nadie es feliz. una cremallera aprisiona tu prepucio infantil. olores de oso, los tuyos, de perezosas arañas, de hormigas sorprendidas apelotonadas, y con la cabeza gacha, al interior mismo de sus galerías. añoras la concha, el estuche, la vaina. eres sistemáticamente violado por la intemperie. nadie es feliz, carajo. cien son las prohibiciones y mil las limitaciones. dos mil son nuestras penas. sin embargo, eres un ángel y no lo sabes; un niño aún, y lo ignoras. sientes que estás como abandonado, y entonces corres detrás de la amistad, persigues infatigablemente la compañía. -Lucho no sale a jugar, está haciendo sus tareas. frente a la casa de Angélica, ni preguntar. y tu jugando vanamente con una pelota de jebe contra los muros, botes. entre los muros. tuya es el hambre y la inocencia. tuya también la curiosidad. ¡qué coro de ángeles atormentados son todos!, eso piensas, y quisieras no pensar, no recordar, nunca traficar más con lo humano. añoras la vaina, la concha, la madriguera. tu genitalidad precoz, sin embargo, te atrae irresistiblemente hacia tus semejantes. a los siete años ya has dormido con más de una mujer, has robado, has sido descubierto, se te ha dictado sentencia. sin embargo no estás en una cárcel. a pesar de lo malo, cruel e inconsciente que eres no estás en una cárcel. y juegas libre con tus arañas: en cautiverio las alimentas y las haces pelear hasta que sólo una de ellas queda viva. has robado y sabes que a tus padres los has puesto más viejos y más tristes, a tus hermanos más desamparados todavía. todo esto lo sospechas, lo sabes ya a tus siete años. como el olor de Marcela que salta en calzón y con todos sus bucles sobre una cama amplísima y mágica para tí; como las hermanitas mayores de Marcela que literalmente te dan a pelliscar, a besar sus culos en una ronda de nunca acabar, del piso –el de aquel dormitorio que no es el tuyo– a aquella tan espaciosa cama. eres un ladrón, los cincuenta soles aunque no los cogiste para ti, los robaste. eres un ladrón, entonces, y un huele culos. añoras la vaina, el estuche, la madriguera. sólo tus moscas, tus hormigas y tus arañas te otorgan algo de consuelo, te hacen furtivamente feliz. un niño no eres, entonces, aunque a la maestra sonrías como un infante, y te hayan premiado en tu escuelita por haber enseñado a escribir AGUA correctamente a todos tus compañeros, AGUA sobre la pizarra y en tiza blanca, AGUA sobre los ojos de todos aquellos niños que escribían AHUA, AUA, HAGUA, etc. letras que no te dicen mayormente nada porque para ti son mucho más elocuentes las sensaciones que sientes sobre tu carnoso prepucio, y las moscas brillantes y acorazadas que has aprendido –nadie te lo cree- a hipnotizar, a ensartar con una aguja y tener patitas arriba, y contemplarlas volar poco después como si absolutamente nada hubiera sucedido. no eres un niño, carajo. en este mundo nadie es feliz. por eso adoras sorprender sonriendo a tus padres, aunque sea a cada uno por separado, pero sonriendo. botes mucho más largos y espaciados los que atinas a dar ahora con esta pelota. el prepucio te duele para siempre.
De Prepucio carmesí (New Jersey: Ediciones Nuevo Espacio, 2000)