En la tradición de la poesía peruana y latinoamericana se han sucedido buenos ejemplos que han intentado dar cuenta de la arqueología de la región. El modernismo la trabajó como una escenografía lujosa más para devolver a París. Neruda la abrumó de adjetivos que terminaron recubriéndola y alejándonosla. Martín Adán la trató como si fuera su propia alma de piedra aristocrática, aunque no por eso menos húmeda y hospitalaria: “y bañarnos con la india desnuda/ en chorro/ donde sólo alguna agua nos vea”. En los sesenta –de Ernesto Cardenal o Antonio Cisneros– formó parte de una prenda de marca (más o menos verde oliva), y la arquelogía también se dividió simplistamente en dos, como todo, como todos. En el Perú, algo después, Javier Sologuren se planteó el ir a ella de nuevo y desenterrarla. Pero el que ha emprendido la tarea con el recogimiento, temblor y gozo propios –de quien se adentra en un auténtico tabú– es el presente libro de Roberto Zariquiey. Y en esto acierta el poeta, no se pueden tratar las cosas realmente significativas sino con el respeto que inspira un auténtico candor.