Tal como definiera Julio Ramón Ribeyro la novela, este poemario lo constituyen fragmentos prescindibles, pero que dan como resultado un todo imprescindible. Manuel Fernández (Lima, 1976), se propone en este su esperado primer libro reconstruir una época de la convulsiva historia peruana reciente y, al mismo tiempo, rastrear las señas de sí mismo como producto también de aquella cadena de zozobrantes -aunque no menos aletargadísimas- encrucijadas. Es decir, felizmente no hace mera y comercial literatura de la violencia, tópico con el que se ganan mala o buenamente la vida -según cuál sea y dónde se ubique la institución académica para la que trabajan- hoy por hoy los profesores (y no pocas veces también voluntariosos poetas o narradores) universitarios. Nada de esta agenda teórica oportunista y políticamente correcta; urdida, claro está, desde centros metropolitanos para sus ya taimados agentes o aquellos aún en vías de serlo: “Disposición de los espejos en el cuarto de la lavandería./ Razonamiento hegeliano y la especulación política propia de toda novela/ latinoamericana” (58).
Los hechos se ubican a partir del contexto de la peculiar revolución militar de octubre de 1968, llevada a cabo por el izquierdista general Juan Velazco Alvarado, hasta el presente; es decir, envuelven la vida de los padres del poeta, de los allegados, de los ciudadanos todos -mayormente de a pie- atrapados en medio de la recalcitrante cotidianeidad de un barrio popular limeño: “Amanece otra vez/ sobre los lomos de los viejos// camiones de basura:/ la lentitud de su belleza/ en la mañana nueva// los borrachos orinan a escondidas/ porque ayer se llevaron a uno y le patearon el estómago y nunca un/ hombre había tenido que llorar como un niño para que lo traten como a un/ hombre/ ¿cosas así pasaban en Lima?/ (CARDENALES, GENERALES, DAMAS GORDAS)/ sobre cada ventana las macetas se iluminan con los restos de la noche/ y pedazos de botellas sobre la acera caliente bostezan solitarias/ mejor nos quedamos bajo las sábanas.” (“Escenarios para puentes -1972-“).
Obviamente, nuestra mención de Julio Ramón Ribeyro no es inocente, el texto de Manuel Fernández exhuma también semejante “tentación del fracaso”; aunque existen otras citas u homenajes de literaturas, digamos, más vitales o frescas: Luis Hernández Camarero, Jorge E. Eielson, Enrique Verástegui o Charly García; para no referirnos a la intertextualidad propiamente cultista que nuestro poeta ventila también, de modo simultáneo, con muy buen criterio. Así, registro naive y culto se hermanan algunas veces produciendo versos de compleja reverberación: “UNA JIRAFA DUERME/ en mi cama// su cabeza llega/ por el pasillo/ hasta la sala.// En mi cama/ una jirafa duerme/ y yo pienso/ -en alto también-/ las cosas que no/ alcanzo” (“El -marzo de 1992-“). Y quizá sea esta complejidad, mezcla de inmediatismo de la dicción y modulación de una tradición nunca muerta, lo que otorga particular atractivo a esta poesía; amalgama que, ya a otros niveles, delata asimismo la convivencia entre dato sensorial y talante reflexivo, apunte dramático y gesto lúdico, culto por el versículo y el verso minimalista del atento lector/ autor que es este joven poeta. Mas, en general, pensamos que falta investigar en torno a la más adecuada edición o formato de sus versos en un futuro libro; la actual luce demasiado trajinada (moldes que, para el mundo hispano, vienen de la adaptación masiva del verso proyectivo anglosajón desde los años 60). Además, acaso sería interesante templara un poco más las cuerdas de su vihuela y nos regalara un poco más de sí mismo; es decir, a alguien menos velado por la literatura (primicias de esto ya constan en Octubre), a alguien más osado entre los ruidos ciertos de su ciudad natal. El doctor Lu (del verso que cierra este volumen) no tiene por qué tener la última palabra.