Atena era el nombre de la diosa del Templo Faro que se llevó mi razón de adolescente. Siempre llegaba a mi casa alborotada luego del colegio, junto a mi hermana que era su amiga inseparable. Tal vez a ella nadie la esperaba, así que almorzaba con nosotros y luego pintaba sus cuadernos con esa letra violenta que solo ella manejaba a la perfección, y así nos conocimos, entre cubiertos, humos de sopa y lapiceros, derramando tinta china en los dedos, hasta que terminaba la tarde y ella se regresaba sola a su barrio, caminando.
Mi hermana era yunta de esta hermosa morena que me dejó en blanco apenas apareció en mi vida su figura caribeña y absorbí de cerca su humor negro en ebullición, su agresiva belleza y ese tono de hablar que no conocía de finezas ni de seriedades.
Atena le había presentado a mi hermana a la modista más discreta y exitosa del puerto, su vecina Doña Hilda Castro. Siempre la santificaba como a una verdadera artista del hilo y aguja, madre soltera, luchadora y abnegada que era su cómplice de puerta y ventana del peligroso Pasaje Perla que tenía dos salidas, una al mar y la otra una cancha de fútbol profesional que olía a pescado desesperadamente.
Mi hermana esperaba su gran fiesta de promoción y se sentía impaciente. Lejos de hacerse del estupendo lujo de ir comprar sin reflexionar a esas tiendas de moda por departamentos, decidió encargarle a doña Hilda la confección de su bello ajuar.
Mi hermana se sentó frente a la costurera curtida en años , un verdadero batán de ébano puesto en piedra, como dirían los viejos, y ella nos contó la siguiente historia:
Ernestito se parecía a Jesucristo, era un gringo buena gente que se atrevía a jugar el fútbol rudo del barrio de la mar brava, allí donde se practicaba la chalaca a discreción y sin miedo se volaba por los aires.
El gringo era marido de una señora que vivía en un cuartito aquí al costado y señalaba una senda en el callejón que conducía a una puerta clausurada, el venía a verla por las tardes y en esas correteadas conoció a la gente del barrio y como era tan simpático se enamoro de todas las chicas del barrio, de los niños y se hizo una carrera como doctor del pasaje y como futbolista, porque era muy bueno para meter y dejarse meter patada en el pampón de la vuelta. Allí soportaba las bromas de los palomillas del barrio como si fueran ingenuidades, y cuando la batalla del fútbol había terminado, levantaba la pelota y convocaba a una reunión en el centro de la cancha para dar un pequeño discurso y estamparle dos besos a cada uno en las mejillas.
Atena se veía tan hermosa a cada instante, con su pelo africano laceado y sus inmensas argollas que colgaban de sus lóbulos rosados, los que deseaba absorber con locura hasta secarlos, el metal dorado brillaba como real en su vista virola, como bala perdida, y yo contemplaba su belleza con arrechura, pero con miedo. Allí empecé a caminar por la vida sin voltear, primero tenso, luego vi luz, un lugar conocido, mis propias huellas del camino de ida y ya me sentí mejor, pero más enamorado y pensé en lo que sentía, en la sorpresa de solo de mirar a ese cuerpo caliente, a ese perfume de morena que me alejaba de la realidad del Callao
Atena era su nombre, pero no era la diosa del Olimpo, si no la del peligroso barrio del Templo Faro en el cogollo del Callao, aquel legendario mástil de donde se lanzaban bravos clavados en el asfalto los estibadores portuarios a consecuencia del bloqueo aduanero.
El templo era el ambiente de un faro que alcanzaba las nubes y dejaba ver en el horizonte una isla celeste donde se escondía el sol y una fortaleza de naves piratas que se hacían escuadra en el mar para desvalijar el puerto.
Atena tenía un culo guerrillero, en el que no podía dejar de pensar y me rayaba, era un culo hermoso, un culo con boina, matemático, a quien yo no contradecía para que no me dejara de hablar, un culo que era mi oxigeno, mi alimento, mi admiración y a quien yo respetaba por sus galones, un culo de avenida, de barrio, de esquina que olía a cariño y a casa donde seguro hacía feliz a un padre de familia, un culo que me abría las puertas del Callao porque me prestigiaba tenerlo cerca, un culo portuario, que brillaba con su medalla, un culo que me hacía crecer como ser humano en la victoria siempre, un culo serio, posible, un culo que usaba botas.
Como aquella vez que veía su caminar por las calles empedradas, sus caderas se apoderaban del mundo, con las que se contorneaba en medio de tanta vista de delincuente que le veían hasta la sombra del forro íntimo, bailaba salsa y ellos iban a su son, como pelícanos enrollados del pico, relamidos, como piqueros envalentonados por la arrechura que les producía ver pasar a esta morena, comiéndose los mocos blancos, ella me veía y se acercaba con sus ojos grandes que los sacaba cuando le convenía y se reía de mi vergüenza, con sus dientes claros, y su mirada de verdad en medio de tanto lacra, y en medio de un beso taciturno que duró varios minutos se despidió de mí en medio de una fiesta de secos que giraban alrededor de un humo denso y cerveza que se devolvía en un baño que tenía jefe y donde hacían cola para entrar a orinar en grupos, en bandas, donde seguro se preparaba mi celada, ella me tomó del brazo y me condujo hasta la misma puerta de la rumba que reventaba de vientos indecentes, ella, sincera, triste y vacía, me dejó ir.
Atena, te llevaste mi razón a cada esquina delincuencial, a cada ventana sucia de micro donde aparecía tu nombre pintado con la humedad de mi dedo, a la consciencia de los animales aéreos, al comentario caliente del barrio, al rumor de una conversación nuestra perdida en la playa, a cada presentador de televisión que repetía que tu nombre protagonizaba un crimen cada mañana, a cada sueño de plomo y sangre sin despertar, a cada espacio alejado donde recibía tus mensajes de espera Atena.
Y así permanecí con este pensamiento que me enchuchó la vida hasta el final de la adolescencia.
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