Boston Angels

Boston Angels, novela breve, la quinta y última de  Prepucio carmesí y otras novelas cortas (Lima: Tribal, 2012).  Ambientada en el centro de Boston (Mass), al costado mismo de su Commonwealth.  Anna y Juvenal son los protagonistas o, mejor dicho, acaso también los antagonistas de aquella tan singular ciudad.


Ben hacía cola a un costado de la iglesia del barrio para, a través de una angosta puerta de madera, ingresar al amplio recinto de la colación. Shorts cortísimos, de motivos caribeños; aunque, eso sí, altas botas de cazador de osos y una casaca o una morsa completa sobre los hombros para sintonizar con el recio frío bostoniano. Mirando a Ben, como a otros y otras que una media hora antes constituían las estatuas o los árboles o los mismísimos edificios alrededor del Commonwealth, me atreví a imaginar que el invierno del norte era benigno, refrescante, aliado y alegre a pesar de estar ya varios grados bajo cero y con sol únicamente algunas escasas horas.

Los homeless de Boston tienen sus alfas. Y como grupo humano padecen de hiperkinesia. En cualquier momento algo está por estallar. Desde un intrascendente lío por la mantequilla, que por lo demás abunda sobre las bien provistas mesas de la colación, hasta un crimen atroz –aunque siempre impune– porque se cometió con el ojo, la pestaña y la ceja. Los voluntarios que atienden estos losergardens vespertinos –hacendosos muchachos, a veces señoras, todos gente de bien– deben aplicarse al máximo… adelantarse a lo que haga falta sobre las mesas de tan excesivos personajes. E incluso anticipar, atinando con un escueto saludo o una conversación relampagueante, lo que ocurra en la inquieta imaginación de los líderes o alfas … nice jacket, Nancy; do you like more lettuce, Anna?; time to repeat!… y otras frases por el estilo que se aplican como un fierro sobre los carbones ardientes de una chimenea. Ora se aparta un carbón por aquí; ora se atiza algún otro por allá… para mantener equilibrado el fuego.

No me atrevería a decir si existe o no promiscuidad sexual porque no me consta. Lo que sí hay es amor o, al menos, posesión sumisa y elocuente. Las mujeres reclinadas a sus alfas como San Juan, hacia Jesús, en La última cena. Pero los olores sí que son sexuales. Aunque cuál aroma podría faltar entre estos vecinos que rara vez se bañan. Salvo Anna o yo. Y acaso aquella digna señora, tan venida a menos la pobre, que de inmediato –cada vez que me la topo– la relaciono con los días que pasara Georgette de Vallejo en el Perú. Viuda célebre y no menos polémica dama a la que, a decir de un ocasional y casi secreto entrevistador, tan sólo le alcanzara para comprar 50 centavos de bonito durante doce años.

Me alegró mucho encontrar a Ben en aquella entretenida película de ladrones y policías. En algunos comedores de homeless no es extraño aparezcan cartelitos solicitando extras para la boyante industria cinematográfica local. Ben, entonces, no era una excepción; me dicen que antes, otros, ya habían aparecido también sobre la pantalla gigante. Llevaba sus habituales pantaloncitos calientes y, como siempre, sus hombros sobrecargados con pelo de animal más su propia copiosa y enmarañada melena. Por coincidencia, la película transcurría durante el invierno y estaba ambientada sobre la ciudad. A trechos, la nieve aparecía congelada y sucia; en otros, era blanca, blanda, brillante e incluso se me antojaba podría tener agradable sabor.

-!Buenos días, Anna!
-Buenos días, Padre John
-Créeme que siento mucho, Anna, lo que pasó con Joe.
-(….)
-Pero mira tu ojo, es una barbaridad lo que ese pobre hizo.
-Ya va mejorando.
-Sin embargo, debes saber que si lo denuncias… que admito de sobra se lo merece… sería enviarlo directamente a la cárcel de donde ha salido con libertad condicional. Nosotros, la comunidad de esta Iglesia, hemos actuado como sus fiadores o su garantía. Por eso es que nos ayuda, junto a los demás voluntarias y voluntarios, en atender las mesas a la hora de la colación. Nosotros, cada semana, damos un informe puntual y directo al juez que ventila su caso.
-(Anna, sin bajar la mirada ante el presbítero, se quedó meditando)
-Joe podría quedar en la cárcel, y sin posibilidad de fianza, por unos cinco o seis años más. Me ha dicho que está arrepentido, Anna. Que lo hizo en un momento de máxima ofuscación porque te negabas, al filo del cierre y cuando ya todos habían entregado sus platos, a levantarte de la mesa. No lo disculpo, por el cielo, pero debes de reconocer que tenemos el tiempo medido y que para una persona como Joe, tu demora lo puso nervioso hasta hacerle perder los estribos y, sobre todo, el respeto que te mereces.
-No voy a denunciar a Joe, Padre John.
-Muchas gracias, querida Anna. Y, recuerda, debemos procurar apurarnos un poquito más y terminar nuestra colación dentro del tiempo estipulado… de 7 a 8pm es más que suficiente para compartir la comida y dar gracias a Dios por los bienes recibidos. Otra vez, recibe nuestras disculpas y agradecemos tu cristiana decisión.

Anna se levantó y estrechó brevemente la mano del Padre John. Lucía, sobre su ojo derecho, una aureola espesa entre morada, rosada y verde. Su amigo Robert Staton, un parroquiano de la Swedenborgian Church y ex matón arrepentido de la célebre mafia de South Boston, iba literalmente a asesinar a Joe. Pero Anna, con mucha dificultad, logró disuadirlo contándole su breve entrevista con el Padre John.

Conservo, hasta ahora y no sé cómo, una fotos de aquel terrible trance de Anna. Recuerdo haberme ido de Boston por algunos días y, al volver, encontrarla de repente en aquel estado. El rostro más neutro del mundo, un neumático de rostro, y en su parte superior una gran sombra oscura… Como el camuflaje de un recio y veterano marine, ni más ni menos.

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