Archivo por meses: noviembre 2020

LA ENTREVISTA ENCONTRADA DE VALLEJO/ Andrés Ajens

Jack Spicer, el menudo poeta de After Lorca y otros sazonados poemas, viajó muy joven, casi un infante, a España con Hemingway, y tuvo ocasión de entrevistar a César Vallejo en julio de 1937, en Valencia, mientras participaba en el Congreso Antifascista de Escritores, junto a Buñuel, Malraux, Machado, Zambrano, Huidobro, Cernuda, Neruda, Paz, Garro, el mismo Hemingway y un largo etcétera. Hasta hace poco se la creía irremediablemente perdida, al punto que más de un lector atento de Vallejo habrá puesto en duda su misma existencia (Mazzotti 1998; Ortega 2004). Contra todo pronóstico, pero, una copia acaba de ser hallada entre los papeles del Archivo Hemingway del Museo Finca Vigía, en las inmediaciones de La Habana, por el poeta e investigador peruano Pedro Granados, quien la publicó en la revista del Vallejo sin Fronteras Instituto, que él dirige, en Lima; agradecemos desde ya su generosa autorización para republicarla en Caesura. [1]

He aquí, pues, sin quitar ni agregar cosa alguna (salvo los paréntesis cuadrados a modo de frugales anotaciones de lectura), la copia de la transcripción de Spicer.

—Andrés Ajens

https://caesuramag.org/disjecta-membra/el-entrevero-entre-vallejo-y-spicer

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PERUANO BRUJO: INTERROGATORIO A PEDRO GRANADOS O DISGRECIONES ENTRE UN POETA (EN LIMA) Y UN ANTROPÓLOGO (EN LEIDEN)

Pedro Granados & Juan Javier Rivera Andía

I. ACERCA DE LA ESCRITURA

Juan Javier: Comencemos con una pregunta inevitable e imprescindible, quizá importantísima: ¿Cómo llegaste a la poesía en un barrio obrero de una capital del llamado “tercer mundo”?

Pedro: Mi recordado hermano Germán, el “Chovi”, tan alérgico al sentido común; y, además, obrero. Desde siempre, cada vez que le exponía cosas demasiado articuladas él decía que no me entendía; pero una vez que fragmentaba mi discurso y liberaba mi lenguaje valiéndome de onomatopeyas y de glosolalias, se le iluminaba el rostro y decía que me entendía perfectamente. “Sellones”, era el epíteto con que motejaba literalmente a toda la sociedad; es decir, adocenados, domesticados y predecibles. Era extraordinario tallador e inventor tardío. Educador por naturaleza aunque no por vocación. Germán creo ser yo mismo ahora. Mi hermano no me ha enseñado nada, pues, sólo me ha hecho, sin proponérselo, mucho su propia persona.

También me enseñó a leer poesía, de modo paralelo y aún antes que Germán, mi propia madre; por aquello de saber retirarse, incluso en medio de la reducida habitación que compartíamos, y ponerse a escribir; jamás leí lo que escribía, pero aquella necesidad y fervor que obedecía su cuerpo cuando se retiraba eran de por sí mágicos para mí, por no decir poéticos. Niña de alta cuna andina, de un pueblito pobre por cierto, venida a trabajar codo a codo con su marido en el mercado de Chacra Colorada. Niña educada en el arte del bolillo y la lúcida caligrafía. Elegida, desde los doce años, para hacer bien morir a las personas ancianas o enfermas de su comunidad. Hija de una madre hermosa que era abogada autodidacta y sabía tañer la guitarra de doce cuerdas. Niña prematuramente huérfana de padre que, en aquel trance, hizo un pacto secreto con el Señor Crucificado de Lampa, y por la que me he dado el lujo de ser poeta.

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José María Arguedas y mi mamá

Devota. Cuando de niño me llevaba con ella a la iglesia de nuestro barrio pasaba yo una vergüenza sin nombre. Incluso a veces, aunque me cueste reconocerlo, me alejaba de ella justo en aquellos momentos para mí de los más bochornosos. Resulta que mi madre alcanzaba las notas más altas de los cantos de la misa con una voz que no parecía de este mundo; al menos, del de los citadinos y citadinas que se congregaban en aquel rito dominical. Muchos años después, y en uno de mis viajes al “Perú profundo”, descubriría con estupor que los campesinos en sus procesiones –en honor a la Virgen o al Cristo Crucificado– daban de alaridos en un runa simi muy parecidos a los del castellano que –en tanto repasar el cancionero de la iglesia– echaba mano mi madre los domingos en Lima. Es decir, de modo análogo –aunque distinto– a la hazaña de la obra de José María Arguedas (aquello de verter al español el espíritu del quechua), con su reticencia o falta de encandilamiento hacia la obra de su “paisano” mi madre en la práctica –y de modo no menos sutil– me estaba demostrando lo siguiente: Que era viable transvasar de otro modo las lenguas. Sin utilerías. Ni exóticas escenografías o referencias. Que yo mismo era, por más limeño o cosmopolita –y sin saber el quechua– acaso su más demorada traducción.

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EL ARCHIPIÉLAGO VALLEJO: Trilce XLVII (pdf)

Insumos para una biografia “multinaturalista” –en este caso– la de un autor tan importante y ya tan mediagrafiado e icónico como César Vallejo. Hacia otra perspectiva de biografia en la que se tornarían visibles las identidades múltiples del personaje. Es decir, una que en vez del secuencialismo historiográfico acostumbrado (Muniz Sodré), guiado por la ficción de la identidad única y por una perspectiva positivista o psiciologista; pueda, más bien, percibir al personaje biografiado en sus múltiples roles o dimensiones y, algo fundamental y prácticamente inexistente en las más conocidas biografias de César Vallejo, en su específicidad cultural o multinatural.

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“Presentación” de Al filo del reglamento II

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Respecto de “Al filo del reglamento (I y II)”  imagino que, un tanto al modo de Pound o de Eliot, y no menos de César Vallejo, me he detenido en lo siguiente:

Cualquier obra de arte es una mezcla de libertad y orden. Es perfectamente evidente que el arte oscila entre el caos, por un lado, y la pura mecánica, por otro. Una insistencia pedante en el detalle tiende a excluir la forma esencial. Si se mantiene con firmeza la forma esencial se hace posible una libertad en los detalles (Ezra Pound). El arte es una evasión de posiciones fijadas; una oportuna evasión de una norma… (T.S.Eliot). La técnica: pone siempre al desnudo lo que, en realidad, somos y adónde vamos (César Vallejo).

Digo un tanto porque, por otro lado, el mito en mi poesía no se halla pasteurizado, tal como sí sucede en Pound; también, aunque en apariencia luzca lo contrario, en Walt Whitman (“maestro de atletas” y curtido “hobo”) e incluso –alguien tan “cerebral” como Pound– en el autor de Altazor.  Ambos, estos dos últimos, encandilados o casuales ante el chorro de sus propias imágenes (Imaginismo).  Por cierto, pienso en un Vicente Huidobro en tanto intersección entre Whitman y Pound.  Y, asimismo,  concuerdo en lo que Octavio Paz piensa de Eliot: arte del palimpsesto de la tradición occidental o clásica.  Por lo tanto,  aquí  también hallamos al mito ya fallecido;  y sólo nos quedan de él citas o huellas.  De modo análogo a lo que ocurre en Pound, insistimos: vórtice de ideas fusionadas y fusionantes, honesta voluntad de aura y de estilo.

Sin embargo, y por el contrario, en César Vallejo y compruebo que asimismo en mi poesía, el mito se da en bruto y está vivo; aunque no pretenda ser explícito ni, sería execrable, algo meramente decorativo.  Es decir, el mito es acólito de sí mismo y crea archipiélago; aglutina, tal un real y activo agente, comunidad.  En suma, ambiciona constituirse en un mediador conceptual amerindio overseas y transversal a cualquier lengua.  Poesía que finalmente no oculta, sino más bien auspicia, una  manera  correcta o  reparadora en su recepción.  Una lectura, por ejemplo, de Trilce, y aunque resulte paradójico tratándose de un texto de “vanguardia”, más feliz que otras.  Evado adrede, junto con lo que constituiría una lectura aleatoria o arbitraria de aquel poemario, el término “pertinente”; y, más bien, me remito a una recepción encarnada y post-antropocéntrica tanto de la poesía del autor de Trilce como de la mía.  Vallejo no será Whitman, no intentará corroborar  en su poesía las “ideas” de Rousseau; ni será Pound.  Tampoco Eliot ni ningún “pequeño Dios”.  Ni, aunque ambos “abolicionistas”, compartiría el “trascendentalismo” R. W. Emerson.  Vallejo es un poeta sin membership, siendo el club de Pound, como sabemos, mucho más exclusivo que el de los 100 de Harold Bloom.

Y en español no escribo.

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