Este breve ensayo quiere saludar el bildung roman de un crítico literario; es decir, el que paso a paso vamos percibiendo en un libro reciente del autor, Rostros criollos del mal. Cultura y transgresión en la sociedad peruana (Lima, Red para el Desarrollo de las Ciencias Sociales en el Perú, 2004). Aunque formado y docente en sociología, en este trabajo de Portocarrero es notorio su interés por la literatura ya que se enmarca en el contexto de la vuelta del sujeto: “después del auge de las nociones de causa y estructura” (contraportada) y, sobre todo, porque la propuesta que lo convoca ahora –complementaria a los temas de la dominación, la violencia y el mal– es también “investigar el amor y el humor, las fuerzas que hacen que la vida merezca la pena ser vivida”. Ingredientes, pues, objetivos y subjetivos que pertenecen a la labor de lo que ocupa usualmente al crítico literario; más aún, si varios capítulos del libro nos advierten explícitamente de este propósito: Esas voces, ese mi destino… vectores expresivos y autopoiesis en la obra de Juan del Valle y Caviedes, Modernidad y criollismo en Abraham Valdelomar, El Dios impotente: la (in) humanidad de Trujillo en La fiesta del chivo, de Mario Vargas Llosa, El pensamiento sobre el mal en Los ríos profundos de José María Arguedas; en suma, cuatro de diez capítulos. Ahora, a nosotros más que discutir puntualmente las ideas sobre las obras o autores seleccionados en este libro, lo que nos interesa fundamentalmente son los criterios literarios, la carpintería crítica de Gonzalo Portocarrero inherente a su discurso sobre estos tópicos, se encuentre ésta en aquellos capítulos inmediatamente antes señalados o no.
De este modo, de entrada encontramos en este crítico una actitud ecléctica: “pese a que mi objetivo sea propiamente sociológico será inevitable hacer un recorrido por la filosofía y el psicoanálisis, e, incluso, por la mitología y la recolección de testimonios” y que no excluye, muy sugestivamente, tampoco la instancia personal, por ejemplo: “Desde el punto de mi experiencia vital, creo que la generación a la que pertenezco no pudo y no quiso ver el mal. Esta ceguera resultó del deslumbramiento producido por el proyecto moderno y su vástago, el socialismo.” Es decir, aunque atento en todo su discurso al cambio o al mejoramiento social, su actitud general es básicamente no fundamentalista; esto se refleja, además, en sus fuentes bibliográficas, puntos de vista variados –u opuestos a veces– que el crítico pone en diálogo. En este sentido, respecto al tema explícito del presente libro, es significativo que su autor destaque la reflexión de un filósofo como Giorgio Agamben, el cual, por la originalidad de su pensamiento, resulta difícil de ubicar: “Para este filósofo, la problemática del mal se sitúa en un espacio intermedio entre la decisión personal y la estructura de la sociedad […] el mundo en que vivimos nos presiona para que asumamos identidades que nos alienan de nuestra singularidad. El mal está precisamente en la aceptación de estas identidades estereotipadas.” Tenemos, pues, dada la empatía intelectual con la perspectiva teórica de Agamben, implícito otro gesto de independencia crítica por parte de Gonzalo Portocarrero.
Ahora, y este es un punto sumamente importante, el autor como crítico no sólo trata de dialogar con los profesionales del pensamiento –aquellos inmersos en la tradición occidental a la que pertenecen–, sino que incorpora también el legado tradicional-popular que ante estas cosas (lo inherente al mal, en este caso) tenemos ahora mismo a nuestro alcance, ya sea, por ejemplo, entre aguarunas, iwanchis o cashinaguas. Es decir, el pensamiento de Portocarrero, al mismo tiempo que está atento a lo cosmopolita, está enclavado en un lugar y tiempo específicos, el del Perú de hoy.
De un autor como Juan del Valle y Caviedes, resalta: “Baste decir que me entusiasma de Caviedes su atrevimiento, su apuesta por el humor, su no estar tiranizado por la pretensión de coherencia.” En contrate con esta premisa, cuántos trabajos de crítica literaria vemos que tienden su línea de análisis y se van por ahí como bólidos y sin siquiera un chiche; por lo general, además, por esta falacia de la escrupulosidad tan presente en ellos, carecen de un distanciamiento inteligente y, usualmente también, de auténtico sentido del humor. Sin embargo, tal vez lo más enjundioso que observamos de la crítica de Portocarrero, a través de su trabajo sobre la obra de aquel satírico de la colonia, sea lo siguiente: “Es cierto que Caviedes no hace un esfuerzo explícito por comprender a sus otros subalternos. No obstante, es claro que su crítica al poder y la riqueza, y su simpatía por los pobres lo acercan a la humanidad de los marginados. Caviedes es un peninsular acriollado y pobre; es también un artista por vocación elegida. Escribe desde el margen y desde allí ve el centro. Y lo que él ve es una copia inauténtica de un mundo que ni siquiera en su veracidad original vale la pena.” En otras palabras, su perspectiva monológica no es óbice para demostrarnos su lucidez; como lo polifónico, sólo por el hecho de serlo, no sería garantía de arte o crítica cumplidos. He aquí, implícita, otra aclimatación de alcances conjugados, mas en principio diríamos opuestos, en la tarea intelectual de Gonzalo Portocarrero.
Frente a la obra y figura de Mario Vargas Llosa, La fiesta del chivo, podemos decir que admira de modo explícito al mundialmente famoso narrador porque, según nuestro crítico, justo con esta obra aquél ha vuelto “a la gran literatura, ese arte rebelión que explora los escondrijos de la vida humana”. Al respecto, además, Portocarrero apunta cosas tan finas como la siguiente: “La impotencia de Trujillo [ante Urania Cabral, y poco antes del atentado que le costara la vida] es el reencuentro con su humanidad rechazada en nombre de su endiosamiento.” En esto percibimos idoneidad del crítico para aquilatar y equipararse a los alcances del trabajo del creador: “El autor logra dar rostro humano al monstruo. Transgrede los estereotipos con sus intuiciones. Crea un mundo convincente, poblado de personajes verdaderos, hasta en su (in)humanidad profundamente humanos.” Es decir, ni Portocarrero ni Vargas Llosa cultivan una escritura mecanicista o causa-efecto, en última instancia, entre la serie literaria y la serie social; entre una y otra existen siempre refracciones, extrañamientos o paradojas, como en este caso, el de la tardía anagnórisis de un tirano.
En su análisis de Los ríos profundos, de José María Arguedas, señala lo que para la crítica literaria aún está pendiente o se inscribe en una agenda de lo utópico. Hablándonos en esta novela de los “Claroscuros del padre Linares”, Portocarrero nos dice: “Según William Rowe, en Los ríos profundos, Arguedas logra la ‘hazaña’ de traspasar al español la sensibilidad quechua.” La tarea pendiente de la crítica sería, entonces, retraducir –en términos rigurosos o analíticos– esta previa versión de la literatura. Pensamos, sobre todo, en textos que reflejan aquella sensibilidad o perfil simbólico y no están escritos en runa simi; por ejemplo, tales como los del propio Arguedas o los poemas de César Vallejo; y donde, si se ha iniciado, aquella tarea ha sido hasta ahora, aunque sugerente, mecánica o simplista.
Por último, los capítulos 9 y 10 –Luces y sombras de la vida social peruana y Hacia la (re)construcción de un concepto de cultura y de crítica cultural, respectivamente– son aquellos donde el autor revela al lector el meollo de sus presupuestos como “crítico literario”, particularmente el décimo. De aquí, a manera de esquema y síntesis del encuadre teórico de Gonzalo Portocarrero, debemos puntualizar su advertencia de que, en cuanto a los estudios culturales y en orden a entender la “complejidad”, no debemos pasar del esencialismo económico a otro tipo de esencialismo; es decir, como con acierto nos lo expone el autor: “Bien se entiende la excitación por explorar el continente nuevo, abierto por la crítica al naturalismo biologicista o economicista. El mundo de lo simbólico es ciertamente fascinante. Pero, si no lo relacionamos con otras esferas de la realidad, volvemos, o mejor, no hemos salido nunca, de una metafísica simplista y reductora, de las explicaciones únicas, de las causalidades contundentes. El reto es razonar la complejidad [en términos de Edgar Morin] entendida como una situación donde hay varias clases de fenómenos que son irreductibles entre sí.” Transladando esta reflexión al plano de la poesía o, con más propiedad, al de las poéticas, podríamos decir que es hora de hacer confluir, aunque sea de modo efímero, a Borges y a Vallejo. Del primero, tomar su magistral lección de que el “lenguaje y la tradición” es, ontológicamente, más real que la fama (“Borges”) y que el individuo (“yo”); del segundo, la fascinante exploración en su poesía del inconsciente (que lo presenta como un hermafrodita universal), su viva religiosidad solar (sobre todo en Trilce y a tono con su herencia andina) y sus hallazgos –tal como Lezama Lima atribuye a la obra de José Martí– de los alcances insospechados de la pobreza (aunque generalizada ahora y quizá aún más en el futuro, tan mezquinamente entendida hoy en día).
A saborear todo esto nos ha llevado, siempre de modo paradójico, Rostros criollos del mal. Ni elitismo ni relativismo, en el concepto de cultura, parece ser la fórmula de Gonzalo Portocarrero: “El elitismo tiende hacia la jerarquización y negación del otro. El relativismo, mientras tanto, lleva al nihilismo, a la imposibilidad de juicios morales y estéticos […] a convertir la moral y la estética en una cuestión de preferencias.”
Obviamente, la intención didáctica está remarcada aquí, pero –como en todo el transcurso de este libro– asimismo la obsesión por el conocimiento y regocijo en ese conocimiento. En todo caso, a nivel de la crítica literaria, a través de esta última cita se plantea el espinoso tema de la valoración; advertirnos que la labor del crítico no consiste únicamente en describir, y que debe también enjuiciar, tomar partido por una u otra estética, por un determinado perfil ideológico. Este es un tema insoslayable y abierto al debate, pero, dado el pequeño formato de nuestro texto, lo único que quisiéramos añadir es que empleando no juicio o valoración, sino otros sinónimos, esta dimensión del trabajo intelectual está presente incluso en autores que se pretenden muy postmodernos. Siempre es una cuestión de autoanálisis u honestidad en el ejercicio del saber, dimensión de lo personal, que también ha sido abordada por este nuevo y cabal crítico literario peruano.