Dorado veneno: dos muestras de poesía mexicana reciente

Toniná

Un libro de Alejandro Alonso (DF, 1962), El dorado (México: CONACULTA, 2004); y un poema largo de Efraín Bartolomé (Chiapas, 1950), “Toniná”, publicado en Crítica (mayo-junio 2004, No 104).
De Alonso no conocíamos obra anterior, aunque tiene publicado Ceroniverso (CONACULTA, 2000). El dorado se estructura en tres partes “Balam”, “Serpiente” y “Cóndor”; cada una de ellas ilustra simbólicamente –con un empleo caprichoso del mito y los regionalismos aprendidos durante el recorrido– los cotos de un largo viaje por tierra, el que emprendiera nuestro autor hace algunos años desde Belize hasta los nevados cuzqueños. Ambicioso proyecto de síntesis, por lo misceláneo de la geografía, y logrado intento de fusión: el del yo poético con cada uno de estos dioses tutelares; un ejemplo entre otros: “Serpiente/ furia en la sangre/ sol en celo” (49). Mas, es en el poema XXX, referido a “Nazca”, donde comprobamos más palpablemente aquella íntima mayéutica:
“Nazca
las bestias del inframundo
al encuentro de las estrellas
confían sus sombras a la naturaleza
Nazca
el amanecer desnuda un eclipse de siluetas
caligrafía de luna sobre papiro de tierra” (84)
Asimismo, es muy convincente el texto que cierra este poemario: “La noche se acerca/ es el final/ una súbita tristeza/ envenena el alma/ hiere el corazón/ Antes del adiós/ del sacrificio/ …/ otro crepúsculo/ otra sonrisa de oro/ por encima del amor” (94). Lo cierra o, mejor dicho, diríamos que lo abre más bien a las empatías –paradójicas porque dan gozo y asimismo emponzoñan– del yo poético y del lector. La tarea pendiente de Alejandro Alonso sería, una vez topados con algunas innecesarias interferencias en el hilo de sus versos, mantener bajo control –a raya siempre– a Octavio Paz y a Pablo Neruda ya que estos vates se han apropiado, colonizado para la posteridad de ellos, un determinado imaginario y una cierta manera de decir lo americano mítico o lo precolombino. Ser negligentes en esto puede quitar autenticidad a nuestro discurso. Allí está, por ejemplo, Martín Adán ilustrándonos con otras vías para hablar de Machu Picchu; allí está Borges para recordarnos al Martín Fierro. Y que, por lo tanto, jamás debemos proceder en esto como si fuéramos americanos –mexicanos o peruanos– “profesionales”; es decir, atentos en demasía al color local, a la utilería, en desmedro de la internalización en el reconocimiento del “otro”, de la alteridad cultural, en nuestro países o continente.
Sobre le la poesía de Efraín Bartolomé, en otra oportunidad ya habíamos anotado lo siguiente: “Espléndidas viñetas. Ritos de color y sabor y sonido. Inquietantes historias surgidas a la hora del ocio, de la siesta, tal como si se tratara de una involuntaria y feliz erección. Apariciones o efímeras personificaciones sobre una misma y envolvente pantalla de agua y de sol. El poema es una marmita de encantadas metamorfosis; aunque, a veces también, sus hallazgos sean previsibles, no menos redundantes y cedan a la pincelada meramente decorativa. Mas, quizá estos contrastes en el espectro poético de Efraín Bartolomé sean los propios de aquél que está presidido, glosando a Gastón Bachelard, por el ensueño de lo acuático” [www.babab.com/no21/poesia_mexicana.php]. Esto lo decíamos en una reseña-ensayo dedicada a Reversible monuments. Contemporary Mexican Poetry (Washington: Copper Canyon Press, 2002) donde se incluían algunos poemas de este autor.
Mas también en “Toniná” percibimos un poeta –aunque ahora dueño absoluto de sus recursos– moviéndose y transformándose él mismo en la apoteosis del amplio espectro de las aguas: ríos, arroyos, pozas, remolinos, lluvias, espejos, hasta el final mismo del poema:
“Toniná
Pueblo de bebedores de sangre
En el silencio
Y desde el vaso de mi corazón
Te ofrendo hoy esta mezcla
: este jugo viscoso de horror y maravilla” (42)
Ritual de cautivos, tanto Alejandro Alonso como Efraín Bartolomé, que los hermana y los hace merecedores, en sus poemas, de equivalente recompensa: la de su propia anagnórisis o auto-descubrimiento. Alonso, después de atravesar azarosamente buena parte de nuestra América; Bartolomé: “A los 16° 53’ de latitud Norte y 92° 02’ de longitud Oeste, casi al final del primer gran valle de Ocosingo, en Chiapas”, tal como reza el inicio de su bello poema.

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