Carlos Llaza, Naturaleza muerta con langosta (Buenos Aires: BAP, 2019) pdf
Acierta Julio Ortega, en sus oscilaciones críticas[1], sobre la poesía peruana que viene desde los años sesenta hasta, añadiríamos nosotros, incluso nuestros días:
Me doy cuenta ahora de que cada tanto yo cambiaba de opinión, y me llenaba de remordimientos: después de preferir la poesía de Rodolfo [Hinostroza], me resultó algo sobrescrita; después de preferir la de Antonio Cisneros, me pareció algo astuta; y después de preferir la de Lucho Hernández, me sorprendió la candidez de su ingenio (La comedia literaria)
No existe sobrescritura ni astucia en ningún poema de Martín Adán. Tampoco en Vallejo; aunque, sí, acaso algo de sobrescritura en sus dos extremos: Los Heraldos negros y España, aparta de mí este cáliz ya que, en ambos a veces, lo excede o el drama de su orfandad o lo humano de su emoción. Tampoco es para nada astuto, aunque sobrescriba por exceso de virtuosismo, Jorge Eduardo Eielson. Wetsphalen sobrescribe por doquier. Varela es la soberana astucia porque siendo una auténtica poeta, en realidad, no le interesó la poesía; se conformó en representar, por primera vez en el Perú, a una mujer burguesa, educada e insatisfecha. La prudencia encorsetó sus naturales alas; Varela daba para muchísimo más. Watanabe, en cuanto se acordó de su fe o se reconcilió con su cristianismo patinó hacia aquellas dos falencias; cuando estaba desde ya henchido de Dios a través de la sabiduría de su pueblo (Laredo) que su poesía con brillo extraordinario ventilaba. Watanabe como gozne o a mitad de camino entre los poetas políticos o civiles –todos, necesariamente, van a ser astutos y sobrescribir; sino contemplémonos en José Santos Chocano– tipo Antonio Cisneros (muy pronto prescindible para la poesía) o Rodolfo Hinostroza que confundió el tono o la tonada de época (verso proyectivo o composición por campos en su versión latinoamericana) con la poesía y de él va quedando, más bien y entre líneas, el auténtico y hondo fervor por su padre. Y los poetas que Julio Ortega describe aquí, aunque sólo refiriéndose a Luis Hernández, con la palabra “candidez” (léase, histórica o política). Entre esta última, y en tentativa urdimbre: Eguren, el primero de todos, Chariarse, Sologuren y, claro, el mismo Luis Hernández Camarero conformando tal una asordinada continuidad[2]. No se trata aquí de distinguir, como en los 50′, entre poetas “sociales” y poetas “puros”; sino únicamente advertir que tanto “sobrescritura” como “astucia” pertenecen a un campo semántico distinto al de “candidez”. En el primer caso se trata de la carpintería o formato de los poemas que, obviamente, implica asimismo un sujeto poético detrás, más bien taimado. En el segundo caso, el de “candidez”, no aludiría a la factura de los textos; Eguren ni sobrescribiría ni precisaría ser astuto, sino a la mirada. Ergo, a juicio de Ortega, “candidez” alude sobre todo a la mirada; acaso naif o por lo menos poco crítica.
Pues desde los años 60 (Cisneros, Hinostroza), pasando por Hora Zero (70) y Kloaka (80), hasta el presente, los poetas peruanos constituimos una verdadera bola de taimados; es decir, creemos que con el lenguaje supuestamente basta –el formato, el tema, lo referido– y no reparamos en la calidad de sujeto que proponemos al lector. En otro lado, “Aguas móviles de la poesía peruana: De los formatos a las sensibilidades”, ya lo hemos puntualizado:
acaso es tarea de la academia, hoy más que nunca, intentar superar –a modo de un salto cualitativo– las clasificaciones y taxonomías y atrevernos a evaluar la “poesía nueva” en cuanto y en tanto “sensibilidades nuevas” en o para un contexto determinado. Y, asimismo, atrevernos a trabajar en el aspecto cultural con opacidades (mixturas, hibrideces, simultaneidades) ya que, de modo casi unánime, partimos de esencialismos o privilegiamos temas o motivos: esta poesía es andina — incluso ‘quechua’– porque habla de determinados temas o con determinado vocabulario; esta otra es del “lenguaje” porque es más o menos metalingüística; o esta otra es “meramente” coloquial o anticuada; etc. Así no llegamos a ninguna parte
Es decir, y si cabe, hoy por hoy añorararíamos un Eguren lúcido –no alienado ni evadido de la realidad– frente a la legión de sobrescribas (charlatanes) y astutos que por oleadas nos asolan. Charlatanes o bobos (aquellos del close up de Hernández sobre la remera de moda) para ser más exactos. Es decir, constatamos ahora, y en toda nuestra región, una suerte de sed de fantasía, pero de no ficción . Por cierto, Borges o Vallejo, solos o actuando en dupla, constituyen una espléndida alternativa. Sin embargo, y justo desde los poetas con más potencia creativa, se ensayen éstas u otras opciones ante la noria de los que no tienen absolutamente nada que decir, pero escriben.
Uno de estos nuevos poetas peruanos es, sin duda, Carlos Llaza. Acaso de modo prematuro, nació en 1983, desvicera pulcramente a la poesía o al animal elegido; es decir, sin revolver o dañar la entraña. Arte decididamente simétrico o postantropocéntrico. Por lo tanto, donde el parentesco:
no es esencialmente un fenómeno social; por medio de él no se trata exclusivamente, o siquiera primordialmente, de regular y determinar las relaciones de los seres humanos unos con otros, sino de velar por lo que podría llamarse la economía política del universo, la circulación de las cosas de este mundo del que formamos parte (Eduardo Viveiros de Castro, Metafísicas caníbales. Líneas de antropologia postestructural. Stella Mastrangelo (ed.). Madrid: Katk Editores, 2010. 195)
Cultura, sensibilidad, lenguaje, política, pedagogía, se conjugan y reúnen –jamás ingenua o inocentemente– sobre la piel:
La piel es nuestro punto
de encuentro.
Aquí venimos a parir.
En este acantilado
compartimos la lengua.
(“Hueso y pellejo”)
El habitáculo es un cajita
de cartón en que no hay sitio
para mis alas de cuervo.
El cofre mágico, baúl de abuelo
féretro de niño según
quien desempolve las esquinas.
La calle se retuerce ante el silencio
de los gatos y se eriza
con la luna de los huérfanos.
Anoche renunciaron las ventanas;
dicen que hay sol en el país de los espejos,
que el mundo no tiene cortinas.
(“Concierto vagabundo”)
Carlos (“Cae”) Llaza o, también, Carlos Quenaya o Sasha Reiter; todos ellos en sus veintes o en sus treintas. Las nuevas generaciones de poetas peruanos tienen muy poco que aprender de su tradición desde los años 60′ para acá, mejor remitirse a las fuentes. O, tal como también lo hicieron aquellos mismos maestros, catalizarse con otras tradiciones u otras culturas. No para inventarse o militar en una globalización que, además, con esta crisis del coronavirus ya fue; sino más bien, a contracorriente del espejismo de lo centrífugo, multiplicar las patas y alargar el hocico. Alimentarse por dentro.
NOTAS
[1] Fino comentario de parte del que desde hace tiempo es un claro maestro. Fino y oscilante y tentativo y no menos exacto. Por este motivo Julio Ortega, a diferencia de otros críticos y contemporáneos suyos, que más bien calculadamente la auspiciaron, no ha creado escuela ni discípulos directos.
[2] Aunque la poesía de Luis Hernández resulte inimitable; en este sentido su poesía sería en el Perú como la de Vallejo, valga la comparación, pero como un Vallejo de signo contrario: “acorde con la tradición egureneana apuntada más arriba (Carlos Oquendo de Amat, el Martín Adán juvenil, Emilio Adolfo Wesphalen, Jorge Eduardo Eielson, Javier Sologuren, etcétera); y esto porque renueva y otorga contemporaneidad ilimitada -vía el humor- a una estética signada por el refinamiento, la paradoja y el misterio de raigambre simbolista o existencial” (“La poesía de Luis Hernández: Treinta años después”).
©Pedro Granados, 2020.