Santo Domingo, 1951- New York, 2001
Nos ha sido particularmente grato conocer más de la poesía de Carlos Rodríguez (1951-2001), que no sean sólo los poemas antologados en Juego de imágenes, libro ya mencionado, y en Los nuevos caníbales v.2. Antología de la más reciente poesía del caribe hispano (Santo Domingo: Isla negra, 2003). Poemas que, a su turno, llamaron ya poderosamente nuestra atención y que pertenecerían a su único poemario hasta esa fecha publicado”, nos referimos a El ojo y otras clasificaciones de la magia (1995), ya que a sus restantes poemarios inéditos tenemos acceso sólo con la presente publicación de El West End Bar y otros poemas y Volutas de invierno (Santo Domingo: Ediciones Ferilibro, 2005), quedando pendiente todavía la edición póstuma de “Puerto gaseoso” que reúne poemas escritos entre 1991 y 1992. Notable acontecimiento literario, entonces, que comienza a hacerle justicia a uno de los poetas dominicanos más interesantes de las últimas generaciones. Por lo tanto, el presente volumen junta dos poemarios distintos en uno; El West End Bar y otros poemas que reúne textos compuestos entre 1980 y 1990, y Volutas de invierno donde, por su parte, accedemos a poemas escritos entre 1995 y 1996; aunque, asimismo, también a través de la solapa del libro nos enteramos que al momento de morir trabajaba simultáneamente en “El libro de la muerte” y “El lago de la erótica.
En nuestro artículo anterior nos referíamos a él con estos términos:
“dada la modernidad de su personal registro, entronca con lo que tratan de hacer los más jóvenes. Del Siglo de Oro español hasta Jaime Gil de Biedma, pasando por Antonio Machado y Luis Cernuda, su poesía exhibe con acierto algo de aquel festín de la palabra sumado a una incisiva y, muy contemporánea, ironía: “Sólo un ronquido escucho además de otro murmullo/ que es constante./ Los cuervos hablan hoy en la mañana y mi ventana es un nidal./ El libro de estas cuerdas es una gran fiesta/ que acaba a ratos./ Amanece y está el residuo limpio de la noche./ Una muchacha duerme en la otra sala,/ un amante en el sofá y mi mujer, que es la del ronquido” (“Amanece”) (Granados 2001)
Poeta que declaraba que “leer poesía era leer a Vallejo” (Sánchez 149), en esta oportunidad corroboraríamos esta presencia también en su propia obra; aunque, matizando, que Vallejo está presente, pero a través de la poesía de otro peruano, Luis Hernández Camarero. Filiación ya establecida, creemos que con fortuna, por León Félix Batista en el “Peludio” (17) y quien, asimismo, también acierta a recordarnos que: “Aunque nació en 1951 y escribió toda su obra entre 1980 y 2000, no es posible ubicarlo entre los grupos correspondientes a su edad fisiológica -Poeta de postguerra- o su edad literaria -Generación de los 80- ni tiene prosélitos ni antecedentes visibles en la historia literaria dominicana. Estos libros lo convierten en la voz por excelencia de la diáspora” (17). Lo que no corrobaramos, para nada, es la insistencia de Batista en pretender vincular a Rodríguez y a Hernández con el neobarroco, al menos que con la atingencia de “pero siempre en el asilo de la legibilidad” (16) ampliemos el concepto hasta hacerlo inmanejable.
El West End Bar está constituido por sesenta textos relativamente breves, algunos incluso epigramáticos, divididos a su vez en dos partes; la I contiene los primeros 16 poemas, la II todos los demás. Voz de terciopelo en los poemas y una auto-conciencia de su condición de artista, son la traza de la prosodia y de la fábula de Carlos Rodríguez; el sujeto poético nos permite ser testigos de su interacción con todo lo que le rodea; gestos que -por vía de transparentes sensibilidad e inteligencia- no carecen de alegría de vivir y de sutil humor:
“Tres años guardados (no perdidos).
Lo sabíamos y sacamos de este cofre de amores y reliquias
un paseo nocturno, newyorkino.
Divisamos las luces colgantes frente al río
(y el río mismo) quieto, meditabundo
como el sueño que arrastramos, saboreando la mañana
de la noche, ese gusto fresco que nos convida
salpicándonos de besos, roces, brazos apretados” (“39”)
El poeta que sospecha que siempre alguien lo ama. Actitud henchida y hasta escandalosa, si nos rigiéramos por la racionalidad política típica de los poetas del 60 y 70; pero no postura mojigata o taimadamente conservadora de, por ejemplo, algunos representantes de la generación de los 80 en la República Dominicana. Probablemente, por lucidez, nuestro poeta persiguió tenazmente el absurdo; pero, tal como César Vallejo en Trilce, mientras otros se toparon con la nada, Carlos Rodríguez encontró el sentido. El último poema del volumen, perteneciente esta vez a Volutas de invierno, no hace sino reafirmarnos en lo que creemos es su legado. Mezcla insólita de candor y aguda inteligencia, tal como en la poesía de Luis Hernández; mas, sobre todo, compasión infinita al hecho inmediato y cotidiano de existir: “Al alejarse definitivamente el cuerpo y con él/ este tecleante, quedarán mis árboles de enfrente,/ mi Riverside, la intimidad que siente y reflexiona” (“Después”).
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