Para Antonio Cisneros i.m.

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NOTAS AL INCA GARCILASO

Soy viejísimo.

Realmente lo soy.

Mi madre hablaba en quechua

con mi tía Raquel

a la hora del lonche.

Me encantaba verlas alegres

en un lenguaje que no entendía,

que jamás entendí.

Con mi tío Epifanio mi madre también hablaba en quechua,

y aunque él andaba lejos

–inmerso en el trajín de su prole numerosa–

cuando ella murió, musitó:

“ahora sí que nos quedamos realmente solos”.

El quechua es un idioma que nunca he entendido.

Pero que consideraba mío por derecho propio,

hablaban y cantaban con él mi madre y mi padre.

Cantaron alguna vez –ya muy mayores–

un hermoso yaraví que quebró de canto a canto

la pequeña vasija que era nuestra casa.

Mi padre y mi madre se amaron, pues, a su manera.

Y compartieron todavía –después de aquel inolvidable yaraví–

como unos veinte años más con nosotros.

Resulta increíble estar escribiendo

sobre estas cosas. Se nota que también

nos vamos a morir.

Y jamás habremos aprendido el quechua.

Aunque es la palabra íntima de nuestra madre,

y los ojos pequeños y desconcertados de nuestro padre,

y el fuelle oculto en el corazón

de nuestros queridísimos hermanos.

Lo único que sabemos es que en quechua

no se puede vivir. En este orden de cosas.

Comunicarte en esta lengua es literalmente suicidarte.

Te aprietan fuertísimo la garganta

y el corazón se te sale de una vez por los ojos.

Antonio Cisneros (Lima 1942-2012)

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Comentarios

  1. Javier escribió:

    En quechua se vive, y hace mucho. De otra manera quizá a la que se vive en San Petersburgo. Todo estriba, para los limenos como nosotros, en comprender la manera.

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