[Hace quince años escribíamos]
En general, a la poesía mexicana le urge mirarse directamente al espejo sin complejos ni tabúes. Probablemente a la muerte de Octavio Paz -presidente vitalicio de su propia empresa multinacional-, ahora mismo entre los más jóvenes estén quizá surgiendo o, al menos, incubándose algunas voces más honestas, rebeldes e iconoclastas. Sin embargo, lo que podemos observar en Reversible Monuments -y, paradójicamente, incluso un tanto más en esta generación de poetas mujeres- es la flagrante vigencia de aquel monstruo sagrado; y no sólo, como dice Eliot Weinberger en el prólogo, en cuanto haya legado a la poesía local su “actitud universal”. La poesía mexicana insiste en buscarle tres pies al gato y, lo que es peor, a un minino fantasmagórico, de prosapia simbolista; es decir, puramente ideológico. Como es vox populi, la producción cultural en México -y en particular la poesía- tiene la ventaja y, a su vez, la terrible desventaja de estar apoyada de algún modo por el Estado y sus medios de comunicación; mas, como el castillo de naipes que hasta ahora es la seleción mexicana de fútbol, a su poesía actual también la hecha abajo cualquier ventisca desfavorable. Es muy importante que los poetas jóvenes no piquen el anzuelo de la fácil y local notoriedad, por lo general gacetillesca. En realidad, hablando de obras y también de autores, no sólo en México todo está montado para producir vendedores de baratijas -más o menos expertos en teoría literaria- y no poetas. Lamentablemente, estamos en una época que requiere de un valeroso autismo por parte de los que sienten la vocación de escribir -y de leer-. Un llamado al apartamiento más radical para hacer sobrevivir la poesía. Pasos de amnésico y no de sonámbulo -como los de Luis Hernández Camarero, en Lima, o Raúl Gómez Jattin, en Cartagena de Indias- en vías de toparse de narices con otro mundo. Un lector que vaya al encuentro gozoso con sus dotes de anfibio. El resto es negocio.
[Y un año después publicábamos en Alforja y, luego, reproducíamos también en nuestro blog]
En general, después de este corte oblicuo a Poética mexicana contemporánea, comprobamos lo que para la poesía mexicana de esta misma época ya antes habíamos observado: la flagrante vigencia de la obra de Octavio Paz es decir, de su legado neorromántico, surrealista o pre-industrial. Tal como allí mismo nos advertía una voz anónima: “los mexicanos no tuvimos ojos para lo demás, el expresionismo abstracto, el por art, el happening transformado en performance. Las nuevas lecturas fueron ignoradas por ese deslumbramiento ante el surrealismo” (Granados 2003), algo análogo ocurre también con la crítica, por lo menos con la que tenemos a mano en este libro de Víctor Toledo. Sin embargo, junto con esta falta general de sentido del humor –que se toma demasiado en serio, solemnemente, a la poesía y al poeta–, advertimos también, particularmente entre los más jóvenes, algunas voces lúcidas y auténticas; sobre todo quizá las de José Homero y Ernesto Lumbreras. La del primero por lo sanamente adolescente, desinhibida, y probablemente no menos certera: “Los poco reflexivos poetas mexicanos se juzgan ahora críticos sólo porque pergueñan temas de la filosofía negativa y salpican sus notas con referencias a la vanguardia, a Girondo y Wittgenstein, como antes citaban a Bachelard. Es claro que quien no tiene ideas no puede escribir. Yo me cito a mí mismo” (197). La del segundo porque creemos que es, y probablemente no sólo en el ámbito de esta antología, la más integrada de todas, típica de un sujeto que ha encontrado sentirse a gusto en su propio pellejo, el de ser un reflexivo poeta y, a la vez, un inspirado lector.












