La poesía es, ante todo, una relación. No es hacer, a priori, algo particular con el lenguaje; aunque, como dicen por allí, todo poema logrado sea necesariamente “experimental”. Menos, resulta importante aquello que se diga en el poema: notas personales o topoi. Sin aquella red o vínculo, sin aquella coincidencia, sin aquel melting –con la cultura, con la historia de los hombres o con el paisaje– no existe el poema o lenguaje “elevado a su máxima potencia” (Ezra Pound). Sino sólo voluntarismo o desasosiego, que se refleja –finalmente– en el afinamiento de la propia técnica; sólo un sujeto poético auto-persuadido y autoritario desvinculado de la poesía y, por lo tanto, también de los demás (hombres, plantas, piedras, estratósfera y animales); o sobre todo, es muy común entre los profesores-poetas, mera agenda teórica o erudición (“no es sordo el mar, la erudición engaña”).
Ahora, aquella relación o red no se halla restringida a los “iluminados”; más bien, ante todo es democrática y cultivable. Aunque su desarrollo o cultivo constituya lo más atacado políticamente; desde la institución misma de la literatura –cátedra, prensa, crítica no preparada o renuente a ello– hasta los propios poetas “consagrados” o avalados precisamente por aquella misma institución. Institución literaria de carácter no únicamente local (Perú, Argentina o México) sino en correspondencia, asimismo, con la división internacional del trabajo o “república mundial de las letras” (Pascale Casanova).
En este sentido, obviamente, existe entre los poetas diferentes niveles –de más a menos intensos– de relación o ecualización con la poesía. Por ejemplo, el último que la representa de modo pleno en el Perú es la obra de Luis Hernández Camarero; ni Rodolfo Hinostroza ni mucho menos Antonio Cisneros –otros poetas de su promoción– se hallan a su altura. Otro que la trasluce, aunque de modo intermitente y cada vez más opaco en su obra, puede ser José Watanabe; sobre todo cuando trasciende el narcicismo o el patetismo a costa de su conexión con los saberes (tradición oral o refranero) de su natal Laredo. Antes de Luis Hernández, por supuesto, tenemos varios hitos que en el Perú conforman ya una bendecida tradición: César Vallejo, Martín Adán, César Moro, José María Arguedas, Jorge Eduardo Eielson y Javier Sologuren, sobre todo; aunque el impulso de Blanca Varela en el trampolín –hacia la zozobra– a muchos convenza y, acaso, sea de por sí suficiente. Luego, desde los años 70 para acá, por lo corto del tiempo aquella cadena está por clarificarse. Y esto será producto –como siempre– de una institución literaria; aunque ahora mismo se halle entre las cuerdas. Tocada también, como todo lo institucional en el Perú, por la corrupción y otras carencias ya seculares. Y donde, hoy por hoy, ser o no ser poeta para nadie constituya algo de particular cuidado.
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