, pero en versión criolla-, aplatanados al Caribe mirón y escuchón, estos seres urbanos de la cotidianidad capitaleña escriben, con sus ritos y sus actos, la historia del presente. El Conde es un estilo de vida. Hay quienes se enferman si no lo visitan diariamente. El poeta Víctor Villegas confesaba tener más de sesenta años visitándolo todos los días del mundo. Antes de morir pidió que lo pasearan por el parque Colón.

Otrora refugio secreto de poetas y artistas durante la dictadura de Trujillo -que tenían que hablar en una jerga para no ser delatados por los calieses-, la Cafetera El Conde fue el laberinto que cobijó a todas las generaciones de escritores desde Vigil Díaz hasta Moreno Jimenes, desde los Sorprendidos hasta los Cuarentayochistas.

Es emblemática la foto de El Conde con 19 de marzo de la Generación del 60, o las fotos de Caamaño desfilando por El Conde con sus adláteres, en los días de la ciudad sitiada durante la gesta de abril del 65. Imágenes en movimiento captadas por Milvio Pérez o Thimo Pimentel, Conrado el austriaco o Valentín Pérez Terrero, las fotos de El Conde y la ciudad colonial conforman un testimonio documental de la vida cotidiana dominicana capitaleña, que nos permiten descubrir los estilos de vida de los pueblerinos. Así de simple: evoco las tardes y las noches noventistas en las tertulias del pos-taller César Vallejo, o diariamente, en el “Palacio de la Equizofrenia”, en la etapa del iluminado Fernando Vargas, mentor de una generación de estudiantes uasdianos, con su pipa curva o recta, y su capa, a lo Sherlock Holmes, adoctrinándonos con sus conocimientos infinitos de autores y artistas europeos, norteamericanos y asiáticos. O la peña de historiadores animada por Chito Henríquez, día y noche, como un ritual cotidiano de la memoria histórica, de nostálgicos antitrujillistas. Muchos de los personajes emblemáticos ya no están; otros aún perviven, merodeando un pasado egregio, o recordando días heroicos, que se confunden entre las brumas de la melancolía y el olor de la historia. Leyendas y anécdotas permean la memoria de esta calle, que se resiste a morir frente a las ruedas del porvenir, en razón del peso moral, histórico y mítico que representa para nuestra epopeya social. Quien la conoce, disfruta y padece traza una cartografía espiritual, y capta los latidos de la ciudad intramuros, como aquellos novelistas que la han tomado como personaje.

Tomado de Hoy digital.

Puntuación: 5 / Votos: 1

Comentarios

  1. Maria del C. Ramirez escribió:

    Felicidades al poeta Basilio Belliard, por esta reseña tan bien lograda de la emblemática calle El Conde. Con el ella logra un retrato integral, estético, poético, sociológico, psicológico, histórico, filosófico y … de este espacio donde se sintetiza la paradógica cotidianidad local e internacional.

  2. Pilar Pujols Penn escribió:

    Está de antología esa descripción de la histórica calle El Conde y su gente.Logro periodístico literario de Basilio Belliard.

  3. Grisel escribió:

    Una descripción bella, prolija y abarcadora de El Conde, donde relucen todos sus matices y asoman sus personajes. Una vivaz estampa del realismo mágico que allí se manifiesta, con imperecedero encanto. Sin duda, mi calle favorita de Santo Domingo, pese a la retorcida decadencia que la arropa y no…con el encanto de lo equívoco. Hace 30 años, mi esposo no entendía que me perdiera por horas recorriendo sus peatonales adoquines…no lo entiende aún…

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