La risa de Flora destemplaba las vigas que sostenían el altillo de la cocina. No tenías noción del tiempo transcurrido y la temperatura era muelle. Ese altillo, donde tú eras un intruso que había llegado poco después del desayuno, estaba recubierto de quitina, y todo él se sacudía, se elevaba, se posaba y volvía a elevarse con la torpe risa de Flora. Afuera, en el corredor de la quinta, al otro extremo del departamento donde te encontrabas, quizá alguien lavaría su ropa o las muchachas más grandes harían puntadas con los acontecimientos del barrio. No era fin de semana, de eso crees estar seguro, pues la familia no estaba reunida, y sólo de vez en cuando se escuchaban ruidos de platos, de ollas, chorros de agua que parecían indiferentes al coleóptero.
Más afuera, tus padres, empeñados en no creer las caras de lástima de sus fieles clientes, dibujaban hilachas de mercadería, que no engañaban a los gatos del mercado, improvisaban adornos, hacíanse de cajas vacías para llenar su gris mostrador, para intentar disimular su raleada estantería. Pero más cerca, la calle, inmediatamente la casa ajena y tú dentro de ese bicho, haciendo de gusano para Flora, de larva, para aquella niña extraña que siempre estaba rodeada de golosinas y de juguetes y de caprichos.
De pronto la larva pretendió transformarse en un mago, con la misma ingenuidad que la de sus padres, ante aquella niña de probada magia, e hizo desaparecer cinco soles (que en realidad él sabía eran cincuenta) aprovechando que el insecto planeaba. El mago asomó por la borda despidiéndose del billete. Quiso que Flora viera, desprendida de los cargados artejos, sólo una partícula de polen en el vacío.
El regocijo fue unánime entre el mago y los gastados padres del mago, que en ese hallazgo veían surtir con algo de verdad el verdadero y arruinado puesto del mercado. Mas la alegría duró las contradicciones en que puede caer un niño de seis años: la suerte no se encuentra, necesariamente, oculta en el piso de madera desde donde husmeaban los gatos, y justo debajo de los pies de sus propios padres.
La guerra avisó, el puesto se hundió del todo luego de un año. Los padres de Flora reclamaron su billete convulsivamente a los padres del aprendiz de mago. Fue una sorpresa ver aparecer las calles nítidas, los hombres nítidos, los insectos que no se prestan a ser un altillo.
Pedro Granados, escrito alrededor de 1980. Constituye propiamente nuestro segundo relato, posterior a “Ese mediodía invernal” que fue publicado dentro del poemario Sin motivo aparente (1978).