Juvenal comenzó por escribir un poema sobre la cultura y también la poesía:
Cuando alguien te hable de cultura
Cuida bien tus bolsillos
Viejo hippy irredento
Viejo llorón
Enamorado de la luna
Viejo creyente en la poesía
Viejo lunático sin locura
Viejo amante
De pocos tiros a la sazón
Sólo sazón
Si alguien te viene con el cuento
Háblale de cultura
Y así quedan iguales
Pero lo molar
Término alquímico
De mi colega Adolfo
Me deja sin dientes
Y sin muelas
Pero sólo con los caninos
Es que les hablo
De la puta que nos parió
Pero que no es nuestra madre
Nuestra madre sigue siendo la poesía
La que me regala unas lágrimas
A veces
La que me hincha las pelotas
Y me hace comprender
Lo terriblemente huérfanos
Que estamos sin ella
Radicalmente huérfanos
Y como viviendo por las puras huevas
Cuando te hablen de cultura
Cuida bien tus bolsillos
Y cuando te hablen de poesía
También
Pero lo que en realidad pugnaba por salirle del alma era de que si se acostaba o no con aquella hipnotizante muchacha. Dieciocho años, esbelta (es natural) y cuidadosamente descuidada, aunque de modo leve, en el aseo personal. Le olían las axilas y los pelos de la chucha de un modo tal que a Juvenal lo traían loco. Loco de arrechura y, contra todos los pronósticos para su edad, maravillosamente in parodí. Saludar a esta muchacha, sobre las calles del secreto y mojigato Foz do Iguaçu, era literalmente quedar untado por un buen rato en vagina. Tragarse –entre los tumultuosos y enceguecedores flaches del deseo– desde sus pies divinos, un tanto manchados de tierra; hasta el yuyo de su entrepierna probablemente con imperceptibles restos de caca. Enamorado andaba Juvenal de esta literatura; y esta misma literatura decía que aquella muchacha había sido hasta hace poco alumna suya y que todo el mundo se le abalanzaría encima si la tocaba. Si la desvirgaba, acompasadamente y en postas, con la lengua, la nariz, la pinga y hasta con cada uno de los hirsutos pelos de sus erectas orejas. Yo pecador. Aunque ella para nada se hacía la invencible, la delataba cierta mirada. Y una suerte de recónditos hipos cada vez que saludaba o se despedía de Juvenal. ¿No habría estado César Vallejo, en la Clínica Arago y poco antes de morir, arrecho por alguna de sus jóvenes enfermeras?