Al filo

Soy el pequeño ogro verde de la poesía peruana. Y esto porque me he sentido siempre a mi aire entre la atmósfera enrarecida de cualquier presente. Soy un poeta póstumo desde el comienzo. Ni de izquierda ni de derecha ni de centro; sin embargo, a mi obra poética reunida la he intitulado Al filo del reglamento porque, a fin de cuentas, permanezco dentro del campo de juego con un botín y, con el otro, piso la línea de cal del gramado. Aunque sapiens sapiens, habito entre los árboles y aún parece no he bajado a tierra.

Lo que al fin y al cabo me socializó fue el fulbito.  Empecé por jugarlo muy mal; en mi barrio y en la escuela me escogían en los equipos siempre como última alternativa.  No tenía cintura; falto de reflejos, me amagaban y con facilidad caía en la trampa, y terminaban haciéndome camotito.  Con mala leche, a veces, se burlaban de mí y tenía que fajarme a punta de puñetes y patadones.  Lloraba mientras me sacaba la mierda con los burlones; era un problema, los otros vencidos o abollados muchas veces y yo bañado en lágrimas, el resto de los muchachos nunca supo si felicitarme, considerándome un ganador, o si consolarme dándome por perdedor.  Sin embargo, poco a poco, llegué a dominar lo esencial del fulbito que es el ritmo y la confianza propia, y la alegría.  Es más, hacia mis dieciocho años jugaba literalmente a voluntad; arrancaba desde mi propio arco si quería y, después de sembrar sobre el asfalto a todos los adversarios –incluido al siempre improvisado arquero–, hundía la pelota en la red rival.  Amasada la bola, cimbreante los muslos, el esférico pendulaba a gusto entre mis pies ligeros; conocí algunos instantes de éxtasis y de gloria, pero nunca entendí lo que era un juego de competencia.  Me concentraba en los amistosos, pero en los partidos serios me cagaba de la risa.  Era una risa incontenible; algunas veces, flojas mis piernas, chuecas de tanto reírse, tenía que abandonar allí mismo el campo de juego.  Mis demás compañeros ya me conocían, aunque siempre desearon fuese de una vez por todas la última vez; mas allí estaban de nuevo mentándome la madre –con sus facciones tensas y los ojos desorbitados–mientras veían que el equipo rival les caía encima, los maniataba, los arrinconaba y, como si no fuera poco, contundentemente los goleaba.  Sin embargo, al partido siguiente, siempre me resarcía, y Beta y Alejandro y Renato, y tantos otros compañeros, disfrutaban otra vez con mis pases hechos como con la mano, de mis corridas vertiginosas con pelota dominada contra el arco rival, de mi ubicación siempre privilegiada y oportuna durante todo el trámite del partido, de mi pasión desbordante que alimentaba la moral del equipo, de mi trabajo duro y, muchas veces, muy poco vistoso aguantando al rival allí donde había que hacerlo, desde la línea que divide el mediocampo enemigo para adelante

Entre los jugadores peruanos, admiraba la guapeza de Roberto Challe y la inteligencia de César Cueto, el “Poeta de la zurda”; atesoraba dos escenas que, tal como el juego de este último, emergían de pronto de mi memoria del modo más inesperado, eran dos auténticas epifanías: un pase de casi setenta metros, perfectamente elíptico, para que el “Ciego” Oblitas pegara la corrida y metiera el gol con el que el Perú ganó a Francia en el Parque de los Príncipes en la antesala del Mundial de Italia en 1986; la otra, el “Poeta de la zurda” pasando con pelota dominada a través de un túnel de argentinos manolargas para servir en el vacío, frente al área chica del arco contrario, una pelota que recogió como una luz “Patrulla” Barbadillo, descolocó al arquero, infló la red y dejó completamente muda a la hinchada celeste que abarrotaba –en un partido trascendental para ambos equipos, y que empató Maradona en el último minuto– el monumental estadio de River Plate.  Pero, eso sí, a pesar de sus muchos goles y hartísimas fotos en la prensa local e internacional, nunca me terminó de convencer el “Nene” Teófilo Cubillas.  Como algunos escritores que ya son profesionales desde chiquititos y van acaparando todos los premios, así me pareció siempre el juego del moreno del Alianza Lima (¡Alianza corazón!).  Disciplinado y prudente, Cubillas fácilmente se hizo al gusto de los que alaban la profesionalidad –que al final es sólo purita prudencia– y hoy por hoy, por supuesto, aquel zambito del equipo afincado en el barrio de La Victoria es lo que es en los Estados Unidos de Norteamérica.  A mí  mucho más me gustó el juego del “Cholo” Hugo Sotil, que siempre enfiló hacia el arco contrario como si llamaran para comer.  Serrano de origen, de modo análogo a lo que en los años 60 sucedió en Chimbote durante el boom de la pesca con los que  –desde diversos puntos de los andes– bajaban hasta este puerto buscando alguna colocación, se hizo patrón de lancha al día siguiente de haber aprendido, sujeto a un cable por la cintura, a nadar por lo menos sus tres brazadas.  Es decir, a costa de punche y de sentimiento, aparte de su enorme talento para hacer lo que quería con la pelota, Sotil se metió en el bolsillo a todos los públicos.  Los entendidos, al principio, no le aceptaban tantísimo chiche; acostumbrados a la marinera o, máximo, a la zandunga, no entendían para nada aquel endiablado baile que más tenía de fuga de huaylas o de embestida de borracho.  Mas, el “Cholo” Hugo Sotil fue también observando a los otros jugadores, refinándose, y sin perder para nada la esencia de su estilo –de por sí, pícaro y valiente — fue gloria en el Barsa y, ahorita mismo, lo único que al grueso de los catalanes anima para hablar alguna vez bien sobre el Perú.

Hoy por hoy soy vecino de Foz do Iguaçu, profesor de la UNILA y vivo al lado del estadio ABC.  Muy esporádicamente juego fulbito.  Pero sigo escribiendo poesía o algunos textos de muy cuestionable género… al filo del reglamento.

Respecto de “Al filo del reglamento (I y II)”  imagino que, un tanto al modo de Pound o de Eliot, y no menos de César Vallejo, me he detenido en lo siguiente:

Cualquier obra de arte es una mezcla de libertad y orden. Es perfectamente evidente que el arte oscila entre el caos, por un lado, y la pura mecánica, por otro. Una insistencia pedante en el detalle tiende a excluir la forma esencial. Si se mantiene con firmeza la forma esencial se hace posible una libertad en los detalles (Ezra Pound). El arte es una evasión de posiciones fijadas; una oportuna evasión de una norma… (T.S.Eliot). La técnica: pone siempre al desnudo lo que, en realidad, somos y adónde vamos (César Vallejo).

Digo un tanto porque, por otro lado, el mito en mi poesía no se halla pasteurizado, tal como sí sucede en Pound; también, aunque en apariencia luzca lo contrario, en Walt Whitman (“maestro de atletas” y curtido “hobo”) e incluso –alguien tan “cerebral” como Pound– en el autor de Altazor.  Ambos, estos dos últimos, encandilados o casuales ante el chorro de sus propias imágenes (Imaginismo).  Por cierto, pienso en un Vicente Huidobro en tanto intersección entre Whitman y Pound.  Y, asimismo,  concuerdo en lo que Octavio Paz piensa de Eliot: arte del palimpsesto de la tradición occidental o clásica.  Por lo tanto,  aquí  también hallamos al mito ya fallecido;  y sólo nos quedan de él citas o huellas.  De modo análogo a lo que ocurre en Pound, insistimos: vórtice de ideas fusionadas y fusionantes, honesta voluntad de aura y de estilo.

Sin embargo, y por el contrario, en César Vallejo y compruebo que asimismo en mi poesía, el mito se da en bruto y está vivo; aunque no pretenda ser explícito ni, sería execrable, algo meramente decorativo.  Es decir, el mito es acólito de sí mismo y crea archipiélago; aglutina, tal un real y activo agente, comunidad.  En suma, ambiciona constituirse en un mediador conceptual amerindio overseas y transversal a cualquier lengua.  Poesía que finalmente no oculta, sino más bien auspicia, una  manera  correcta o  reparadora en su recepción.  Una lectura, por ejemplo, de Trilce, y aunque resulte paradójico tratándose de un texto de “vanguardia”, más feliz que otras.  Evado adrede, junto con lo que constituiría una lectura aleatoria o arbitraria de aquel poemario, el término “pertinente”; y, más bien, me remito a una recepción encarnada y post-antropocéntrica tanto de la poesía del autor de Trilce como de la mía.  Vallejo no será Whitman, no intentará corroborar  en su poesía las “ideas” de Rousseau; ni será Pound.  Tampoco Eliot ni ningún “pequeño Dios”.  Ni, aunque ambos “abolicionistas”, compartiría el “trascendentalismo” R. W. Emerson.  Vallejo es un poeta sin membership, siendo el club de Pound, como sabemos, mucho más exclusivo que el de los 100 de Harold Bloom.

Y en español no escribo.

©Pedro Granados, 2020

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