El camino del infierno está empedrado de buenas intenciones. La clásica sentencia podría aplicarse de modo perfecto al libro que está haciendo circular el compañero de ruta de los infrarrealistas y actual académico en la Universidad de Winsconsin, Rubén Medina. Me refiero a la pretendida “edición crítica” del famoso poema de Mario Santiago Papasquiaro, Consejos de 1 discípulo de Marx a 1 fanático de Heidegger. Por supuesto, hay algo muy positivo en esta reunión de textos que me apresuro a destacar. El hecho de enfocar la atención en este poema que circulaba ya en versiones en mimeógrafo a mediados de los años setenta del pasado siglo XX, representa un acierto indudable del recopilador. Soy de los que piensan que Mario Santiago es uno de los mejores poetas de su generación, y sin duda el primero entre los miembros del infrarrealismo, el movimiento literario que él llegó a encabezar y que catapultó a la fama Roberto Bolaño en su novela Los detectives salvajes. En el México de la “guerra sucia” declarada por el presidente Luis Echeverría contra los disidentes de ideas comunistas, y de los subsecuentes sexenios que dieron continuidad a esta política represiva, la poesía de Mario Santiago, escrita desde la experiencia callejera y deambulatoria, fue un testimonio de la nueva mentalidad juvenil que sintonizaba con la poesía beat, se extasiaba con el rock y protestaba contra el extendido clima de represión política propiciada por el régimen. Fue un testimonio, también, de una generación emergente que rechazaba la ya para entonces sofocante hegemonía cultural que ejercía Octavio Paz, convertido en el Gran Tlatoani de las letras nacionales, y que por lo mismo se identificaba con las figuras rebeldes de Efraín Huerta (al que cariñosamente llamaban “Infraín”) y José Revueltas, el apandado del priismo en el poder.
El estudio introductorio de Medina, desafortunadamente, ignora por completo el contexto político y cultural en el que emerge la poesía de los infrarrealistas. En lugar de eso, se dedica a documentar los libros de poetas extranjeros que conocía Mario Santiago (William Carlos Williams, Pound, Auden, Olson, Frank O’Hara, Ginsberg y los poetas peruanos de Hora cero) así como a “teorizar” acerca del arte disidente apoyándose en citas del libro de Peter Bürger, Teoría de la vanguardia, que en un exceso de pedantería él cita una y otra vez en inglés, siendo que dicho título está traducido desde hace cuando menos tres décadas al español, como si nos descubriera el “hilo negro”. Ninguna palabra, en cambio, acerca de las lecturas “mexicanas” de su estudiado, ni mucho menos acerca de los talleres de poesía en los que había participado el autor de Jeta de santo (Madrid, FCE, 2008). ¿Cómo ignorar que Mario Santiago y muchos más se formaron en los talleres que dirigían los ya fallecidos Juan Bañuelos y Alejandro Aura, uno en el décimo piso de la Torre de la Rectoría, el otro en la Casa del Lago? Todavía más grosera resulta la ausencia de quien, tanto por sus textos como por sus actitudes “antisistema”, fue el mentor directo de Papasquiaro: el poeta Orlando Guillén, sin cuya influencia y personalidad nada se puede entender. ¿Por qué borrarlos del mapa? ¿Qué se gana con ello?
Profesor de literatura desde hace años en una universidad de Estados Unidos, Rubén Medina tendría que saber en qué consiste una edición crítica. Establecer la historia del texto estudiado, compulsar los cambios que éste pudo haber registrado a partir de la primera edición, incluso, a partir de los manuscritos, en caso de que éstos existan; trazar el entorno crítico de la obra, reunir ensayos que permitan esclarecer su génesis y su significación, e incluso una historia de la “recepción” del mismo en el contexto nacional. Nada de esto encontramos por desgracia en la compilación de Medina, que antes que nada parece una reunión de amigos que aprovechan el prestigio del poeta para hacerse notar y decir “aquí estamos”. De otro modo, ¿cómo explicar que se incluya en el libro un poema del peruano Jorge Pimentel, o bien esa especie de conversación post-mortem (y por lo mismo delirante) que en prosa cursi sostendrían con Mario Santiago las poetas Mariana Larrosa, Geles Lebrija y Pita Ochoa, todas al alimón?
El abanico de ensayistas que completa el volumen no da mucha materia para contar. Los textos variopintos de Rubén Arias, John Burns, Andrés Cisneros de la Cruz, y el curioso testimonio de Pedro Damián Bautista (“Mario Santiago: un zapatista disfrazado de pachuco”, sic) pueden caer en el olvido. De Nibaldo Acero yo rescataría esta definición de Consejos de 1 discípulo de Marx a 1 fanático de Heidegger: se trata, sostiene, de “un vasto parlamento que inicia filosófico y obtura cinematográfico” (por las menciones a Antonioni, Chaplin, Mary Pickford y Harold Lloyd que hay en el poema). Por último, Ignacio Bajter, aunque da en el blanco al mencionar la influencia de la revista El Corno Emplumado que publicaban Sergio Mondragón y Margaret Randall, así como el indudable antecedente histórico de Maples Arce, incurre en un par de comparaciones tan infamantes como innecesarias. Según Bajter, la pugnacidad de Mario Santiago habría colocado a Juan Bañuelos… en la “galería de poetas perdidos como un maestro ingenuo” (¿?), mientras que, ¡oh manes de la comparación!: “A la luz de la escritura-taladro de Mario Santiago […] la poesía de Efraín [Huerta] parece la de un anciano que recorre el parque.” “Bájale, Bajter”, creo que es lo mínimo que se impone recomendar.
http://semanal.jornada.com.mx/2017/12/31/la-rebelion-poetica-de-papasquiaro-7512.html