Felisberto Hernández: Mágica historia de amor/ Ana María Battistozzi

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Entre 1935 y 1937 la artista uruguaya Amalia Nieto escribió más de cien cartas a su enamorado, el músico y escritor itinerante Felisberto Hernández, quien recorría pueblos del interior de Uruguay ofreciendo conciertos de piano. Fray Bentos, Rivera, Rocha, Uruguayana, eran las escalas de sus giras y su repertorio varias piezas de su autoría y sobre todo los tres movimientos del ballet Petrouchka, transcriptos para piano por el propio Stravinsky para Arturo Rubinstein.

Amalia, que lo llegó a acompañar algunas veces, siguió la mayor parte de esas giras desde Montevideo, esperando sus noticias y deslizando en sus respuestas unos pequeños dibujos y acuarelas de colores vibrantes, rojos, azules, verdes y amarillos. La correspondencia de cartas e ideas entre ambos durante estos años fue tan intensa que constituye un capítulo por sí mismo en la agitada vida de ambos y, como tal, ha sido tomado por la muestra Cartas a Felisberto, que abrió el sábado pasado en la galería Jorge Mara – La Ruche. El punto inaugural de este acontecimiento fue un concierto de piano de piezas de Felisberto que interpretó su nieto, el también pianista Sergio Elena Hernández. El mismo se encargó de reconstruir también la sintonía afectiva y creativa que enlazó al escritor pianista y la pintora, a través de cruces de signos musicales y plásticos, muchas invenciones y, sobre todo, un gran entusiasmo ante una realidad disparatada que no los sorprendía.

Desde Uruguayana, Felisberto describía una de estas veladas y el clima que volcará más tarde en sus cuentos. “El teatro –la entrada era gratis, claro– se iba llenando de gente que nunca había visto un piano. Después de Petrouchka aplaudieron como animales; pero de pronto, como siempre el indiscreto maquinista prendió las luces y, con la costumbre del cine, todos se levantaron de golpe. Los jovenzuelos al salir reaccionaban de tanta quietud y querían imitar las locuras de Petrouchka, uno silbaba imitando el glissado final…” Justamente él, que en su juventud se había ganado la vida acompañando con su piano el ritmo quebrado del cine mudo, no tenía de qué sorprenderse: la llegada del cine y la música de vanguardia a los pueblos, debe haber provocado la misma fascinación que el circo ligado a Petrouchka. Mezcla de juguete y autómata trágica, la figura de la pequeña heroína rusa actuó de nexo en esta historia de amor y complicidades estéticas que acaso podríamos llamar “Stravinsky en Tacuarembó”, un título que hubiera cerrado perfectamente con las situaciones que apasionaron al autor de “Nadie encendía las lámparas”.

Justamente en el prólogo a la edición italiana de este texto, Italo Calvino refiere a esa experiencia de músico trashumante como el origen de sus relatos: “Las aventuras de un pianista discutido, cuyo sentido de lo cómico transfigura la amargura de una vida amasada de descalabros” .

Así, de un lado Felisberto, con su escritura, sus partituras y su frondosa historia afectiva en cierne y del otro, Amalia, la joven discípula de Torres García, con sus dibujos y acuarelas “de carácter emotivo geométrico” como las llamó Sergio Elena Hernández, se plantan en el centro de esta muestra. Sin duda la figura de Felisberto es tan potente que existe la tentación de quedar prendado de ella; sobre todo por la especial fascinación que ejerce su empresa vanguardista por pueblos perdidos del interior. Pero lo cierto es que la participación de Amalia en esta aventura creativa a cuatro manos no fue menor. Y en ese sentido los ensayos del nieto y la nieta política Claudia Cerminatti, incluidos en el espléndido catálogo que editó la galería para esta ocasión, se encargan de hacerle justicia a ambos, detallando y describiendo la contribución de cada uno y el frondoso repertorio de complicidades que los ligó.

A los 27 años, Amalia fue una de los pocos artistas que Joaquín Torres García aceptó en los selectos cursos de “abstracción y universalismo constructivo” que el maestro empezó a dictar, no bien regresó a Uruguay en 1934, tras la prolongada estadía en Europa que lo ligó a los movimientos de vanguardia. Antes, en París, Amalia había estudiado en la Grande Chaumière y la Academia de André Lhotte, el gran maestro que formó a gran parte de los artistas latinoamericanos que pasaron por allí.

Todo el mundo coincide y antes que nadie los propios Amalia y Felisberto, que fue bajo el influjo de las enseñanzas de Torres que nacieron los dibujos que Amalia realizó en las cuartillas de la correspondencia que remitía a Felisberto. “El (por Torres García) fue el demiurgo que inició a Amalia en los misterios de la geometría interna”, sostiene Sergio Elena Hernández. Con todo, Felisberto advirtió sutilmente y desde temprano las diferencias: “Te diré que ese comentario me incita más al Torres tuyo que al de él, porque aunque tú repites las mismas palabras en ti tienen otras sugerencias, le escribía en mayo de 1935, señalando la distancia que percibía entre las enseñanzas de Torres y lo que mostraban las imágenes que les llegaban en su correspondencia.

No cabe duda que las pequeñas figuras sobre papel que integran las diferentes series de esta muestra poseen la gracia de lo espontáneo y una agilidad que no tiene el resto de la obra de Amalia de la misma época, más estructurada en función de los arquetipos del “universalismo constructivo” . Curiosa y delicadamente extirpados, de las cartas por la propia Amalia en una singular operación estético-emocional, que la artista realizó al concluir la relación, –otra mujer se hubiera lanzado a llorar sobre ellas y finalmente las hubiera hecho añicos– esos fragmentos lucen como coloridas papirolas, en ciertos casos más próximos al constructivismo ruso en la línea del Malevitch de 1911-13 que vuelve en el 30, que al estatismo de Torres.

El mapa de genealogías que traza el texto de Sergio Elena Hernández devela, entre otras cosas, la insistencia de la propia Amalia para que Felisberto incorporara Petrouchka, la música del ballet que ella había visto en París y él introdujo en su repertorio en 1935. Uno no puede dejar de imaginar la ironía del pianista paseando a Stravinsky por el país de aquellos años, que tras el golpe conservador de Gabriel Terra, había roto relaciones con la URSS y se aliaba con Hitler y Mussolini.

En ese contexto nacen los dibujos que el nieto de Amalia y Felisberto denominó “Petrouchkos” y constituyen la parte central de esta exhibición: payasos, bailarinas, trapecistas, músicos o equilibristas montados en una rueda que recrean el universo mágico del circo en fragmentos de color. A estos “distinguidos componentes personajes, que contribuyen a conformar un verdadero “microcosmos petrouchko”, Sergio Elena Hernández sugiere sumar la imagen del propio Felisberto “extrapolado como circo de sí mismo”.

Pero curiosamente, cuando Amalia pinta su Homenaje a Felisberto en 1936, no pareciera reflejar esa imagen. Esa pieza, una de las pocas estructuras de madera tallada y pintada al óleo que integran la muestra, se compone a partir de una serie de formas arquetípicas estables, que parecieran referir más al estricto pensamiento de Torres García que al dislocado espíritu de Felisberto. Con todo, fue durante los años en que tuvo lugar esa relación amorosa, que Amalia Nieto se familiarizó con los principios del universalismo constructivo que se proponían rescatar “en las cosmogonías americanas prehispánicas y grecolatinas, formas que expresaban ideas y estructuras universales” . Pareciera comprensible entonces que Amalia se permitiera otras libertades en la intimidad de su vínculo con él. Licencias evidentes en la serie de caballitos, estrellas, figuras dobles y peces, desarticulados en planos, que desliza en sus cartas a Felisberto. Pero ¿cómo llegó a imbricar todo esto con la música y las imágenes de Petrouchka? ¿Cuánto debió alejarse de la estricta estética de Torres García para poder expresar el dinamismo inacabado de estos dibujos?

Una de las cuestiones más interesantes que aporta el texto de Sergio Elena Hernández en el catálogo, –que incluye además otros del propio Felisberto, de Cortázar, Italo Calvino, Torres García y Claudia Cerminatti–, es el rastreo de complicidades en las actitudes creativas de ambos.

Mientras Felisberto, como pianista de cine mudo, le ponía sonidos a la pantalla, Amalia ponía sus dibujos sobre las cartas que dirige a Felisberto. Hay también intereses compartidos en cuestiones relativas al ritmo, el contrapunto y el movimiento que aparece tanto en los dibujos-textos de Amalia como en las composiciones de Felisberto. Por caso, en Negros, de 1935, que ha sido considerada su caballito de batalla. Inspirada en el ritmo de los tamboriles Felisberto usó allí un tipo de acordes que llamó “aplastados” . La designación misma es, según Elena Hernández, una “notable imagen plástica concebida, al igual que los Petrouchkos, en la necesidad de buscar un alfabeto propio”. Puesto a rastrear complicidades, las asociaciones se multiplican en espiral. Básicamente se sitúan todas en la relación entre imagen plástica y música, que por otro lado sobrevoló las abundantes reflexiones que rodearon a la abstracción en la primera mitad del siglo, entre ellas las de Kandinsky y Klee.

Felisberto y Amalia se habían conocido en las tertulias musicales que realizaba en su casa el filósofo uruguayo Carlos Vaz Ferreira. La relación comenzó en 1935, cuando ella recién había vuelto de una rica experiencia en París y él todavía no se había divorciado de su primera mujer, María Isabel Guerra. Se casaron en 1937, pero ya desde un año antes Amalia empezó a acompañarlo en sus legendarias giras. De esas veladas procede la entrañable anécdota de ella, discretamente parada, junto a uno de esos destartalados pianos en los que él tocaba, con la misión de levantar las teclas cuando el raído mecanismo, por sí mismo no lo hacía. Y cuando, tras haberse curtido en estas presentaciones Felisberto llegó con Petrouchka al Teatro del Pueblo de Buenos Aires en 1939, Amalia diseñó el afiche para ese concierto de su marido en nuestro país. Las figuras del circo, caras a la estética del constructivismo modernista que tuvo su contrapartida en la música de Stravinsky, habían aparecido mucho antes y habían sido festejadas por Felisberto en una carta de 1936, que escribió desde Rocha: “No lo he tomado como afiche porque me refiere a la entrada de un espíritu cosa que nunca se hizo en el mundo, fue lo más fantástico… Te diré que todo lo que hay en este cuadro me parece algo así como objeto de dioses”.

Hernández Básico

Montevideo, 1902. Buenos Aires, 1964. Escritor y músico

Es considerado uno de los grandes escritores de la literatura fantástica latinoamericana –de acuerdo con Julio Cortázar, Juan José Saer e Italo Calvino–. Autor de El caballo perdido (1943), Nadie encendía las lámparas (1947) y Las hortensias (1949), entre otros relatos que andan por el absurdo, la autobiografía y la fantasmagoría. Sobre esos textos, él dijo: “Yo he deseado no mover más los recuerdos y he preferido que ellos durmieran, pero ellos han soñado”. Tuvo ocho esposas y cada una de ellas contribuyó y alimentó a la leyenda que hoy es el autor. Amalia Nieto fue la segunda, y autora de los dibujos que acompañaron las cartas de amor que ahora se exhiben.

© Clarín

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