Nunca hubiera imaginado Roberto Bolaño (Santiago de Chile, 1953-Barcelona, 2003) que su obra traducida al inglés forjara a un autor más vital y novelesco.
Roberto Bolaño (1953-2003) solía imaginarse como otro y a veces incluso como él mismo. Pero no había previsto que después de su muerte sería, en inglés, otro Bolaño, y tendría el papel espectacular de una nueva vida. Traducida al inglés en Estados Unidos, su obra ha hecho nuevo camino y ha forjado, en la lectura, un autor no menos novelesco. Como en otro de sus relatos póstumos, nos encontramos con un personaje más vital y libresco que nunca.
La sintonía de un escritor con el lector es uno de los misterios de la vida literaria, pero es también parte de la oferta editorial y las expectativas del mercado. Pero si la fama puede ser un exceso de presencia, que deriva en la saturación y el énfasis; la suerte post mórtem de un autor está hecha de zozobra, entre olvidos reparadores y ceremonias piadosas. Un escritor de éxito no sólo necesita de una agencia literaria sino de una agencia póstuma para la puntualidad de su memoria.
El hecho es que en su balance de los diez mejores libros del año, The New York Times Book Review (14 de diciembre) incluye la traducción de 2666, que Bolaño dejó lista para ser publicada después de su muerte. El entusiasmo con que el novelista Jonathan Lethem la reseñó es proverbial. Compara al chileno nada menos que con David Foster Wallace, el más talentoso narrador de la última promoción, cuyo suicidio a los 46 años enlutó a la comunidad literaria. Valorado ahora mucho más que en vida, resulta tristemente confirmado por la depresión que lo venció: la crónica melancolía de vivir un espectáculo trivial. Sus libros resistieron ser parte del desvalor, pero mucho me temo que su muerte termine haciéndolos más fáciles.
Ya Borges había protestado que Unamuno y Lorca no eran su biografía, ni siquiera sus destinos, sino sus libros. Bolaño, un borgeano callejero, estaría de acuerdo. Pero habría añadido que esos libros los convertían en autores de sí mismos; y en su propio caso, en la mofa de su destino, en la máscara de otra mascarada.
Pero, ¿quién es éste Roberto Bolaño que es leído en inglés como un personaje imaginado por Borges no sin truculencia? En una y otra reseña, comprobamos que es leído como perseguido por Pinochet, como exiliado chileno, enfermo y pobre, pero rebelde, vital y literario, y hasta adicto. Este exceso de biografismo ha creado un Bolaño probablemente menos interesante que sus personajes, meramente real y, por eso, falso. Tanto es así que Andrew Wylie, el más poderoso agente literario contemporáneo (su supuesta pretensión de adquirir la Agencia Carmen Balcells estremeció a las literaturas en español como una amenaza imperial), y su viuda, Carolina López, devota albacea y heredera, aclaran en una carta a The NYT Book Review (7 de diciembre) que Bolaño “no sufrió nunca ninguna forma de adicción a drogas, incluyendo la heroína”. Explican que, aunque “ampliamente publicado”, ese detalle es inexacto y que el “malentendido persistente” seguramente deriva de que su relato La playa está escrito en primera persona. “Ese relato es en verdad una obra de ficción”, confirma Wylie, poniendo a la literatura en su lugar; no en vano entre sus autores se cuenta Borges, cuya obra le debe (soy testigo) cuidado y protección.
»Leer más