Archivo de la categoría: Narrativa

Narrativa

Las palomas/ Carlos Eduardo Quenaya

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…y la piedra cae
del pensamiento al suelo

L.M. Panero

3

Viviré de mis ahorros –dijo. Podré vivir del dinero ahorrado –subrayó. Sin embargo, ¿de qué cosa hablaba si 200 jamás había ahorrado una sola moneda, si nunca había guardado un miserable sol peruano en su bolsillo? Dinero no tenía y familia tampoco. Así que luego del secuestro, o del abandono, pues lo abandonaron en un mercado, en medio del alboroto y la estupefacción de los compradores, luego del secuestro sólo le quedaba empezar a trabajar y pacientemente cultivar la amistad de, quién sabe, sus delirios.

Se dedicó, pues, a cultivar su arte. Pero no tenía arte alguno. Y se quedó pensando y mirando las palomas. En la plaza, la desierta plaza, decía para sí mismo, las palomas son seres que superan con astucia la proximidad. Y eso era todo. El día terminaba así como empezó, sin una verdad, sin ningún misterio enterrado allá en lo confuso.

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La garganta del diablo: Elecciones peruanas

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Keiko pasó a la segunda vuelta por la conexión entre su padre preso y el Inca cautivo por los españoles en Cajamarca. Para muchos peruanos, especialmente pobres y de la zona rural, su comandante sigue siendo Alberto Fujimori y no Ollanta Humala; en paradójica y post-moderna carambola de la metáfora acuñada por Tito Flores Galindo en su célebre ensayo, Buscando un Inca. Parecieran no importar los delitos, de lesa humanidad, ni los cuantiosos robos. ¿Pesaban a la hora de reconocer el poder del Inca sus excesos? ¿Solución? Suelten ahora mismo, de mentirijillas nomás, al padre de Keiko y asunto solucionado; estos últimos pierden la elección del 5 de junio y, entonces, el “Chino” que renunció desde el Japón por fax a la presidencia del Perú vuelve a la cárcel. Pero, hoy por hoy, qué nos hacemos con el otro comandante, vestido ahorita mismo, si no de franco, sí al menos de civil. Eso piénsenlo, evalúenlo y escríbanlo ustedes mismos, queridos compatriotas peruanos, apelando a la mitología o al cálculo de intereses –trans-nacionales y locales– más racional posible.

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Juvenal, forever

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Perdido entre la voz de estos sucesos y estos techos blancos, tomados por la niebla, inmisericordes, como los charitos que picotean la guava del jardín vecino… que impiden cosecharla… pero que como pajaritos son de los más alertas, gorditos, frágiles y adorables. ¿Qué hace Juvenal Agüero ahora mismo? ¿Cómo espanta las moscas y mata sus pulgas? Por lo que pareciera, no han vastado los años para borrarlo del mapa… para apagarlo con el extinguidor que cada uno de nosotros llevamos dentro. Menos su buen amigo Edgar Artaud Jarry, de Chilpancingo y buzo de la poesía, que ahora mismo anda con un megáfono leyendo poemas con jóvenes treinta o cuarenta años menores que él… -soy una pera, dijo uno de ellos, y estuvimos celebrando y riéndonos con esta ocurrencia por horas a través del skype. O bien la muchacha de Chiapas a quien la lectura que hiciera Juvenal, en aquella frontera de México, inspirara lo que sigue:

Palabras que llenan la habitación vacía

Palabras dardos

Palabras frías

Palabras tranquilas

Que se clavan sin permiso

En medio de la mente.

No duelen

Sí duelen.

Juvenal y su bolsa de agua caliente para poder dormir, dentro de no demasiados años. Juvenal cara a cara con la pelona. Juvenal recibiendo homenajes póstumos, absolutamente de mal gusto por inoportunos. Juvenal entre estas cortinas que involuntarias baten y encorvadas se traban y no permiten escuchar con claridad al viento.

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Retrato de César Vallejo/ Antenor Orrego

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César Vallejo, sentado al centro; Antenor Orrego, justo detrás y de pie.

Paréceme verlo todavía, a una distancia de más de treinta años [1955]. Figura magra, escurrida en demasía, flexible, ligeramente dislocada al caminar, de mediana estatura. Frente vasta, alta, sin ninguna arruga, con suavísima prominencia en la parte superior. Caía sobre ella, con gracia viril, desordenada en ocasiones, una bruna, copiosa y larga cabellera. Vigoroso el entrecejo, mas sin dureza ni acrimonia. Empero, lo característico de su semblante eran los ojos buídos y oscuros, sumergidos a pique en dos cuencas profundas, abismales casi. Parecían taladrar, estuporados de misterio, el enigma de la vida, desde la honda sima de su alma. Y, luego, los pómulos salientes y el audaz mentón beethoveano que avanzaba, como una quilla cuadrada y resuelta, que acometiera, por anticipado, el duro destino que le aguardaba. El rostro, en conjunto, de rasgos originalísimos, daba la impresión tan honda, difícil.

Memoria, mezcla de bondad y energía, a la vez. No tenía puras facciones de indio, ni tampoco de blanco. Menos aun esa hibridación fisonómica del mestizo tan frecuente en nuestro pueblo. Repito que era una efigie muy original, de vigorosa, armoniosa y enérgica unidad de expresión. El pergeño, en conjunto, traía al recuerdo la imagen de Abraham Lincoln moreno. Tenía, más bien, por sus facciones, por sus gestos y por su color amarcigado, el aire de un hindú. Hablaba poco y poseía una noble seriedad en la actitud. Jamás le vi colérico, aunque se le adivinaba transido por angustiosas inquietudes internas. Era incapaz de herir a nadie. Magnánimo y tolerante siempre. Cuando se producía una situación tensa o violenta entre amigos, le afloraba el humor a los labios. Una graciosa y amable agudeza deshacía la tempestad inminente, como por ensalmo.

Ambos supimos, desde el primer instante, que íbamos a ser amigos de toda la vida. Lo supimos por esa intuición juvenil que nos alumbra, a veces, desde el futuro, panoramas enteros de nuestra propia existencia (90-91).

Era un niño que en ciertos momentos sufría las agonías de un hombre (114).

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Otro fragmento de Una ola rompe

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“Rompe olas”/ Macarena Vita

-¿Te acuestas ahora temprano o tarde?, pronuncio directo por el hilo de mi celular.
-Hola Josecito (así me denominan entre la familia)… cuando hay un programa bueno me acuesto a las 11 o 12, pero me sigo levantando a las 5 y media…
-A comprar el pan!
-Parece que todo se distiende… me encontré con C (nombre de esposa y de censura)… fui al mercado por mi medio kilito de azúcar y allí la vi… claro, no he estado con ella por cuarenta años por gusto… quiere visitar mi cuarto… yo vivo sin mujer, estoy solo, ella no me cree… hay posibilidades. Pero no sé qué hacer…
-Tómate tu tiempo.
-Heeee…
-¿Y las sábanas… te sirvieron?
-Allí mismo dentro estoy… bacán.
Y La Lorita que escucha y a la que cuento mi conversación dice que qué bueno que van a enamorarse otra vez y yo digo que puede ser pero que se le cayó la tragedia a todo este asunto la cresta a esta ola boba que parece ahora mismo y por el contrario una babosa del parque un godzila reptante a través de una lupa barata y, por lo barata, además distorsionada.

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Fervor de Villa Mella

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Me encantó tu relato, Armandito. Yo también he dado mis pasitos, son-andinos, en aquella mítica terraza de Villa Mella… sin los zapatos ni el sombrerito de rigor para el baile, nunca; pero con puro latido vallejiano-lezamesco entre esas bien cebadas jebas. Siempre he creído que la noche en V.M. empieza en El Torito y termina, de algún modo, sobre las rompientes del Callao… mismo mar, a esas horas, denso, prieto y encantado.
Evohé!

Luego de responder el e-mail de Armando Almánzar Botello, su buen y casi único amigo en la actual Secretaría de Cultura de la República Dominicana, a Juvenal Agüero le vino a los labios la noche de Santo Domingo. La verdad es ruido; lo evidente, mera apariencia; la certeza, ave esquiva y migratoria… pero en Villa Mella la REALIDAD –así, con mayúsculas– “nos cae arriba” (constantemente nos viene encima). Librados estamos a que, de un momento a otro, se destape la olla del sancocho… una bala, una luz alta, un beso enfilen hacia ti y rasguen de pronto la secular oscuridad. Y te revelen, entre pareciera ya extra-terrestes apagones, las cosas tal como realmente son. Puro olor. Y pura entrega a la música. Una bachata interminable.

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‘Melodía en mi’/ Davo Valdés de la Campa

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Caminé hasta el patio, las hojas pardas cubrían las lágrimas póstumas. El viento temeroso cantaba las siete de la noche. Los colores se distorsionaban conforme caminaba hacia los pocos rayos de luz que el sol desbordaba entre las grietas del techo. Ya nada tenía sentido, no me importaba si el sol se apagaba en un suspiro o si el tiempo se detenía ante mí para absorberme en sus misterios.

Un día antes.

Llegué a casa. Todo estaba apagado, excepto la música: eran guitarras tristes sonando, era el preludio de muerte. Las nubes teñidas de rojo se mezclaban con la naciente luna. Entré por la puerta trasera y me di cuenta que la cocina estaba destrozada, más que de costumbre. Cada habitación había sido saqueada. Subí las escaleras sin prender las luces. Atravesé el pasillo, el disco puesto estaba rayado y se repetía una y otra vez en la nota más triste de la melodía. Llegué al cuarto de mis padres, el clóset estaba revuelto. Al parecer toda la ropa de mi madre había sido robada. Miré por la ventana y sentí en el pecho presión, pude divisar a lo lejos un árbol y a su alrededor un murciélago volando sin rumbo fijo. Me estremecí y bajé las escaleras. Al llegar al último escalón prendí la luz. Mientras las diminutas partículas de polvo se esparcían en torno al foco, uniéndose a los mosquitos hambrientos de ella, pude ver a mi padre en el sillón. A su pie una botella de ron se derramaba y se recargaba en otras tres vacías.

Caminé lentamente, algo dentro me decía que retrocediera, pero mis pies no respondían. El aparato de la música se apagó. Algo apestaba conforme me acercaba al sillón donde mi padre estaba sentado. A unos pasos me di cuenta que estaba inerte. Lo descubrí cuando vi el vómito en su pecho, cuando vi sus dedos blancos, sus ojos perdidos, su pantalón mojado. Al acercarme un poco más descubrí una nota encima de la mesa de la sala. Reconocí la letra de mi madre y la tomé con dolor. Observé a mi padre, descansaba con pesadumbre. Sus facciones reflejaban una tristeza de años, fracasos y mentiras atrapadas entre sus parpados cansados.

Leí la nota que decía:

Hijo, tu padre ha muerto. Esta vez las botellas se le han pasado. Considérame muerta a mí también. Me llevo los ahorros y mi ropa, no puedo continuar viviendo la mentira y seguir dañándote.

Te quiere, tu madre

La letra reflejaba el efecto de la heroína en ella. Podía ver en esas palabras la verdad que se escondió durante tanto tiempo entre ellos dos. Ese silencio que perduraba horas: mientras él consumía botellas para olvidar, ella se inyectaba la muerte entre sus brazos para no sentir.

Apagué la luz y me senté junto al sillón. Tomé la mano de mi padre, estaba fría.

La sala entera parecía repleta de fantasmas y entre ellos mi padre intentando huir, atrapado sin salida en esas cuatro paredes. Podía mirar entre el techo a mi madre perdida, en algún autobús rumbo a ningún lugar, llorando, riendo, sudando, temblando.

Pasaron las horas, el frío empezó a colarse, el olor seguía empeorando. La desesperación explotaba en mi cabeza, en mis pensamientos. La ira, el dolor, la terrible sensación del abandono. Quería destruir la casa entera, quemarme en ella y quemar toda la miseria que habitaba entre nosotros. Salí al patio, necesitaba volar. Transité entre los árboles, entre las sombras, entre las penas y las flores marchitas. Llegué a la piscina, el agua verde reflejaba las ramas secas de los hules. Lloré desconsoladamente, de rodillas y con las manos en el suelo. De pronto, escuché un ruido, eran pasos. Volteé y ella llegó a la orilla de la alberca, se limpió la cara y sacudió sus largos cabellos negros, su mirada era una bandada de aves negras volando hacia mí.

¿Acaso era la esperanza vestida de muerte, acaso la salvación o la oportunidad falsa de una vida nueva?

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Rosas de Madrid/ Milia Gayoso Manzur

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El estaba comiendo una naranja, comiendo hasta la pulpa, trocito a trocito, como un niño que acaba de encontrar un trozo de chocolate. Yo leía a Neruda, o lo releía, una de las tantas veces, mientras tomaba de nuevo un café para esperar a que llegara María Antonia.
El me sonrió, con su boca manchada de pequeñas gotitas. Tuve que corresponderle porque era muy amable. Tenía la mirada más dulce que había visto en mi vida, incluso más que la de Juan Ignacio que es tan gentil y todo el tiempo está tratando de agradar a los demás.

Se cayó un jazmín seco del libro y él saltó hasta el suelo, para agarrarlo, antes de que se perdiera bajo los pies de alguien o el viento se lo llevara lejos. Lo tomó con suavidad y me lo entregó como quien agarra un diamante. Gracias, le dije, sonriendo nuevamente y agarrando el pequeño gajo seco de la flor. ¿Qué flor es?, preguntó con su acento tan español. Es un jazmín, le dije. Me gusta poner flores entre las hojas de los libros, le expliqué.

¿Lo puedo oler?, preguntó y le dije que ya había perdido la mayor parte de su aroma porque llevaba allí bastante tiempo, pero le alcancé otro gajo con tres pequeñas flores amarillentas pero hermosas, para que los guardara de recuerdo. No se por qué lo hice, quizás porque me halagaba que alguien se interesara por algo tan pequeño pero importante para mí.
Creo que se sorprendió mucho con el presente. Se lo colocó en la palma de la mano y cerrando los ojos trató de capturar su antiguo perfume. Se lo agradezco tanto, dijo y volvió a su mesa. Colocó mis jazmines entre los papeles guardados en su maletín y volvió a tomar su naranja.

Yo regresé a los ?Versos del capitán? mientras esperaba que llegara mi amiga. Comenzaba a atardecer en ese café madrileño, mientras los minutos pasaban plácidos. Era primavera y yo me encontraba ensimismada en los versos cuando sentí que se sentó a mi lado. Dijo que le gustaría regalarme una rosa para que la guardara entre las hojas del poemario, si es que eso no me ofendía. Sonreí, me gustaba la idea. Había visto las rosas de España en los jardines de las casas y en los puestos de venta, y me quedé maravillada de su tamaño y belleza. Si, me encantaría, le dije. Entonces me pidió que lo esperara un momento, que no me fuera aún.

Un rato después llegó María Antonia, con un montón de regalos para mis hijas. Mira, este es para Macarena, dijo, mostrando unos pendientes de perlas y pequeñas piedras. Esto para Leticia, ¿le gustan los brazaletes?, y a las mellicitas les traje estas muñecas, ¿no son una monada?. Revisamos cada regalo, tomamos café, charlamos sobre todo lo que podiamos abarcar en ese espacio de tiempo, atropellándonos con las palabras y con las emociones.

Entonces él volvió. Tenía una rosa color té en las manos, una sola enorme rosa, cuyo perfume tomaba todo el aire. Gracias, le dije, y apreté la flor contra mi pecho. María Antonia me miró sin entender qué pasaba. Yo tomé uno de mis propios poemarios, que había traido para dárselo a mi amiga, incluso, ya estaba dedicado a ella y se lo entregué. Lo tomó con las dos manos, nos saludó con una gesto y se marchó. Con la rosa, había dejado una tarjeta. Mi amiga me preguntó de quien se trataba, le expliqué que no lo sabía y le contè lo ocurrido. Guardé la tarjeta en mi billetera, en medio del mar de papelitos, carnets y recibos. Continuamos charlando durante dos o tres horas, sin parar, riendo, contando anécdotas, llenándonos de recuerdos.

Volví a Paraguay al día siguiente, con mi rosa apretada entre las hojas del libro y su sonrisa guardada en algún lugar de mis recuerdos.
Pasaron unos meses y encontré su tarjeta: Pedro Eduardo Jovellanos. Era el alto ejecutivo de una consultora, y me había dejado sus coordenadas en ese papel, con un gracias por los jazmines, escrito con tinta negra. Tuve el impulso de enviarle un e-mail, pero volví a guardar la tarjeta en el mismo lugar? Un mes después, un carterista me despojó en la calle de mi bolso y todo lo que tenía adentro. Entonces perdí para siempre la posibilidad de reencontrarlo.
?????????.
Acabo de volver a Madrid, después de cinco años. Hace cuatro meses que murió Juan Ignacio y aún no puedo reponerme. Lloraba todo el día y ni siquiera la presencia de mis hijas lograba sacarme de la depresión, entonces mi médico sugirió que hiciera un viaje, a un lugar donde me sentiría bien. Y elegí volver a España, a Madrid, para caminar por Cibeles y mirar las rosas, para sentarme en algún café y quizás reencontrarme con María Antonia y volver a hablar sobre esa ciudad donde ella vivió varios años con su familia, para contarle sobre las cosas nuevas y las que no han cambiado de Asunción, como sobre los lapachos rosados que a ella le fascinaban.

Entonces pensé en él, y tuve ganas de llamarlo, pero ya no tenía su tarjeta. Pregunté al conserje del hotel sobre a qué número de la telefónica podría llamar para conseguir un dato. Me lo dio. Llamé y le dije al operario, que todo lo que sabía era que se llamaba Pedro Eduardo Jovellanos y que vivía en la zona de Las Rosas, de Madrid. Me encontre al otro lado de la línea con una persona muy amable, servicial? me indicó que con ese único dato era difícil, pero que esperara un rato? Tengo tres personas con ese nombre, me dijo al rato y me dio los números.

Marqué uno de ellos y me dijeron que se encontraba de vacaciones en Marbella, Marqué el otro y me respondió un anciano muy afectuoso que insistía en querer conocerme, y luego, la tercera posibilidad. Me atendió una mujer y pregunté por el ingeniero tal, al que supuestamente le traía recados de parte de unos consultores paraguayos. Tuve mucha vergüenza porque imaginé que sería la esposa y me sentí una traidora. Ella tomó el mensaje y dejó el número del hotel donde me hospedaba.

Salí a caminar por la ciudad, para tratar de recordar los lugares donde había estado la vez anterior, con ese grupo inolvidable de escritores latinoamericanos. Caminé varias cuadras, llegué hasta Casa de América y me senté a tomar un café mientras decidía adonde ir, para tratar de aplacar la tristeza enorme que me cercenaba el alma. Me puse a escribir mucho tiempo, como no lo hacia desde que murió Juan Ignacio. Lloré, escribí, lloré? la dependienta me acercó varias servilletas más y me trajo un vaso de agua sin que se lo pida. Agotada, volví al hotel.

El conserje me dió varios recados. Todos eran de él. Pedro Eduardo Jovellanos llamó a las 14,30, las 16,10, a las 18, dice que la volverá a llamar o que usted lo ubique en este número. Me acosté a dormir y a pensar en Juan Ignacio y en esa muerte absurda que lo separó de nuestro lado para siempre. Extrañé a las nenas y me dormí con sucesivas pesadillas.

A las 8 me despertó el teléfono. Era él. Reconocí su voz y su sonrisa al otro lado de la línea. Me preguntó si podrìamos tomar un café. Nos encontramos a las tres de la tarde, en el mismo lugar donde nos conocimos cinco años atrás. De nuevo era primavera en Madrid. Yo llevé un libro mío para regalarle, la novela sobre la indígena que se casó con el conquistador español y le dio nueve hijos. Adentro tenía varios jazmines.

Me esperó con un ramo de rosas amarillas? ¿Còmo sabías que me gustan de este color? Le pregunté, aún antes de saludarlo. Porque hace cinco años que leo tus escritos en Internet y todo lo que se escribe sobre ti, me dijo mientras me ofrecía una silla. Le dí el libro que le había traido y me contó que su hermana, la que atendió el teléfono, era una apasionada de la historia americana.

El ya sabía lo de Juan Ignacio, y presentía que alguna vez yo volvería a Madrid, o lo llamaría desde Paraguay, para que fuera a buscarme.

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Microrrelato de Armando Almánzar Botello

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Al despertar Gregorio Samsa -aquella otra mañana-, de su programado y letárgico sueño habitual, alumbró de improviso su conciencia la maravillosa noticia… Por la radio matutina una voz entusiasta le decía, de un modo familiar, personalizado y convincente:
-Ya no eres un monstruoso insecto, ni el burlado empleaducho público, ni el pobre viajante de comercio, sino un cyborg postmoderno beneficiario de los Programas Privados de Asistencia Social…

Restregándose lentamente los ojos y escéptico al mirar el espejo, Gregorio se sentó trabajosamente en el borde de su cama. Escuchó de inmediato en su mente, por telepatía nano-robótica y con invasivo pavor, la voz plutocrática de Bill Gates que decía, en sesión extraordinaria de la Asamblea General de las Naciones Unidas:
-¡Vean ustedes, señores estadistas, qué filantrópica forma tenemos los puros estetas, de fraguar convincentes negocios con la hermosa Eternidad!

Agosto de 2010
Santo Domingo, República Dominicana
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Presentación de la novela de Juan Carlos Mústiga ‘Prisionero en la calle’

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“Espacio Cultura Editores” es un nuevo proyecto editorial que ve la luz, sin urgencias y en tiempos de crisis, producto de la pasión por el arte, la creatividad y la edición, de un grupo de autores provenientes de campos tan diversos como la literatura, la fotografía, la música o la arquitectura. Nuestro fin es editar proyectos en los que creemos, fomentando el largo recorrido y la apuesta por el autor, antes que el éxito inmediato.

Nuestra carta de presentación bien quisiera parecerse a aquello que dejó dicho Goethe en una de sus cartas a Schiller: “Cuando no se habla de los escritos, como de los actos, con afectuosa simpatía, con un cierto entusiasmo fanático, queda tan poco que no merece la pena hablar de ellos; la alegría, el placer, la participación en las cosas es lo único real, que a su vez produce realidad; todo lo demás es vano y sólo obstaculiza”.

Proponer obras que tengan consecuencias, evidenciar talentos y disfrutar con la no siempre fácil relación autor-editor son nuestros presupuestos de partida. Es por esto que poder contar con la generosa participación de Juan Carlos Mústiga, editando su nueva novela “Prisionero en la calle” es para nosotros suerte y privilegio a partes iguales.

Tienen que saber que el que suscribe conoció a Juan Carlos por medio del gran poeta peruano Pedro Granados, al que, por cierto, también queremos editar más pronto que tarde. El caso es que gracias a una conferencia internacional que lo trajo a España, me regaló una tarde de sábado inolvidable. Porte criollo y sonrisa de paseante viajado del Callao, me recibió en el umbral de su hotel para contarme de su afán. Largo y prolijo afán, la Moleskine, que no grabadora, las grabadoras resultan inoportunas y poco veraces, echaba humo. Así, entre las líneas de Vallejo y la poesía de mi hermano Pedro Granados, Juan Carlos Mústiga tienta a la vida probando mil maneras de vivirla, la docencia universitaria, la edición, el publicismo, el negocio de la pesca en la generosa plataforma litoral peruana, donde —nos dice— las licencias debiera concederlas Neptuno y no el gobierno; el periodismo y, naturalmente, la escritura, que es su mayor gloria, aunque Mústiga, como todos los grandes, no se concede ni un instante de egolatría.

Escribe a vuelapluma sobre cualquier cuaderno que le viene al paso, ni tiembla ni duda, la caligrafía —cómo le gusta el trazo— corre libre para decir, por ejemplo: “Soy peruano y viajo siempre a través de mi lenguaje, prisionero voluntario del habla de mi país”. Me contó entonces que preparaba una nueva novela urbana, “Prisionero en la calle”, allí impostaría algunas voces de su “Manual de pistola automática”, desde un punto de vista tal vez más amable, aunque igual de necesario. La tristeza endémica —nos decía— por la conciencia del paso del tiempo, el viaje permanente, la infancia evocada; en fin, literatura, que es de lo que se trata. En el ínterin hablamos de aficiones comunes, los hijos, el cine, los amores perdidos, el mar, la caza, que no pesca, submarina; sus tiempos como depredador a pulmón, junto a los viejos “rascaplayas” del Perú, pioneros del submarinismo en aquel luminoso país, todo ello reflejado en un libro delicioso: “Cuadernos submarinos”, que apenas ha subsistido un par de días sobre la mesilla de noche.

Quedamos entonces en pergeñar algún proyecto común y miren ustedes por donde, hoy “Prisionero en la calle” ve la luz en edición conjunta con la editorial limeña Arcadia, pronto lo hará aquí, al otro lado del charco, para que el lector español pueda disfrutar de la grandeza literaria de Juan Carlos. Les puedo asegurar que con este proyecto se fragua uno de nuestros mayores deseos. Desde este Viejo Continente miramos con admiración pasmada, perpleja, la energía creativa de este Nuevo Mundo tan fértil en talentos y en desdichas. Y es en la literatura donde esa creatividad se muestra más generosa, la lengua castellana se enriquece y se cuaja de matices, de palabras, de vida. ¡Qué hermosa aquélla frase de la liturgia, “El verbo se hizo carne…”! El verbo se hace carne en la novela de Juan Carlos. Manfredi, Petra, La Profe, Miles y Lunfucker, vida, carne, violencia y ternura. También Giovanni, y Liuba y los hermanos Torres, los pobrecitos. Y, sobre todo, la libertad ¿quién más libre que nuestro prisionero? Una voz cargada de la libertad que dan las pasiones, los recuerdos, los amigos, la literatura y la supervivencia.

Juan Carlos es un francotirador de las palabras. Cada una de ellas, certera como la honda de Manfredi, nos va desgranando la vida del prisionero a golpes, a flashes, al ritmo exacto en que el corazón bombea la sangre al cerebro. Del corazón al cerebro, ideas, imágenes que se agolpan y atropellan impulsadas hacia el texto como en una estampida. Aquí aparece en todo su esplendor y crudeza el ser humano, el hombre como aquel mono desnudo de Desmond Morris que al final somos todos cuando nos quitan los aparejos y las cosméticas del cuerpo y de la mente. ¿Dónde termina Juan Carlos y comienza Manfredi? El prisionero en la calle respira realidad, una realidad tan alejada de otras realidades inventadas, que nos acaba doliendo. Porque nos reconocemos ahí, en el Colegio Luciérnaga al que todos hemos ido, porque es el lugar de todas las infancias y pobres de los que no lo recuerden. Y porque Rilke nos reveló que la patria del hombre es la infancia y no hay nada más cierto que eso.

Estamos convencidos de que a la novela de Juan Carlos le saldrán patas para caminar el mundo asombrando con pura literatura, tan peruana por el vocablo y tan universal por la potencia literaria. Deseamos que la paladeen y la disfruten, al rematar verán que Juan Carlos deja poso y pertinencia, ni siquiera puede evitarlo, lo suyo es el acto literario.

Hoy estás de enhorabuena “my friend” o como tú dices en la novela: . Sonrió al recordar el sobrenombre que le habían puesto los muchachos en la oficina, My friend. Maifrén, como sonaba. “Mi amigo”, pero en inglés, porque también le decían gringo, a él que era más peruano que la pobreza y la mala reputación y el color guinda del pasaporte nacional.”

Muchas gracias y un abrazo fraternal desde España.

Juan Granados

Cristóbal Crespo

Espacio Cultura Editores

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