Jorge Esquinca, “la tercera vía”, tal como lo elaboró Eduardo Milán en su charla en el Cuarto Festival de Letras Jaime Sabines (21/ 9/ 10). Es decir, entre el diletante o el grafitero (cualquiera que escriba sus poemas sólo por joder) y el poseso o el aeda (por ejemplo, los cantos de un Efraín Bartolomé en la inaguración de aquel mismo Festival). “Tercera vía” (¿la de la propia poesía de Milán?) no de conciliación, ojo; probablemente, sí, de hibridez. Esquinca se juega la iluminación en el lenguaje. El yo no existe antes que la autobiografía. La prosopopeya instaurando hasta lo más sagrado y misterioso; ergo, también la poesía. Aunque los límites de este minucioso ejercicio –en parte emparentado con el neobarroco– parecieran no ser ya los del hermetismo (para nadie es ya un secreto nada). Sí, los del mero aburrimiento. Este es el gran reto de toda la poesía, iluminada o no; inmisericordemente banal o profunda… hacer de una rana un ciervo; de un ave, acaso mi actual mujer. No de un ciervo el mismo ciervo; no de una rana equivalente sapo.
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