Lexis:-Revista de Lingüística y Literatura (Lexis). 1998; 22(2): 267-72
En el presente trabajo pretendemos demostrar que la Cárcel de amor de Diego de San Pedro se enmarca todavía—en España, en la frontera misma del Medioevo con el Renacimiento—en la literatura de exemplum. Del mismo modo que la Disciplina clericalis y El conde Lucanor, la Cárcel de amor tiene un autor (narrador) omnisciente análogo al de aquéllas obras: el que está más allá o por encima de la acción y desea brindarnos un sabio consejo, una plausible lección. En realidad, siendo la intención moralizadora evidente en esta obra, lo que haremos es intentar describir cómo se lleva a cabo dicho tratamiento; si de un modo declarado y directo como, por ejemplo, el texto de Pedro Alfonso, o si más bien conceptista o indirecto como en los cuentos de El conde Lucanor. Veremos que la táctica moralizadora de Diego de San Pedro, si no gradual como la del último libro, es también conceptista, es decir, refiere las cosas al cuadrado. En primer lugar, una vez ubicados los dos narradores que hablan en primera persona en la obra, tenemos dos historias; una, la explícita y ya de por sí ejemplarizante, según la cual “el honor de la dama tiene prioridad sobre el amor del caballero,” y la otra que debemos inferir tomando en cuenta –sobre todo, mas no exclusivamente– la perspectiva del autor omnisciente, su planteamiento del problema en términos divinos: “y como ya Dios tuviese por bien que la verdad de aquella pendencia se mostrase, fue preso en aquella buelta uno de los damnados que condenaron a Laureola” (San Pedro 148). Es esta segunda historia la propiamente ejemplarizante y envolvente de la primera, de cara al envío de ella como totalidad—ambas historias—por parte de este “autor” a su señor, Don Diego Hernández, Alcaide de los Donzeles. De ahora en adelante, denominaremos segundo autor al mencionado “autor” mientras que llamaremos primer autor al “personaje.”
Esta dicotomía en el punto de vista y en la estructura de la historia (texto dentro de otro, texto al cuadrado) nos parece que está conceptualmente enunciada y anunciada, de alguna manera, desde el comienzo mismo de la obra. En la carta que la abre, poco después del “Muy virtuoso señor”, podemos leer algo fundamental: “Aunque veo la verdad, sigo la opinión”. En el contexto, esto puede pasar por una frase más de la retórica de la modestia; pero, creemos, que la sentencia puede aludir más bien (también) al Libro VII de La república de Platón, al famoso mito de la caverna que le sirve a este filósofo para hacernos distinguir entre la doxa (opinión) y la episteme (conocimiento); y valiéndose precisamente del recurso figurativo de la vista, del órgano de la visión. Mientras estamos dentro de la caverna, el mundo de la apariencia, de la doxa, y de la literatura—según Platón, la mimesis, inherente a aquélla, implica sumergirnos doblemente en la apariencia. Entonces, no vemos la verdad; sólo practicando la filosofía, una dialéctica racional y sistemática, podremos salir de la caverna y ver la verdad, el bien y a Dios.
Por lo tanto, consideramos que Diego de San Pedro tiene desde el principio una gran conciencia de lo que significa escribir esta obra, de lo que significa hacer literatura y no ensayar la mayeútica; aunque, sin expulsar al poeta ni menos a la poesía de su república, tratará de conciliar–y también sutilmente de distinguir– ambos campos del conocimiento. De esta manera, esquematizando el argumento, el primer autor será hijo de la literatura mientras que el segundo autor lo será de la filosofía (léase religión). Ambas perspectivas, entonces, no están en la Cárcel de amor diametralmente separadas, más bien coexisten, se entrecruzan, pactan por momentos más con unos que con otros personajes.
En este sentido, a la vinculación o afinidad explícita entre el primer autor—confidente y embajador—y Leriano, sucede otra—más sutil—del segundo autor (omnisciente y moralizador) con Laureola. Estos últimos comparten, por ejemplo, un concepto común sobre Dios, una ortodoxia orgánica, una fe sin fisuras (Dios es verdad, Dios es justo, etc.), diferente al planteo que en algún momento hace Leriano: “aunque algunos en ella [en la fe] dudasen, siendo puestos en pensamiento enamorado creerían en Dios y alabarían su poder” (San Pedro 161). Dudamos que el segundo autor rubrique esta idea de Leriano, aquél pareciera no creer en el amor (al menos en esta clase de amor, el cortés) y considerara más bien desembarazar de él al héroe: “plega a Dios que lieve tal la dicha como el deseo, porque tu deliberación sea testigo de mi diligencia” (San Pedro 93). Más aún, es en función de segundo autor (“más obligado a la virtud que ha la vida”, leemos en el comienzo de la obra) como debemos entender su aceptación de servir a Leriano: “En tus palabras, señor, has mostrado que pudo Amor prender tu libertad y no tu virtud” (San Pedro 92). Y viceversa, si como primer autor está más bien lejos de Laureola (no acata un acuerdo explícito con ella, ya que es sólo derivativamente su mensajero): ya hemos visto como segundo autor lo bien vinculado que está con ella.
Asimismo, no sin alguna fortuna, podríamos ir recorriendo el texto de la Cárcel de amor y ver cómo se sigue desarrollando esta dialéctica: amor cortés/ virtud. Por ejemplo, es muy importante regresar al “Comiença la obra” que es de alguna manera el lugar de tesis y antítesis conceptuales privilegiado de este libro, algo así como el repertorio dinámico de la poética de Diego de San Pedro. Aquí, por boca del caminante o primer autor, nos enteramos de lo que Leriano va gimiendo: “En mi fe, se sufre todo.” Entonces, por un lado, y de acuerdo a la relación que este autor-personaje mantiene con el lector, se cumple ceñidamente lo que muy bien apunta Alfonso Rey: “Su función primordial es la de enaltecer la figura del caballero enamorado, provocando en los lectores la conmiseración que experimentó su más directo colaborador” (98). Mas, por otro lado (la antítesis), y en cuanto al punto de vista del autor moralizante y omnisciente, en aquélla frase de Leriano—que ilustra su culto del amor cortés—pareciera no haber lugar a ningún consuelo ni, por tanto, a la esperanza cristiana; es más, el mismo héroe, en uno de los típicos raptos de lucidez que lo caracterizan, explica: “como los oídos de los tristes tienen cerraduras de pasión, no hay por donde entren al alma las palabras de consuelo” (San Pedro 106) .
Otro ejemplo de esta dialéctica podría ubicarse en el contexto de la segunda “Respuesta de Laureola al auctor”, donde ésta califica la labor del mensajero de Leriano: “si tu embaxada es mala, tu intención es buena, pues la traes por remedio del querelloso” (San Pedro 103); literal tesis y antítesis que no tipifica sino la propia dualidad del autor de esta obra: la “embaxada” va por el lado del primer autor o personaje, mientras la “intención” tiene que ver con el segundo omnisciente autor; obviamente, además, se subraya la complicidad moralizante ya antes explicada entre este último y Laureola. Afinidad ésta que explicaría el comportamiento final de la heroína, su real o aparente falta de amor por Leriano, digamos, su inevitable crueldad; ella tanto como el segundo autor están más interesados en la virtud que en el amor del héroe.
De este modo se van entretejiendo, en la Cárcel de amor, los cabos del amor cortés y la virtud; y es asimismo la manera en que ahora podemos ir entendiendo que, si bien la misión del primer autor, el personaje literario, fue un fracaso (intentar que cristalice el amor entre Leriano y Laureola), por otro lado, la del segundo autor, religioso o filósofo, fue un éxito: de ambos nobles protagonistas finalmente lo que se salvó fue la virtud. Luego, ésta es más importante que el amor. Y este, finalmente, es el discreto –implícito o sobreentendido– tema de la carta que dirige Diego de San Pedro a Don Diego Hernandes, el “Muy virtuoso señor” del encabezado.
Por otro lado, además, si tratáramos de señalar al mejor amante cortés en esta obra no sería el impulsivo Leriano; subrepticiamente se va diseñando otro en sus páginas, el “autor”. Este es tan o más “delicado” que los amantes y siempre es mesurado, el amor a Dios lo ha vuelto así, su ejercicio del bien, de la bondad. No es que sea sólo más discreto porque ya no ame o tenga más distancia de las cosas, que es como lo entienden los críticos, entre éstos Bruce Wardropper: “comprende las congojas de Leriano, ya que él [el “autor”] también estuvo enamorado” (382), sino sobre todo porque ama de otra manera. Tenemos nuevamente en esta obra, entonces, otra clara muestra de exemplum.
BIBLIOGRAFÍA
Marchese, Angelo y Joaquín Forradellas.
1986 Diccionario de retórica, crítica y terminología literaria. Barcelona: Ariel.
Miguel-Prendes, Sol.
1991 “Las cartas de Cárcel de amor.” Hispanofila 102: 1-22.
Rey, Alfonso.
1981 “La primera persona narrativa en Diego de San Pedro.” Bulletin of Hispanic Studies 58: 95-101.
San Pedro, Diego de.
1972 Obras completas II. Cárcel de amor. Keith Whinnom (ed.). Madrid: Castalia.
Sarduy, Severo.
1986 “El barroco y el neobarroco.” América Latina en su literatura. México: Siglo XXI.
Wardropper, Bruce W.
1980 “Entre la alegoría y la realidad: El papel de ‘El autor’ en la ‘Cárcel de amor’.” Historia y crítica de la literatura española. Francisco.Rico (ed.). Vol. I. Edad Media. Alan Deyermond (ed.).Barcelona: Crítica. 381-395.