Carlos López Degregori, dotado verbalmente para la ardua tarea de hablar de sí mismo (o de los suyos). Apartado aristócrata ante su ineludible lluvia de fuego. Escenas modernistas cuya verosimilitud no encaja con el “látigo” de la cumbia ni el aroma de las marmitas donde asoma resignado el chicharrón.
Antonio Cillóniz, eximio retratista y, cuando lo amerita, incluso notable caricaturista; aunque sin poética. Gran lector del Siglo de oro, y de la didáctica poesía peninsular de posguerra, pero que no cuaja en levantar un gran autor.
Isaac Goldemberg, como en su narrativa, su errancia poética añora la costa norte del Perú. Aprendió, alguien le enseñó, a leer en las hojas de coca el destino humano. Necesario distanciamiento, intelectual-afectivo, para acercarse y tratar sobre lo menudo que somos y, finalmente, sobre la historia tan breve que vivimos.
Carmen Ollé y Giovanna Pollarollo, entre una larga lista de epígonas de Blanca Varela, su visibilidad no se explica sino por el subdesarrollo educativo y la propaganda que hace de sí misma la pequeña clase letrada en el Perú. Blanca Varela que tenía todo para ser una gran poeta, pero se conformó con la opinión de los otros, con aquella ovación de aquellos que usualmente son los mismos.
Adriana Dávila Franke, La azotea amarilla (Lima: Katherine Sanabria Reynoso, 2022), nuestro Javier Heraud en femenino. La pureza de vida de ambos constituye un peligro, tanto como el imán de sus versos. Intensa vocación simétrica, posantopocéntrica, monitoreada por el río, en la poesía de Javier; por el sol en los versos de Adriana. Y por la inteligencia (poshumano discernimiento) en los poemas de Sasha Reiter, un tipo de inteligencia a lo Paul Gauguin o a lo César Vallejo, sin utopías ni distopías: hacia otro momento o condición de la vida y del lenguaje. P.G.
(Continuará)
http://blog.pucp.edu.pe/blog/granadospj/2022/10/12/adriana-davila-franke-en-sol/
Una furtiva lágrima!