Juvenal Agüero en Bolivia

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En Santa Cruz de la Sierra, por los meses que van de Febrero a Noviembre de 1994, Juvenal Agüero trabajó al lado del psiquiatra más importante de Bolivia; psiquiatra y empresario, para ser más precisos. Fue en el marco de un sincero propósito para procurar instalarse de nuevo en Latinoamérica. Juvenal dejó inconclusos sus estudios del doctorado en una AB League norteamericana y, por cierta amistad que tenía con una señora cruceña que había conocido en un viaje anterior, se decidió por Bolivia antes que por el Bajo Perú. La verdad de la milanesa es que después de vivir cinco años seguidos en el país del norte y perder a Ramsa, el único y real estímulo que lo mantenía allí vivo, sufrió un shock cultural tan agudo que el solo hecho de escuchar hablar en inglés lo crispaba y le producía insoportables migrañas. Juvenal Agüero sujetó el timón de su existencia, pues, y se vino a trabajar de profesor de literatura en una escuela privada de la que era director aquel polifacético médico.

Apegado a una vida muy simple y casi pueblerina, a la que agregaban algo de color sus amores con aquella cruceña, Juvenal era feliz desintoxicándose allí, saboreando las masitas cambas, bebiendo a cada momento su vaso de mocochinchi. El peruano era bueno para comer de todo, para apreciar el detalle de las más variadas comidas; asimismo, de las más disímiles mujeres. A cada rato entraba en estado de contemplación, si no eran aquellas nalgas macilentas, eran los ojos; si no era el contorno de una boca, eran las vulvas elocuentes que, a través de las telas finas, se debatían en tan intenso calor. En Santa Cruz de la Sierra se vive en estado de chucha, así se lo había hecho saber otro peruano, muy mal hablado, que conoció apenas cruzada la frontera camino a La Paz. Pero Mabel, la de los destemplados gritos, fue sin lugar a dudas su único y fiel amor. Ella elegía siempre Il Cuore, motel caro y harto presuntuoso en su decoración, pero donde uno sentía, en toda aquella ciudad de expansión constante, que estaba libre de mirones; en más de una oportunidad, en otros moteles, y a pesar de la tenue luz, Juvenal siempre sospechó que los estaban espiando: detrás de las cortinas que daban a la calle alguien cuchicheaba, el torno que comunicaba con la habitación repentinamente se movía; es que aquellos estruendosos alaridos volvían fisgón hasta al más impasible espejo del cieloraso.
-¡Mío, mío, mío, mío! ¡Papá, papá, papá, papá!, era la cantaleta, y luego los chillidos de un parto. Maravillosa Mabel, a su modo –íntimo y ruidoso– ella se rebelaba contra su cargo de eficiente administradora de los bienes públicos, de madre superresponsable, y de adulta; con los ojos cerrados, cuando no estaba pegando de gritos, sus labios dibujaban el mohín del deleite infantil. Mas, Juvenal no amaba a Mabel, y ésta tampoco amaba al peruano; lo que hubo entre ellos fue algo así como un pacto de no agresión, un acuerdo de límites, un poner en práctica la ley del buen vecino; sobre todo en una ciudad donde él era un extranjero descolorido y, felizmente no, un boliviano que no fuera cruceño. Gente reservada, pero amabilísima, los cruceños –que se sienten invadidos por todo el resto de Bolivia y hasta usurpados por el gobierno central– son harto racistas, no aceptan a quechuas ni aymaras (la mayoría de habitantes de aquel país), tampoco a sus propios indígenas, y en esta esquizofrenia viven aunque finalmente o felizmente son poquísimos; la mayoría de los que mueven la economía de Santa Cruz de la Sierra son, más bien, fornidos mestizos cambas –hombres y mujeres–, y donde la fama de la belleza de éstas ya ha trascendido, con muy justa razón, el caliente ámbito de ese territorio.
En Bolivia, asimismo, Juvenal conocería una legión de compatriotas, entre estos muchos jóvenes profesionales que, hartos de la guerra y sin reales perspectivas de trabajo, habían subido hasta Bolivia para intentar revertir su mala suerte. Mas, sin sorpresa se enteró también que, por ejemplo en Cochabamba, los peruanos habían adquirido fama de brujos. Prueba de ello fue que a Juvenal mismo, al cual en son de broma una pareja de amigos lo presentó como diestro curandero, le tocó rechazar la oferta de un desgraciado que le rogaba hiciera volver enseguida a su infiel mujer. Por lo demás, una vez establecido ya en tierra camba, Juvenal Agüero se dio tiempo para colaborar con la prensa local, cruceña y de la capital; Jesús Urzagasti, del diario Presencia de La Paz, recibe hasta hoy en día sus artículos sobre literatura latinoamericana; y también continúa atento, entre otras, a la obra del buen cuentista beniano, Homero Carvalho. Mas, una de sus experiencias mayores fue leer en vivo y en directo a Jaime Saenz; es decir, bajo el cielo nocturno de la ciudad que él amó y que nos hace comprender mejor su extraordinaria poesía. Saenz es el único poeta latinoamericano que ha leído en andino a Quevedo y a Vallejo; al primero de estos, haciendo de los cerros que rodean la ciudad de La Paz un mismo polvo enamorado; al segundo, enfatizando que la muerte no fue para el peruano cristiana ni dialéctica, sino algo así como una mutua complicidad, un cordón umbilical, un solícito seno materno.
La fortaleza de Samaypata, una especie de Machu Picchu en miniatura, también permanece en su recuerdo. A menos de dos horas subiendo desde Santa Cruz se percibe la típica atmósfera incaica que, como sabemos, no la brindan las edificaciones en sí, sino todo lo que está en su contorno. Los incas supieron construir un paisaje, humanizar un vasto espacio y tiempo; sus construcciones son al mismo tiempo miradores privilegiados; los pasos que damos entre sus edificios se dejan sentir al exterior y al interior de la tierra; su arquitectura es apenas, y esto es ya muchísimo, hacerle sentir la presencia humana al paisaje; todo lo que a uno lo rodea está subordinado y contenido en sus piedras cinceladas, en la sabia disposición de sus sensibles muros. El exacto conocimiento, nos dice el Inca Garcilaso, ya se ha perdido; pero cuando uno se haya en Samaypata es lo mismo que estar sobre la cima del adoratorio de Pachacámac, una escondida fuerza nos invita a adoptar la posición fetal, el irresistible escorzo de lo pre-natal o del sueño. Melting situations, es un poemario en inglés que ensaya ahora mismo el limeño, y aquí se ventilan algunas de aquellas cosas, los estados de envolvimiento o identificación con diferentes seres, objetos, situaciones o lugares. Según esto, Juvenal Agüero, aparte de ser la fotografía de un feto ensimismado, es un lobo de mar varado en orilla ajena; esto último, en particular, fue una revelación que tuvo a los veinticinco años en La Mina, playa cerca a Paracas, como a doscientos kilómetros al sur de Lima.
Después de casi un año dejó Santa Cruz de la Sierra, probablemente para siempre; regresó a su patria — aquí estuvo por un par de años– y luego se fue al Brasil, lugar donde había decidido echar raíces, a enseñar español en una universidad pública de la ciudad de Manaus. Enamorado de su música y de su poesía, artes inseparables en aquel país-continente, Juvenal Agüero, aunque lo intentó, lamentablemente no logró establecerse. Un colega, ex-rector de aquella universidad, en confianza le manifestó que tocó la puerta equivocada; sus documentos se traspapelaron y, es obvio, no se les dio el trámite correspondiente. Sin embargo, en el poco tiempo que estuvo en ese punto del país –según Gabriel García Márquez– más grande del Caribe, pudo comprobar que en alguna vida anterior también fue brasileño o, para ser más precisos, amazonense. Su cuerpo fluía ahí rápido, hecho una tromba, como el servicio de ómnibus local; mas, por el poco tiempo y las condiciones en que moró allí, su alma no terminó de fundirse con su cuerpo, de hacerse una sola cosa con él. Unos fogonazos, eso sí, momentos de armonía hubieron, sobre todo celebración espontánea y sincera de la amistad; así, por ejemplo, la que compartió con los poetas de Manaus, especialmente con Luis Baçellar, del que con gran placer vertió al español un poema suyo, y Aníbal Beça, múltiple artista y generosa persona ; asimismo, tuvo la oportunidad de conocer la obra de un excelente narrador como Milton Hatoum cuya novela, Memorias de um certo oriente, reseñó para la sección cultural del decano de los periódicos de Lima. Así, pues, sólo permaneció escasos cuatro meses allí, antes que se animara, bajo el seudónimo de Juvenal Agüero y residiendo nuevamente en los Estados Unidos, a intentar escribir esta autobiografía apócrifa.

De Prepucio carmesí (New Jersey, USA: Ediciones Nuevo Espacio, 2000)

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