El abuelo desconocido/ Lita Pérez Cáceres

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En otro lugar del planeta había nacido mi abuelo paterno, sólo supimos de él que era peruano y de profesión contador, que su tierra natal había sido el Cuzco o Puno, no recuerdo muy bien. La única imagen conocida de mi abuelo Ángel Manuel Pérez Azañedo estaba reproducida en pirograbado y él aparecía con el pelo tieso, apuntando hacia arriba, ojos negros soñadores que persistieron en mi padre y en mi hermano Adolfo, aunque ellos tienen los ojos más grandes y son de facciones más delicadas. Por lo tanto solo tengo algunas informaciones sueltas y recuerdos sueltos que fueron contando las tías abuelas, ellas no comentaban mucho sobre él. Siempre fue para mi un abuelo misterioso y desconocido. En realidad he visto una sola vez sus documentos, cuando falleció mi abuela Elvira, su esposa.
Creo que, pese a su indudable ascendencia indígena, en el pasado de mi abuelo hubo un blanco entre sus padres o abuelos. El hecho mismo de tener dos apellidos significa que nació de un matrimonio consagrado y, recibirse de contador, indica que pertenecía a un medio económico no muy humilde. Es casi seguro que su afán de aventuras lo empujó a venir a este país ¿Cómo llegó? ¿Cuáles eran las rutas de entonces? ¿Viajaría en diligencia o atravesaría Bolivia en carreta? Era muy joven, buen mozo, sensible e inteligente. El llamado de los caminos le quemaba el pecho, tenía sed de horizontes. Un buen día llegó hasta la benemérita ciudad de Asunción.
Si vamos a imaginar, hagámoslo bien: Digamos que mi abuela Elvira era una joven en edad de casarse y que habría conocido al peruano en el despacho de su padre, Juez de Paz, retirado y muy enfermo ya. Él quedó prendado de sus ojos negros, de su carácter jovial y apasionado y decidió casarse, establecerse, sentar cabeza, aunque muy lejos de los suyos. Años después mi abuela confirmaría que soltar amarras y partir, era una decisión que mi abuelo podía tomar sin hesitar.
Como contador de la Industrial Paraguaya, Manuel Pérez ganaba un buen sueldo, que justificaba verificando y consignando la producción de los mensú que se deslomaban en aquel ignoto y lejano puerto sobre el Paraná, Takurú pukú, hoy Hernandarias.
Allí vivían, en una de las viviendas de la compañía, Elvira y Manuel, amándose para imitar la feracidad de la selva que se multiplicaba en miles de frutos y flores. En la administración, apenas un rancherío ubicado muy cerca de las barrancas del río, nació mi padre un 2 de abril de 1916, año del Dragón entre los chinos, el único animal mitológico del zodíaco creado por Buda. Mi abuela no soportó la angustia del clima, de los insectos que no le daban paz y de esa soledad aterradora que puede sentir alguien que se encuentra en medio del monte. Apenas dio a luz a su primogénito, lo envió a la casa de mi bisabuela, tomó como ejemplo el caso de un bebé – hijo de un mensú- que había sido comido por unas enormes hormigas mientras su madre lo había dejado en la hamaca. La madre de mi abuela tenía una casa en Asunción que, al menos, era una ciudad con las comodidades adecuadas para criar a su hijo. Piíta, el nombre cariñoso que le daba su familia a Francisca, lo recibió con mucho amor, era su primer nieto, lo revisó bien para ver si no había heredado algún rasgo indígena de su yerno y no lo encontró. Mi padre no heredó más que la blancura deslumbrante de su madre, los ojos soñadores de su padre y, al final de la espalda, la famosa cola verde, mancha mongólica que distingue a todos los que tienen algún antepasado indígena
Todos la heredamos, ni mis hermanos, ni mis hijos y mis sobrinos se han salvado de la cola verde, que según dicen las leyes de la herencia, son la marca registrada de los mestizos de blanco con india o al revés y que se perpetúa en sus descendientes.
La historia continúa así, Ángel Manuel Pérez el peruano, que tan bien hablaba, que leía mucho y que prometía darle una buena posición y proteger a su familia, tuvo cuatro hijos con Elvira. La vida, con sus tentaciones, terminó para él al acabar de cumplir los 35 años. Una gran mancha roja quedó en las sábanas, la tuberculosis puso su sello en el lecho matrimonial de mis abuelos y se llevó a Manuel. Elvira quedó con cuatro hijos para criar y educar.

Inédito.

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Comentarios

  1. Pueblos de Cáceres escribió:

    Excelente comentario, muy enternecedor. Quien tuviera un abuelo desconocido.

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