Poética mexicana contemporánea

Winter

Es el título de un volumen editado por Víctor Toledo en Puebla (BUAP, 2000). Interesantísimo libro que funciona como vitrina tanto de lo que se especula es la poesía de México hoy en día, como de los propios crítico-poetas –nativos o avecindados en el país– que también ahora mismo son quizá sus autores más representativos. Los invitados por Toledo a colaborar han sido: José Pascual Buxó (España, 1931), Jaime Labastida (Sinaloa, 1939), Eduardo Milán (Uruguay, 1952), Vicente Quirarte (Ciudad de México, 1954), Javier Sicilia (Ciudad de México, 1956), Víctor Sosa (Uruguay, 1956), José Homero (Veracruz,1965), Ernesto Lumbreras (Jalisco, 1966) y Jorge Fernández G.(Ciudad de México, 1965). Como a simple vista podemos apreciar, y después tendremos oportunidad de comprobar, el editor aclimata voces de promociones distintas y de tendencias, diríamos, también disímiles. Mas, para sorpresa del lector, no permite que éste saque sus propias conclusiones una vez leídas las opiniones y los poemas de los antologados, sino que se encarga de colocar –justo inmediatamente después de la “Introducción”– un “Breve semblante de cal y canto” donde intenta advertirnos de lo que vendrá luego. En este sentido, este libro es también una marquesina de las ideas del mismo Víctor Toledo (Veracruz, 1957). José Pascual Buxó y Jaime Labastida, intelectuales de amplia trayectoria, constituyen algo así como los veteranos en esta selección. Como Octavio Paz, aunque con matices diversos, ambos aparecen finalmente inmersos en la tradición del poeta romántico. Sin embargo, entre los dos es Labastida el más elocuente y, de esta manera también, el que se expone más a la crítica. A una pregunta de Clemencia Corte (alumna de Víctor Toledo en la Maestría de Literatura Mexicana en la BUAP), “¿qué poetas han sobresalido en los últimos veinte años?”, Labastida contesta del modo siguiente: “[En vistas a reeditar una antología] me he puesto a revisar los poemas que puedan sostenerse en el mismo plano de igualdad con poemas como Muerte sin fin o Primero sueño de Sor Juana, y debo decirles que no encuentro ninguno” (51). Tal declaración, es obvio, aunque no deje de ser una respetable opinión, cae por desproporcionada y, sobre todo, por descontextualizada. Mas, son otros también los exabruptos; sobre todo aquellos que revelan, por último, ignorancia, desinterés o desdén sobre lo que escriben los más jóvenes: “¿Qué es lo que ocurre entonces con la poesía de hoy? [Se pregunta Labastida a sí mismo] La poesía es exclusivamente lírica, ya no hay épica, ya no narra; se deja a la prosa la función de narrar” (53), lo que revela una supina falta de información sobre la hibridez discursiva de la poesía de ahora mismo. O esta otra: “Lo que está haciendo mi buena amiga Griselda Álvarez ahora, poner en sonetos los artículos de la Constitución, no es poesía. Yo le dije a ella que no lo hiciera, pero en fin, lo está haciendo. Eso no es Jurisprudencia ni poesía” (61); lo que muestra, por lo menos, una concepción autoritaria de la crítica y una idea esencialista de la literatura que pasa por alto cosas tan elementales como la teoría de la recepción o la práctica de la experimentación que, al menos desde la vanguardia, ésta es el pan de cada día en la literatura contemporánea. Y así, podríamos continuar brindando más ejemplos de megalomanía y desubicación; como esta perla: “Hace mucho tiempo me ha llamado la atención el hecho de que en América Latina, a diferencia de México […] hay poetas que a los veinte años anuncian ser genios, a los treinta se reducen a ser solamente hombres de talento y a los cuarenta son mediocres” (63). Si está hablando, sólo por poner un caso, por ejemplo del Perú –cuya poesía, por lo menos en el siglo XX, no es nada desdeñable a nivel continental–, pareciera ya de mala intención soslayar el absoluto privilegio, en cuanto apoyo del Estado y de otras instituciones como los municipios, que tienen los escritores mexicanos respecto a sus pares peruanos; esto sin admitir que dicho fenómeno sea verificable en un poeta de vocación auténtica y sin profundizar en cuál es el resultado final de la intervención estatal en México; es decir, cuál, en este hipotético caso, de las poesías entre ambos países resulta ser la mejor.
Pasando a la generación del 80 –Eduardo Milán, Vicente Quirarte, Javier Sicilia, Víctor Sosa y el propio Víctor Toledo–, el asunto se hace un poco más complejo por el mejor y más variado enfoque de lo contemporáneo en poesía y, además, por las polémicas implícitas y explícitas entre estos críticos-poetas, particularmente entre el editor de este libro y Eduardo Milán. En aquel “Breve semblante de cal y canto”, Toledo arremete diciéndonos que Milán: “Fue un gran crítico (sobre todo con su participación en la Revista Vuelta de los años ochenta) […] El problema está, últimamente, entre un mal filosofar y un poetizar venido a menos, que da como resultado un escolasticismo neobarroco” (17). Nosotros, sin necesariamente escamotear propiedad a este juicio sobre Milán como crítico1, no creo que haya sido oportuno darlo por parte de Víctor Toledo, porque pasa como si fuera un golpe bajo; además, porque soslaya algunos interesantes aportes del periodista uruguayo. A nuestro entender, estos radican fundamentalmente en su crítica oblicua a la poesía contemporánea mexicana e, indirectamente también, quizá a escritores como el propio Víctor Toledo. Primero, Milán al elucubrar sobre la importancia de Nicanor Parra para la poesía latinoamericana de nuestros días: “Esa especie de crítica incisiva de Parra al ser del poeta, al estatuto”(82); segundo, al recordarnos que, según John Keats, “los poetas no tienen identidad” y que para Rimbaud “yo es otro” (82) y, tercero, en su respuesta a la pregunta, “Usted dice que la poesía del siglo XX tiene una condición femenina, ¿puede explicarlo?: “El problema de esa femineidad aquí trasciende lo genérico sexual, en el sentido de romper la barrera de la interferencia que significa la interferencia del ego (sic) [que, según José Ángel Valente, no es propicia para el acto místico o poético]” (94). No haría sino decirnos que la poesía latinoamericana y particularmente la mexicana tendría, por defecto, un lenguaje con demasiado nítido perfil; es decir, el que refleja un yo enfático o ingenuamente persuadido de su valiosa identidad 2. Ahora, y ya que Toledo hace explícita –a través de su “Breve semblante de cal y canto” y su reseña a un poemario de José Homero, poeta declaradamente lírico–, digamos, su preferencia por una poesía de corte ético y neorromántico3, también le caería en guante lanzado por Eduardo Milán.
Entre los otros representantes de la generación del 80 –Vicente Quirarte, Jorge Sicilia y Víctor Sosa–, encontramos que, en general, tienen un concepto neorromántico de la poesía y una alta idea –diametralmente opuesta, por ejemplo, a la de Nicanor Parra– del poeta y de su función en la sociedad o, al menos, una idea melancólica de que aquello está en crisis o irremediablemente perdido. Claro, en todo esto, unos con más énfasis que otros. Para Quirarte la poesía (y los poetas) es cofradía, milicia, perpetua adolescencia, esfuerzo y milagro, “inexplicable forma de felicidad que significa ser traspasado por el rayo y rendir testimonio de esa muerte” (113). Javier Sicilia va incluso más lejos al conectar, de modo más insistentemente que el propio Octavio Paz, poesía con religión: “En la poesía el mundo recupera su sacralidad y su infinito, y nuestra lengua su condición espiritual: el mundo y el hombre no son esto o aquello, sino el ser en su misteriosa trascendencia” (136).
Frente a ambos, la posición de Víctor Sosa, sin ser menos romántica, resulta –sobre todo en comparación con Sicilia– un poco más especulativa. El título de su ponencia reza: “Cambiar la vida (Rimbaud, las vanguardias y la posmodernidad)”; de este modo, piensa que en nuestros días el “sueño ha terminado” y que ya “no hay Abisinias donde reclinar la cabeza, porque ahora el presente es perpetuo y la metafísica ha sido expulsada de la república posmoderna” (165). Mas, sobre todo en su exposición sobre el vacío, queremos leer que va más allá de Paz; es decir, y no por mejor o peor, su pensamiento no se instala ya en una sociedad pre-industrial –edén del romanticismo y del surrealismo– y asume, en su defecto, plenamente la nuestra: la del escepticismo y la carencia. Tratando de explicar el título de uno de sus libros, Sunyata, Sosa nos ilustra: “La física contemporánea, la física moderna, a partir de la mecánica cuántica, coincide con los postulados orientales en el hecho de que nos descubre nuevamente que el mundo está hecho de vacío […] de alguna manera somos un gran vacío” (179). A partir de aquí, aunque figurativamente, estamos a sólo un paso de un gesto crítico muy contemporáneo y no menos polémico. Es el que lidera en nuestros días la obra de Ricardo Piglia para el que, en resumidas cuentas, el marco mayor de la literatura no es describir lo que de real tenga la ficción, sino lo que de ésta tenga la realidad. Inspirado en la obra de su compatriota Jorge Luis Borges, el punto de vista de Piglia asume la ficción –no la minuciosa realpolitik– como el objeto fundamental de la crítica literaria; hecho que le cuestiona al crítico (y también al poeta) pensar y escribir como si uno estuviera haciendo constantemente el papel de ministro del Interior. Le exige, más bien, abrirse a la conciencia de que la realidad –empezando por el propio sujeto que ejerce la crítica– está atravesada de ficciones; de que, por ejemplo, el Estado es un surtidor de ficciones, y allí se juega el concurso del intelectual frente al poder y a cualquier tipo de manipulación. Obviamente, este gesto tampoco tiene sólo de Borges, sino también de cierto tipo de distanciamiento crítico inspirado en la obra de Bertold Brecht e influenciado por la deconstrucción de Jacques Derridá y la psicología de Jacques Lacan; todo esto por aquello de obligar al crítico a mirarse ante el espejo, a tratar de reconocer la carpintería previa a su discurso e involucrarse en el hecho de que, finalmente, él mismo es también un ente de ficción.
Pasando de lleno a la generación de poetas-críticos de los 90: José Homero, Ernesto Lumbreras y Jorge Fernández Granados; constatamos que los tres –aun viviendo en plena época de los desbarajustes de las utopías, de las megalópolis como México DF y de la pérdida del aura–, son dignos herederos de la, supuestamente, poesía meditativa que caracteriza a estas latitudes. José Homero, por ejemplo, resume de este modo su poética: “Aun cuando como crítico escribo sobre el neobarroco, no sé, me oculta la necesidad de volver al poema las emociones y también de recusar tanta teoría y también ese escamoteo referencial vuelto tópico. El referente siempre será huidizo por más que se indique, ¿para qué la complicación?” (193-4). Que, en otras palabras, no es otra cosa que apelar a la lección magistral de César Vallejo, vanguardista no deshumanizado, que en su poesía aclimata –entre otras muchas cosas– la imposibilidad de hacer literatura (“quiero escribir, pero me sale espuma”); mejor dicho, el no querer hacer literatura, con un hedonismo por las palabras que le viene especialmente de Góngora. Algunos poetas latinoamericanos transitan actualmente por aquí, por esta productiva aleación de lo aparente disímil o contradictorio; fusión de poéticas, lo podríamos denominar, que es uno de los aspectos del típico hibridismo posmoderno.
Por su parte, la reflexión de Ernesto Lumbreras tiene la principal virtud de reflejarse también en sus poemas (estos van, reiteramos, después de la exposición y entrevista a cada uno de los convidados). Y este no es un hecho banal, ni mucho menos, ya que en gran parte de la poesía en español de hoy día (incluida España), aunque especialmente en el cono Sur, se confunde manifiesto con poesía o, a la inversa, creación de lenguaje con verborréica teorización. En ninguno de los otros invitados de su generación percibimos esta coherencia que, no está demás decirlo, no hace sino hablar positivamente del oficio de Lumbreras. En segundo lugar, resaltaríamos algo que ya encontrábamos, aunque nomás insinuado, en la intervención de Víctor Sosa, y es el asumir de un modo más funcional — y sin énfasis– propuestas como la siguiente: “Me agrada la idea de que el poeta es una anécdota del poema” (216). Postura, sin duda, de raigambre borgeseana (aquello de “el lenguaje y la tradición” en “Borges y yo” donde, a buena cuenta, lo imaginario es más consistente antológicamente que la fama –“Borges”– y que la anécdota –“yo”–); pero, a su vez, combinada en el discurso y la poesía de Lumbreras con una franca apertura al mundo exterior y psicológico (testimonio, sentimiento, experiencia, obsesión, etc), tal como se nos revela en este singular pasaje: “La poesía es destino, es una metáfora de la luz. Pero, no siempre al abrir una ventana se le encuentra. A veces, ocurre a menudo, se nos presenta como una legión de fantasmas, al cerrar esa misma ventana” (216). Es decir, en la obra de Lumbreras creemos se cumple aquella aclimatación de la que también hablábamos antes, la coincidencia, aunque sea efímera, de Borges y Vallejo.
Por su parte, Jorge Fernández Granados, después de autoproclamarse en su tratado: “un prejuiciado romántico” (225), intenta trazar –aplicando, aunque con creativas variantes, el ABC of reading de Ezra Pound– un esquema de lo que es la poesía mexicana contemporánea. De esta manera, en consonancia a los conceptos usados por Pound en su estudio (fanopoeia, melopoeia y logopoeia), Fernández Granados postula que cada una de estas diferentes –y no pocas veces complementarias, aunque una de ellas sea la predominante– maneras de “cargar el lenguaje con sentido al grado máximo” se encuentran en México distribuidas históricamente por regiones: “Norte: la imagen [fanopoeia]. Sur: la experiencia [referencial]. Oeste: el vocablo [¿melopoeia?]. Este: la idea [logopoeia]” (232). Puntualizando el crítico, entre otros curiosos razonamientos, que respecto a la poesía del oeste: “Con la sola y enorme excepción de Octavio Paz, parece que los Constructores de lenguajes no provienen de movimientos o escuelas que hayan tenido en México mucha fuerza. Por esto mismo, resulta significativa su conformación y vigencia en la generación emergente de poetas mexicanos” (236). Y concluyendo que es la logopoeia, o “poesía del intelecto”, la que mejor se ha aclimatado a este suelo: “El núcleo radiante en la tradición de la poesía mexicana que alimenta esta región es la generación de los Contemporáneos” (237).
No es lugar aquí para discutir en detalle este esquema de Fernández Granados. Sólo nos restaría agregar que nos parece sugestivo; aunque, haciendo la salvedad de que a su perspectiva estructuralista le falta, lamentablemente, el específico sustrato socio-cultural de México; lo que haría que su fanopoeia, melopoeia o logopoeia no sea intercambiable, por ejemplo, con la de Argentina, Bolivia o Brasil. En general, este aspecto socio-cultural está descuidado o soslayado –poniendo énfasis, casi exclusivo, en el aporte cosmopolita– por la mayoría de los entrevistados. En todo caso, dicho esquema sirve para comprender, un poco más, al menos la poesía de su propio autor. Aunque los poemas que se incluyen en esta antología ilustran, más bien, el paso que va de su prejuiciado romanticismo a su prejuiciado intelectualismo, en nuestra reseña sobre Reversible monuments. Contemporary Mexican Poetry ya habíamos mencionado que en Fernández Granados hallábamos: “Hedonismo por las palabras de ascendencia barroca; aunque su poesía transluce muy poca experiencia vital. Neobarroco –más bien lite– demasiado elocuente y, sobre todo, fatalmente libresco”. Efectivamente, muy poco convincentemente romántico, desde el principio parece haber habido, en este autor, el avisoramiento de una salida por el intelectualismo.

Conclusión
En general, después de este corte oblicuo a Poética mexicana contemporánea, comprobamos lo que para la poesía mexicana de esta misma época ya antes habíamos observado: la flagrante vigencia de la obra de Octavio Paz es decir, de su legado neorromántico, surrealista o pre-industrial. Tal como allí mismo nos advertía una voz anónima: “los mexicanos no tuvimos ojos para lo demás, el expresionismo abstracto, el por art, el happening transformado en performance. Las nuevas lecturas fueron ignoradas por ese deslumbramiento ante el surrealismo” (Granados 2003), algo análogo ocurre también con la crítica, por lo menos con la que tenemos a mano en este libro de Víctor Toledo. Sin embargo, junto con esta falta general de sentido del humor –que se toma demasiado en serio, solemnemente, a la poesía y al poeta–, advertimos también, particularmente entre los más jóvenes, algunas voces lúcidas y auténticas; sobre todo quizá las de José Homero y Ernesto Lumbreras. La del primero por lo sanamente adolescente, desinhibida, y probablemente no menos certera: “Los poco reflexivos poetas mexicanos se juzgan ahora críticos sólo porque pergueñan temas de la filosofía negativa y salpican sus notas con referencias a la vanguardia, a Girondo y Wittgenstein, como antes citaban a Bachelard. Es claro que quien no tiene ideas no puede escribir. Yo me cito a mí mismo” (197). La del segundo porque creemos que es, y probablemente no sólo en el ámbito de esta antología, la más integrada de todas, típica de un sujeto que ha encontrado sentirse a gusto en su propio pellejo, el de ser un reflexivo poeta y, a la vez, un inspirado lector.

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Notas:

1 Al menos de Eduardo Milán como poeta, en otro lugar, ya hemos señalado: “Es un autor fascinado por su público. […] Resulta insufrible por pretendernos vender teoría postmoderna allí donde sólo encontramos un verso pretencioso y de onanista lugar común […] El sujeto poético se toma demasiado en serio y, por lo tanto, su lenguaje se torna descontentadizo o banalmente patético. La de Milán es una de las injustificadísimas inclusiones en las Insulas extrañas, antología trasatlántica de lo mejor de la poesía hispana en los últimos cincuenta años”. “¿La poesía mexicana descansa en Paz?”, Babab No 21, Setiembre 2003. [http://www.babab.com/no21/poesia_mexicana.php]
2 Esto, en general, lo hemos comprobado por nuestra cuenta en antologías recientes de poesía mexicana; por ejemplo, y a pesar de su vocación simbolista o paceana, en Reversible monuments. Contemporary Mexican Poetry (Washington: Copper Canyon Press, 2002) y, últimamente y de modo más visible, en un volumen regional tal como Ala impar. Dos décadas de poesía en Puebla (Puebla: BUAP/ LunArena, 2004) cuyo editor es el poeta, también incluido en la muestra, Juan Jorge Ayala, al que Gerardo Lino presenta en estos términos: “En el transcurso de sus meditaciones el poeta indaga la naturaleza precisa de su habla: prescinde de la ambigüedad en su lenguaje, pues sabe como pocos que la palabra es síndrome: lo ambiguo es el mundo señalado [no el poeta, se entiende].” (42). Una de las voces que creemos destaca más en este libro es la de Raquel Olvera que, curioso, sin desligarse necesariamente de aquella marca enfática del yo, sugestivamente nos dice: “Mi nombre es un cuchillo de almendra,/ uñas de acero templado al rojo vivo;/ puede arañar violenta o dulcemente/ un corazón/ de cobre, un corazón de hierro” (253).
3 Es lo que, al menos, entresacamos del siguiente fragmento perteneciente a “Sobre la flecha y el bumerang, de Víctor Sosa”: “En pocos críticos jóvenes se encuentra la unión consolidada entre ética y estética, como en la reflexión poética, plástica o lingüística de Víctor Sosa. La ética como parte vertebral de un humanismo que le da coherencia a un pensamiento moderno que no se deja tentar por todas las facilidades mefistofélicas que ofrece la posmodernidad como justificación de cualquier forma sin verdadera cosmovisión y conciencia de sus intentos. La estética como la exigencia de la imaginación […] Las dos categorías enlazadas con los hilos en perpetuo movimiento vertiginoso de la fuerza electromagnética de la conciencia histórica. Pero también mística” (247).

Puntuación: 4 / Votos: 5

Comentarios

  1. Mónica Navia (Bolivia) escribió:

    me interesaría contactar a Víctor Toledo. Tienen su correo electrónico?

  2. silvia escribió:

    todo esta muy bien argumentado

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