José Watanabe y las trampas de la fe

José Watanabe (1946 - 2007
Alforja (México), XXIII / Verano 2005

El nombre de José Watanabe es uno –sino el más asiduo– de los requeridos por la prensa tanto nacional como internacional para ilustrar lo que sucede actualmente con la poesía peruana. Sin embargo, comentarios periodísticos al vuelo y algunas elocuentes entrevistas es lo que, en lo fundamental, tenemos hasta ahora sobre la obra poética de este autor nacido y criado en un campamento rural costeño hasta casi bordear la adolescencia. Su primer libro se tituló Álbum de Familia (1971) y le valió el Premio “Poeta Joven del Perú” –compartido con Antonio Cillóniz. En palabras de José Güich Rodríguez1:

“Los textos incluidos en esta colección fueron escritos a fines de la turbulenta década de 1960. Esa agitación exterior contrasta con el universo generado por el poeta en torno de los años infantiles, transcurridos en Laredo, pueblo norteño donde recalara su padre, inmigrante que llegó al Perú en 1912; además, aquí mismo, con la parsimonia que lo caracteriza, el poeta declara: ‘El libro se inserta en una tradición de larga data. Me refiero a las Canciones de Hogar que aparecen en la última sección de Los Heraldos Negros, de Vallejo, o a poemas como ‘El Hermano Ausente en la Cena Pascual’ y ‘Tristitia’, de Valdelomar. Mi intención fue rescatar el mundo de la infancia, de la intimidad hogareña con sus grandezas y tragedias.”

Luego, después de dieciocho años, vino El huso de la palabra (1989); mas, a partir de este libro, ha ido publicando con regularidad: Historia natural (1994), Cosas del cuerpo (1999) y, recientemente, Habitó entre nosotros (2002). Si su primer poemario fue escrito “a fines de la turbulenta década de los 60” –y, como el mismo poeta declarara, bajo la sombra acogedora del hogar de César Vallejo–, la saga de libros que va de 1989 al 2002, como enseguida pasaremos a analizar, tendrán –aparte del autor de Trilce– del recientemente fallecido Javier Sologuren (poeta de la generación del 50) y también de algunos de sus contemporáneos: Luis Hernández Camarero o Roque Dalton, mas, no sin conflicto, sobre todo de la vedette miraflorina de aquella época, Antonio Cisneros.

De alguna manera toda la poesía de José Watanabe, aunque con variada fortuna, es asimismo una polémica en sordina con aquel precoz y afamado ganador del Premio Casa de las Américas. Consciente Watanabe de que –respecto a la poesía urbana (Hora Zero) y cosmopolita (“británico modo”) predominante– él traía otro imaginario cultural y distinto escenario social, le cupo también, para incorporar estas nuevas variables, intentar encontrar un lenguaje distinto. En general, convincente zozobra y una sutil ironía, en un grado de destilación mayor que la de Antonio Cisneros, es finalmente lo que halló. Sin embargo, pensamos que el de Laredo es un poeta –semejante a las actuaciones de la selección peruana de fútbol– de logros alternados. Quisiéramos pensar que su último libro, Habitó entre nosotros, es anuncio, ejercicio o ensayo de otro más logrado; tal como Historia natural lo fue respecto a Cosas del cuerpo. Aunque debemos ir por partes.

Desconfiado o escéptico como su pueblo, confiesa ser en un libro de entrevistas que desafortunadamente no tenemos a mano2 Watanabe es, ante todo, un poeta de vocación mimética; como los clásicos, quisiera que las palabras sean autosuficientes, que éstas nombren a las cosas con plenitud. A manera de broma antes señalábamos –porque debemos sumar a esta estética, digamos, de la caligrafía, la vida casi novelesca del yo poético– que esta obra era una “mezcla curiosa de criollismo y Tao”.3 Y nos referíamos allí al Tao no de una manera caprichosa ya que, por lo menos desde El huso de la palabra, Watanabe está atento a lo mismo que Javier Sologuren, donde, especialmente a partir de su libro Estancias (1960):

“Se deja atrás una estética de la fuga a “otro mundo” (a través del neoplatonismo o el sueño), cuyo esquema podrían ser unos vectores que apuntan hacia lo alto, y se adopta
–de modo extraordinariamente logrado– un esquema inmanentista. Es decir, el anhelo por “otro mundo” continúa, pero esta vez ya no está en lo alto, en un mundo paralelo trascendental o de ideas platónicas; sino que está aquí mismo, tal como a través de unos versos de Yasunari Kawabata –los cuales Sologuren toma como epígrafe para sus Folios del enamorado y la muerte (1980)– lo podemos colegir: “aquella blancura que habitaba las/profundidades del espejo/ era la nieve”. Accedemos a este “nuevo mundo” a través de una experiencia de satori, epifanía o anagnórisis, pero necesariamente en nuestro mundo corriente y, de modo privilegiado, en el ámbito de la naturaleza”.4

Así pues estos discretos, aunque profundos vasos comunicantes, son los que unen a estos dos poetas peruanos: un mismo interés por el budismo zen japonés, revelado a Watanabe por su padre desde la infancia –a través de la lectura viva de traducciones de haikus– y conquistado paulatinamente en los libros por el inolvidable autor de Vida continua. Ejemplos de esta opción –por lo demás, puntualizada al máximo por el propio poeta5– saltan a la vista en El huso de la palabra: “Las palabras no nos reflejan como los espejos, así exactamente,/ pero quisiera./ Escribo con una pregunta obsesiva en las orejas:/ ¿Es esta la palabra exacta o es el amague de otra/ que viene/ no más bella sino más especular?” (‘Los versos que tarjo’). Mas, también constituye parte sustancial de su arte poética posterior; por ejemplo en Historia natural, libro irregular y descuidado –plagado de muletillas comparativas y lugares comunes6 –cuyo único interés radica, probablemente, en seguir comunicándonos aquella clase de atisbos metapoéticos: “[En el contexto de la guerra sucia en el Perú de esos años] Bajo el puente de Chosica el río se embalsa/ y es de sangre,/ pero la sangre no me es creída./ Los poetas hablan en lengua figurada, dicen./ Y yo porfío: No es el reflejo del cielo crepuscular, bermejo,/ en el agua que hace de espejo/ …/ Yo escribo y mi estilo es mi represión. En el horror/ sólo me permito este poema silencioso” [‘El grito (Edvard Munch)’] .

Pasando ahora a Cosas del cuerpo –con el de 1988, aunque no sin altibajos7– hasta ahora al libro más logrado por el polifacético escritor norteño (aparte de poeta es dramaturgo y guionista cinematográfico), la dialéctica entre testimonio y estampa, entre narración e instantánea fotográfica prosigue; nos topamos con verdaderos hallazgos en las pinceladas, surgidos de la cantera de la cultura popular: “Mi cuerpo no es mucho. Soy/ una palada de órganos enterrados en la arena” (‘El lenguado’); “Hay que ser cabra/ para vivir/ en esta maraña punzante. Hay que tener lengua/ de cabra/ para separar con resignación pasto/ de espinas/ y engordar” (‘En el bosque de espinos’); “En este mundo pétreo/ nadie se alegrará con mi despertar. Estaré yo solo/ y me tocaré/ y si mi cuerpo sigue siendo la parte blanda de la montaña/ sabré/ que aún no soy la montaña” (‘Animal de invierno’); “La señorita Esther H. era mi maestra rural./ Ella dilató por primera vez la nariz/ de mi corazón/ …/ En la escuela rural sabíamos poco/ pero sospechábamos mucho” (‘Canción’); y así, podríamos ilustrar con más ejemplos.

Mas, junto de este acendramiento de la escritura –vinculado directamente con El huso de la palabra y no, como cabría suponer por ciertas afinidades temáticas, con Historia natura–- tenemos, asimismo, un torpe y oportunista buceo en lo femenino. A la manera de Vallejo (“hembra es el alma de la ausente/ y hembra es el alma mía” o “Niños, si tardo”), Watanabe nos dice: “Mi útero de humo/ sale por la chimenea y se disuelve como nimbo/ en este cielo que nunca tiene violencias./ Una violencia de cielo me hubiera consolado más” (‘Cielo de hospital’); “Ayer/ me acerqué por tus espaldas/ y deslicé mis manos/ bajo tus axilas/ hasta tocar tus senos. De pronto/ sentí/ el temblor de una restitución:/ si yo hubiera tenido tetas/ serían/ como las tuyas” (‘El baño’). En realidad, y no sólo en este subirse al tren de la literatura de género, en el arduo trabajo de nuestro poeta –corrige muchísimo, declara– podemos constatar reflejarse repetidamente lo que él teme, aquello de un lector “desconfiado de las muchas astucias de los pobrecitos poetas”. Watanabe es, ante todo, un buen ingeniero de la media (de los medios de comunicación, se entiende). Poeta de nuevo cuño, también resulta constatable aquello de que “En la escuela rural sabíamos poco/ pero sospechábamos mucho”; es decir, su nivel de reflexión teórica (en el poema) es, pues, el de la pura sospecha, un enorme y aburrido lugar común. Esto, precisamente, es lo que contribuye a los desniveles retóricos de su discurso; a veces, de un populismo asentado con té jazmín que ni a él mismo convence.

Pero, en Cosas del cuerpo, también se vuelve religioso o esta temática pareciera perturbarlo: “Pronto se acabará esta noche con su estrella compasiva/ en la ventana/ y tampoco hoy sabrás/ si el ojo que viaja por tus confines/ es el ojo de Dios que observa maravillado/ a cada órgano/ haciendo incansablemente y todavía lo suyo/ o si es el indiferente pero acucioso ojo de la nada” (‘El ojo’); de aquí estamos a un paso de Habitó entre nosotros. Sin embargo, creemos que en este último poemario de Watanabe –incluso pasando por alto cosas como “Yo grité en el desierto/ que vuestros pecados eran como puercos” (‘El bautismo’), “Vino el mal y calzó perfectamente/ en mí/ como una perversa lucidez” (‘El endemoniado’) o “Entre ellos viniste a recogerte como una grave montaña” (‘Oración en Getsemaní’)–, salvo contados aciertos en la caracterización de sus personajes (de algún modo seguimos en el ancho campo de la descripción), no aporta absolutamente nada en cuanto a su poética habitual (“curiosa mezcla de criollismo y Tao”). Es decir, sus bondades no calzan necesariamente con lo que dice, hasta ahora, la crítica de gacetilla:

“Habitó entre nosotros, su nuevo poemario, tiene como tema la vida de Cristo. Pero no es libro religioso ni converso, sino un texto que busca intersecar dos imágenes de Jesús: la iconográfica (este libro partió como una serie de poemas dedicados a pinturas clásicas donde el tema religioso cristiano remitía siempre al Mesías) y la histórica. De la unión de esas dos realidades se vislumbra una tercera, sintética, que es aquella a la que Watanabe aspira: el Cristo artístico, un personaje que sirve de pretexto para la creación y la reflexión poética”.8

Como no puede existir auténtica creación sin un gesto original de reflexión poética, lamentamos decir que este libro de José Watanabe, semejante a la película de Mel Gibson, queda en lo puramente decorativo y efectista. Son rescatables, eso sí, algunos poemas enteros (‘El mercader’, ‘La última cena’, ‘La crucifixión’) y, también, partes espléndidas de otros: “Cúrame,/ pero no totalmente,/ déjame un pelo de demonio en la mirada” (‘El endemoniado’), “Yo vi: la cólera/ es una rara belleza cuando enciende a un animal/ tan albo” (‘El mercader’), “Vean:/ el cuerpo solo se impone sobre nosotros,/ no necesita ninguna otra grandeza” (‘El descendimiento’).

Con suma facilidad para la fabulación y para la elocuencia, pensamos sin embargo que a Watanabe le tocaría –para salir de este, al menos en apariencia, callejón sin salida que constituye su último libro– ensayar nuevamente con los haikus; pero, y esto creemos lo podrá hacer muy bien, conectados esta vez a una epifanía auténticamente involuntaria: gracia indiferente a los compromisos, desconectada de íconos y efemérides. Lo que aprendió en Laredo –sobre todo, la desconfianza o escepticismo de su gente– es, catalizándolo con otras lecturas, formas de vivir y alguna meditación, capaz de aplicarse a la gran ciudad, a cualquier comunidad humana sobre el planeta. “Las trampas de la fe”, así reza el título de nuestro breve ensayo, no alude sino a tratar de llamar la atención en esto: no bastan a la poesía ni el populismo ni el refrenamiento; sí, la máxima avidez, entendida necesariamente como osada aventura intelectual y díscolo deseo.

Notas

1-“Biografía de la carne”. Caretas, 7 de Diciembre, 1998 – N° 1547.

2- Cesáreo Martínez, Desde la vigilia. Hablan los escritores y pintores peruanos (Lima: Arte/ Reda, 1989).

3- Pedro Granados “Los Poetas Vivos y más Vivos del Perú (y de otras latitudes)”. Crítica, revista cultural de la Universidad Autónoma de Puebla, México, 0ctubre – Noviembre 2002 Nº 95.

4- Pedro Granados, “Hitos del amor en la poesía de Javier Sologuren”, Identidades (El Peruano), 7/ 6/ 2004.

5- Por ejemplo en “Elogio del refrenamiento”. Artículo publicado en el número 117 de la revista Quehacer.

6- Como muestra un botón: “Tiendo a la noche/ La noche profunda es silenciosa y robusta/ como una madre de faldón amplio” (‘A la noche’); aunque, un poco a la manera del distanciamiento irónico de un Roque Dalton , también en este mismo poema trate de relativizar o justificar el descuido de sus versos: “Yo siempre supongo un lector duro y severo, desconfiado/ de las muchas astucias/ de los pobrecitos poetas”.

7- De la misma prosapia que el poemario anterior, ejemplo: “Pero hay días que no tienes carne ni vegetales/ sino arena en la lengua. Te explicas: tal vez has comido una sequedad inicial, insidiosa, de pecho, y nunca/ se acaba, el desierto/ nunca se acaba” (‘Restaurante vegetariano’).

8- En Sin plumas, comentarios de libros por Iván Thays. [http://www.sinplumas.blogspot.com].

Puntuación: 2.5 / Votos: 2

Comentarios

  1. frankl leonardo escribió:

    esta en la memoria de cada artista de nuestros tiempos.el pru perdio un delos mas grandes poetas de la historia,esperamos algunos de sus alunnos continue su obra qu dejo inconclusa .yo lo oi en el vistro de paris.hablando con uno d sus colegas.creo en el tiempo no ba ha haber uno hasi con su imemnsa caridad umana y exelentepero suabe lexico.todo esto es un ejemplo para nosotros
    para los futuros estudiosos de arte

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