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Narrativa

Si dividimos el género femenino en dos bandos… / Patricia Vidal

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Si dividimos el género femenino en dos bandos…

Están
Las que se lo juegan todo y son felices con su valentía
Las que lo guardan todo y son felices con lo precavidas.

Pero están las otras
Las que no se lo juegan todo y sufren por hacerlo
Las que no lo dan todo y sufren por hacerlo.

Estas últimas, miserables mirarán al costado y sentenciarán en la otra.

Felizmente, todas somos algunas de las veces ambas. Dichosísimas y otras tantas desgraciadas…no hace falta más que escuchar los susurros en un café.

Una luz por todas esas princesas atrapadas en sus laberintos pueriles, errantes de sus pasiones demenciales, tambaleantes entre la estupidez y la brillantez. Princesas destrozadas por la cordura y los buenos modales. Políticamente incorrectas. Deliciosamente desquiciadas.

Una luz por todas ustedes,
Confidentes, amigas, madres, hermanas, enemigas.

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Todo irá mejorando/ Milia Gayoso Manzur

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Cuando vi a las palomas picotear las migajas frente a la catedral, me vino a la memoria aquella mañana fría de Buenos Aires, en esa plaza atestada de palomas y los jubilados dándoles de comer migajas de facturas.
Seguramente tendría algo así como cinco años, o seis a lo sumo y me embelesé observando a esos pájaros hermosos e inofensivos que poblaban los paseos de ese espacio cuyo nombre no recuerdo, como muchas cosas que se han perdido en mi memoria luego del accidente.
Todo irá mejorando, Jorgito, solía decir mamá cuando me quejaba de lo poco que me daba para el recreo o de tener que ir a los cumpleaños de mis amigos con ese vaquerito remendado con un género a cuadros, en las rodillas. Todo irá mejorando, repitió cuando juntamos nuestras cosas, desocupamos la casita de la villa miseria donde estábamos viviendo y nos preparamos para volver a Paraguay.
Hay que reconocer que era una mujer muy positiva y con una voluntad de hierro. Su determinación la alejó de Santa Elena y la llevó a la gran ciudad. Trabajó mucho para enviarles dinero a sus padres y trabajó aún más para ayudar a mi papá cuando éste apareció en su vida, enfermo y sin conchabo alguno. Me llegó a contar que sólo dejó de trabajar una semana en la casa de la familia Pelayo, cuando nací yo.
Estuvo allí hasta dos horas antes de que naciera y apenas días después, me lió en una manta y nos fuimos de nuevo a cumplir con sus obligaciones. Sus patrones la apreciaban mucho y la dejaron tenerme a su lado hasta que cumplí cuatro años y mamá consiguió que una vecina me cuide a cambio de algo de dinero. Solía contar con orgullo lo bien que me portaba en la casa ajena, mientras ella terminaba su trabajo diario.
Casi no recuerdo a papá. Era paraguayo como ella, pero de otra ciudad. Llegó a Buenos Aires también buscando empleo, trabajó como albañil durante mucho tiempo, pero el cigarrillo, la cerveza y el polvillo del cemento terminaron fulminando sus pulmones. Murió a los tres años de conocerse. Creo que la quiso mucho a pesar de no haberle traído más que problemas.
Ella vendió lo poco que teníamos, regaló las chapas de la casita y volvimos en un colectivo cuyo pasaje era mucho más barato que otras empresas, lo cual representaría llegar como seis horas después de lo que normalmente se tarda hasta Asunción. No traíamos demasiados bultos. Mamá prefirió deshacerse de las ropas más feas y traer las más presentables. Me permitió cargar mis discos, mis libros y mis camisetas y mis dos pelotas de Boca Junior.
La vi lagrimear cuando dejamos Buenos Aires. Yo sabía que esa despedida representaba dejar allá no sólo la tumba de papá, en el cementerio de Lomas de Zamora, sino sus sueños juveniles y sus ilusiones. A mí me daba también cierta tristeza dejar a mis amigos, mi barrio y a Florencia, a quien estaba empezando a querer. Pero no podía dejar que ella viniera sola, ¿qué iba a hacer yo solo allá?.
Todo irá mejorando, me volvió a decir cuando partimos de la terminal rumbo hacia su tierra. Me gustaba la idea de conocer a mi abuela, a mis primos, a su pueblo del que tanto me habló.
Estábamos durmiendo cuando sentimos la sacudida. Recién cuando escuché los gritos desesperados de la gente me di cuenta de que habiamos chocado. Me desperté al día siguiente, en el hospital de Resistencia; tenía los brazos enyesados y no sentía una de mis piernas, que se entumeció por los golpes. Pregunté por mamá, pero nadie supo decirme nada. Estuve allí una semana hasta que apareció una persona quien dijo ser Gabriel Pineda, un primo de Santa Elena. El supo del accidente y de la lista de heridos, entonces vino a buscarnos.
Pero ella no sobrevivió. Lloré días enteros y ni siquiera pude enjugarme las lágrimas porque tenía los brazos y las manos endurecidos por la escayola y el yeso. Gabriel me llevó a casa de mi abuela, una anciana que no paraba de abrazarme y llorar. Me quedé allí como tres meses, hasta que me puse mejor y me vine para acá. Yo creo que en Asunción, un muchacho como yo tiene más posibilidades de encontrar trabajo. Mientras tanto, cuido y lavo los autos aquí frente a la Catedral. Al principio los otros adolescentes me miraban mal, especialmente por mi acento, pero ahora ya nos hicimos amigos y compartimos los clientes.
Cada vez que suenan las campanas, y las palomas salen volando hacia el cielo, me repito su frase de que todo irá mejorando, alguna vez.

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Prisionero en la calle/ Juan Carlos Mústiga

Primicia de la nueva novela del autor de A pulmón, Una moral inquebrantable y Manual de pistola automática, entre otros memorables libros de relatos. Prisionero en la calle es, por ahora, un manuscrito extraordinario que aparecerá muy pronto en las librerías limeñas.

Cortesía de Alfredo Sáenz

Introito

“Lejos, aquí, llovía”, se refugió Supervago en el lenguaje. El cobertor de lana y mugre, a esta hora, le era insuficiente:…. “un cielo pequeñito, profundo, solitario”, continuó. No pudo recordar el resto que sabía era lo más importante, “el cielo de tus manos”, porque escuchó el llanto del niño, profundo en su conciencia más que en el simple recuerdo. Pensó, también, en el sol del cual se había alejado y que sabía era el nombre del poema y a la vez un tiempo lejano, tan lejano como el mismo recuerdo y ahora la realidad de su dormitorio y sus cachivaches, “sus vergüenzas”, bajo un puente de la Vía Expresa.
¿Volvería algún día al mundo? pensó. ¿Cumpliría su destino y moriría? ¿Dónde estaría hoy el niño? Ya sería ahora un adulto, se dijo en silencio.

El rostro del niño apareció en un rincón de su memoria. Era flaco, de pómulos prominentes, los ojos achinados medio caídos, y el lacio cabello peinado hacia un costado con una rayita blanquísima, casi azul, como ojo de paloma. Tenía buena voz el niño, recordaba, le gustaba cantar rancheras, boleros, baladas, guarachas que nadie sabía de dónde aprendía y cómo retenía con placer en su memoria; esa “música de viejos” como dijo que le dijeron siempre otros niños, hasta que dejó de andar con ellos y empezó a parar solo; solo y en silencio y con una tristeza que no sabía, creo, de dónde provenía y comenzó entonces también a golpear las paredes con los nudillos, fuerte, cada vez más fuerte los golpes, hasta que se le despellejaron las manos y se le formaron callos, corazas físicas que sentía necesitaba porque parecía que otras no tenía en aquel momento, salvo unas manos de chancho que golpeaban fuerte.
Eso, esas “cosas” recordaba Supervago. Eso y aquel llanto en la oscuridad de la noche que lo hizo descubrirse, como ahora.

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Una foto/ Milia Gayoso Manzur

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Vestido rojo y botas de lluvia. Cuatro años y mi peso sobre sus rodillas. La foto en blanco y negro debió ser descrita una y otra vez, para que fueran satisfechas mis curiosidades sobre el color de mi indumentaria. Piqué rojo. ¿Qué es piqué, mamá?

Seguramente llovió aquel día, por eso también él tenía botas de goma, pero altas y negras que le permitían entrar en el río para acomodar sus canoas. Olvidé preguntar por el color de las mías. ¿Serían las grises? ¿Las celestes? ¿La amarilla y roja? Posiblemente me hayan puesto la amarilla con patos rojos y un par de nubecitas sin color.

Los dos sonreíamos. Mi cara redonda como una toronja, y sus ojos verdes que eran puro hechizo. (¿Habrás dejado un rato tu trabajo para venir a mimarme abuelo?) Quizás llovía mucho y no había pasajeros.

Me parece oler los buñuelos fritos bajo el galpón del fondo. Puedo verla a ella sentada en su silleta más grande que la mía con infinita paciencia dando vuelta una y otra vez a sus redondas bolitas de harina, huevo casero, azúcar y limón rallado, que luego bañará en azúcar morena y llevará a la mesa con su cafetera enlozada de color verde, exhalando el exquisito olor a cocido quemado.

Miro la foto y creo escuchar el golpeteo de las olas, en la costa del río y el salto de los peces festejando la caída de más agua. ¿Quién nos sacó la foto? Quizás algún fotógrafo viajero con su máquina vieja con manivela y caja oscura y misteriosa. ¿Quién me puso la ropa? Veo a mamá adolescente arreglándome el pelo y limpiando el barro de mis botas, para que no se viera en la foto.

E imagino a abuela corriendo desde el fondo a la sala, para ver a su «princesa» posando sobre el trono. Mirándonos con esa ternura tan honda que transmitían sus ojos, mirándonos feliz, mientras sus buñuelitos se quemaban en la paila.

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Lluvia de estrellitas a la orilla del mar/ Rosario Bartolini Martínez

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Canta Niwen Bea, el racimo de sus hojas habla también al ritmo de su mano y todos los objetos de su mesa resuenan, como un eco del monte…y acompañada de hojas y piedras navego bajo la cúpula estrellada que llevo dentro.

Nací en una bella zona de selva alta del norte del Perú. Crecí cercana al monte, caminé sobre pisos de hojas en descomposición, bajo la sombra de enormes guabos y del hermoso cafetal. Me capturaron para siempre las piedras del Chinchipe, su hermosa canción; los misterios de los palos y raíces que se ofrecían a mi mano; las flores y el musgo escondidos del sol; la desbordante energía de esa mezcla de árboles, lluvia y luz protectora. En casa de mi abuela, conocí al fuego guerrero y sinuoso, contador de historias en la oscuridad. Con ellos anduve por la ciudad cuando migré. Con ellos, pero entre paréntesis; con ellos en el brillo de mis ojos y en mi tacto, como un bello recuerdo, como un burbujeo que acompañaba mi risa, sin saberlo.

Regresé a otro monte profesionalmente y aunque caminé y gocé de sombras vírgenes mi razón aquietaba mi deslumbramiento. Me apegué a mis amigos Nomatsiguenga y aprendí a reír y su canto de árboles, presencias, animales y monte se grabaron en mi delicadeza. Brillaron mis ojos, se enternecieron mis manos, guardé silencio y acompañé a chicharras y grillos. Sentí enormes y profundas compañías. Mi razón las almacenaba en fólderes de sincretismo, de salud nativa, de estrategias de sobrevivencia, de transnacionales y cambio irreversible en la selva.

Los quietos y sobrios, pero hermosos, árboles del parque circular donde vivo, en esta ciudad de Lima, adorados por el grass, me devolvieron al tacto el misterio de su compañía. Fueron abrazados y tocados, y me donaron tranquilidad, fortaleza y acompañaron decisiones importantes en mi vida. Mis hermanos del parque. Uno enorme, el más grande, se convirtió en cascada y en misterioso camino hacia el cielo; lo visité como enamorada.

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EL PLAN/ Armando Almánzar-Botello

Para: L. N. B.

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¡Oh rabia impotente! Parecía que la presencia fatal de un virus electrónico había infectado de forma selectiva los mensajes que los dos se venían comunicando a través del ordenador en el transcurso de aquellos agitados meses de pasión enmascarada. Por ese grave acontecimiento, el sujeto de la escritura no había podido acceder a ciertos archivos que le permitirían definir con más precisión el plan del relato seminal que serviría de base para el otro vuelo.

¿O sería más bien para el descenso al subsuelo ilimitado y monstruoso de su propio ser, de su atroz memoria?… Palabras demasiado convencionales para expresar la terrible perspectiva que se abría ante sus ojos.

Temblaba frente a las puertas entreabiertas del posible cumplimiento, del Plan que vislumbraba, ominoso y ciego como la ruta de un Metro fantasma deslizándose en la noche por interminables galerías subterráneas, clamando por la encarnación de sus espectros en la espesura sombría de su trayectoria inconsciente, ineluctable… Pensó entonces en la frase de Mishima: Se abre hacia la muerte, tal como un kimono de seda se desliza por la pulida superficie de una mesa hasta caer silencioso en la penumbra del piso…

Sintió un escalofrío que recorrió su espina dorsal, y contempló -mientras escribía en el silencio de la noche alta-, la pantalla fosforescente del computador… Al cabo de un rato, apartó la mirada de aquella luz que lo hería, y miró las ventanas oscuras de su cuarto. Pensó entonces en los parques públicos de día, en viejos paraguas olvidados en rincones también sin memoria, en calles al atardecer atravesadas por las corrientes vertiginosas de autos carnívoros, en secretas escaleras que ascendían como promesas de magnolias en la noche, en remotos lugares cerrados donde un hombre y una mujer se desnudan eternamente en la penumbra, para entregarse, resplandecientes de pasión y de extrañas metamorfosis, a ritos innombrables y voluptuosos…

Llegaron a su mente aquellos solares llenos de plantas extrañas, ratas gigantescas, restos de ordenadores y máquinas de finalidad incierta; cucarachas y bichos que creíamos hacía mucho tiempo extinguidos, basureros que aparecen de súbito entre algunos edificios de las grandes ciudades ofreciendo el testimonio de una secreta y vaga verdad de la existencia: la banalidad con la que casi siempre se disfraza el enigma inanticipable del acontecimiento… Porque -pensaba-, no hay nada más misterioso que la basura, que los restos, que los vestigios, que los escombros… Huellas primordiales de la sangre en las palabras terribles que perduran…

En el sujeto de la escritura se ahondaba el hueco, la inclemente verdad de la carencia, el vacío donde agazapada, retorciéndose, ondulante, la peligrosa cobra de la escritura preparaba su fármacon letal.

Al no encontrar los refentes escritos que dieran testimonio de los hechos en apariencia acontecidos entre ellos en los últimos cuatro meses, le parecía que todo había sido un insólito y turbulento sueño del que apenas ahora acababa de despertar, y que esta ensoñación comenzaba, con extraño goce de planta carnívora y angustiosa fiebre delirante, a florecer de nuevo transfigurada en su conciencia, al rememorarla…

Toda la realidad al alcance de sus ojos en la polvorienta buhardilla: arriba, la noche del cielo raso; abajo, la mesa sobre la que escribía iluminada tenuemente por una pequeña lámpara eléctrica, el bolígrafo que sostenía latiendo entre sus dedos entumecidos (escribía ahora a mano, convencida de que la pantalla del ordenador quema los sueños), la página sobre la que trazaba frases inconexas y zigzagueantes, el viejo escritorio sobre el que se reclinaba como sobre un abismo, los libros y objetos dormitando casi vivos en los anaqueles de madera, los pasos enigmáticos de otro huésped del insomnio en la habitación vecina, la sombra voluptuosa de un torso desangrado en la memoria, todo lo que alcanzaba a escuchar y sentir en la alta noche, todo, se consumía como ella en el incendio de la incertidumbre…

De forma parecida a la de Chuang-Tzu, -pensó el sujeto de la escritura.

De forma parecida a la mía leyendo estas frases -prosiguió alguien hablando en voz alta-, que cuando despierto del sueño en el que creí vislumbrar a Chuang-Tzu, no puedo saber si he soñado a Chuang-Tzu, o es él en realidad quien continúa soñándome -incesante como el grito de mi ser-, ahora, aquí, creyéndome despierta en lo que escribo.

Entonces, blandiendo el filoso cuchillo sobre el seno desnudo de la mujer de rasgos orientales -que fosforescía a su lado en el lecho como una dormida y delicada flor de ciruelo-, el innombrable comenzó, con firmeza y precisión, a escribir la verdadera historia…

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El abuelo desconocido/ Lita Pérez Cáceres

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En otro lugar del planeta había nacido mi abuelo paterno, sólo supimos de él que era peruano y de profesión contador, que su tierra natal había sido el Cuzco o Puno, no recuerdo muy bien. La única imagen conocida de mi abuelo Ángel Manuel Pérez Azañedo estaba reproducida en pirograbado y él aparecía con el pelo tieso, apuntando hacia arriba, ojos negros soñadores que persistieron en mi padre y en mi hermano Adolfo, aunque ellos tienen los ojos más grandes y son de facciones más delicadas. Por lo tanto solo tengo algunas informaciones sueltas y recuerdos sueltos que fueron contando las tías abuelas, ellas no comentaban mucho sobre él. Siempre fue para mi un abuelo misterioso y desconocido. En realidad he visto una sola vez sus documentos, cuando falleció mi abuela Elvira, su esposa.
Creo que, pese a su indudable ascendencia indígena, en el pasado de mi abuelo hubo un blanco entre sus padres o abuelos. El hecho mismo de tener dos apellidos significa que nació de un matrimonio consagrado y, recibirse de contador, indica que pertenecía a un medio económico no muy humilde. Es casi seguro que su afán de aventuras lo empujó a venir a este país ¿Cómo llegó? ¿Cuáles eran las rutas de entonces? ¿Viajaría en diligencia o atravesaría Bolivia en carreta? Era muy joven, buen mozo, sensible e inteligente. El llamado de los caminos le quemaba el pecho, tenía sed de horizontes. Un buen día llegó hasta la benemérita ciudad de Asunción.
Si vamos a imaginar, hagámoslo bien: Digamos que mi abuela Elvira era una joven en edad de casarse y que habría conocido al peruano en el despacho de su padre, Juez de Paz, retirado y muy enfermo ya. Él quedó prendado de sus ojos negros, de su carácter jovial y apasionado y decidió casarse, establecerse, sentar cabeza, aunque muy lejos de los suyos. Años después mi abuela confirmaría que soltar amarras y partir, era una decisión que mi abuelo podía tomar sin hesitar.
Como contador de la Industrial Paraguaya, Manuel Pérez ganaba un buen sueldo, que justificaba verificando y consignando la producción de los mensú que se deslomaban en aquel ignoto y lejano puerto sobre el Paraná, Takurú pukú, hoy Hernandarias.
Allí vivían, en una de las viviendas de la compañía, Elvira y Manuel, amándose para imitar la feracidad de la selva que se multiplicaba en miles de frutos y flores. En la administración, apenas un rancherío ubicado muy cerca de las barrancas del río, nació mi padre un 2 de abril de 1916, año del Dragón entre los chinos, el único animal mitológico del zodíaco creado por Buda. Mi abuela no soportó la angustia del clima, de los insectos que no le daban paz y de esa soledad aterradora que puede sentir alguien que se encuentra en medio del monte. Apenas dio a luz a su primogénito, lo envió a la casa de mi bisabuela, tomó como ejemplo el caso de un bebé – hijo de un mensú- que había sido comido por unas enormes hormigas mientras su madre lo había dejado en la hamaca. La madre de mi abuela tenía una casa en Asunción que, al menos, era una ciudad con las comodidades adecuadas para criar a su hijo. Piíta, el nombre cariñoso que le daba su familia a Francisca, lo recibió con mucho amor, era su primer nieto, lo revisó bien para ver si no había heredado algún rasgo indígena de su yerno y no lo encontró. Mi padre no heredó más que la blancura deslumbrante de su madre, los ojos soñadores de su padre y, al final de la espalda, la famosa cola verde, mancha mongólica que distingue a todos los que tienen algún antepasado indígena
Todos la heredamos, ni mis hermanos, ni mis hijos y mis sobrinos se han salvado de la cola verde, que según dicen las leyes de la herencia, son la marca registrada de los mestizos de blanco con india o al revés y que se perpetúa en sus descendientes.
La historia continúa así, Ángel Manuel Pérez el peruano, que tan bien hablaba, que leía mucho y que prometía darle una buena posición y proteger a su familia, tuvo cuatro hijos con Elvira. La vida, con sus tentaciones, terminó para él al acabar de cumplir los 35 años. Una gran mancha roja quedó en las sábanas, la tuberculosis puso su sello en el lecho matrimonial de mis abuelos y se llevó a Manuel. Elvira quedó con cuatro hijos para criar y educar.

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Noches húmedas, noches de radio/ Lita Pérez Cáceres

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Cuando la humedad invade las noches asuncenas y un sudario de gotas
casi imperceptibles se apodera de la ciudad dormida, cubre sus calles
y sus plazas, es cuando también me invade la felicidad. Son las
mejores noches para captar radios argentinas desde este suburbio
asunceno, una de sus ciudades dormitorios: Lambaré.
Permanezco acostada y veo con la imaginación las calles por donde
Julio Lagos, de radio 10, camina o va en un coche, tan lentamente, que
puede acceder a los rincones poéticos y escondidos que tiene esa
metrópolis de los 100 barrios porteños.
Fuí criada en Buenso Aires, donde vivimos con mi familia durante 18
años, tengo tres hermanos nacidos en ese país que siempre acogió a los
parguayos, les dió trabajo y educación. Mi familia regresó luego al
Paraguay, cuando Stroessner dio permiso para que los opositores
regresen y allí comenzó el exilio mío y de mis hermanos. Ahora estamos
totalmente integrados a nuestro país, incluso dos de mis hermanos
argentinos se nacionalizaron como paraguayos, pero para mí, Buenos
Aires es como el paraíso perdido.
Por eso, cuando escucho programas de radios rioplatenses, me parece
haber vuelto, me parece oler el aroma de los bizcochitos de grasa de
la panadería que funcionaba en la esquina de nuestra casa, en Pedro
Morán y Artigas. Creo escuchar otra vez el grito del botellero, aunque
supongo que a estas alturas se llamarán de otro modo y, cuando estoy
muy inspirada, me parece ver esos caballos percherones que tiraban los
carros de los soderos.
Luego de este ejercicio de nostalgia pegajosa, me levanto con ánimos y
aprecio mucho más mi realidad actual. Abro las ventanas para mirar el
follaje, el verde intenso de los árboles de mi casa y la tierra roja
que los sustenta. Soy mitad y mitad – descubro con orgullo- mi pasado
es argentino y, mi presente y mi futuro paraguayos.

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Cochabamba, las cabinas de Internet y yo/ Manuel Munive


Manuel Munive,
joven curador peruano.

“Sin las cabinas de Internet la estadía en Cochabamba habría sido peor. Entre su trabajo en la clínica y en el consultorio y sus ensayos con la orquesta y sus deseos de no verme apenas tengo tiempo para verla. Almorzamos juntos siempre, eso sí, pero no tengo apetito. Tiene buen diente y se mantiene delgadita. Como decías, a mí me ponen las muchachas en envase de aceite de sésamo. Esta tarde – de sobremesa – me mostró un cargamento de fotografías de su infancia y su adolescencia y si hubieras visto! No me equivocaba: con su tutú de ballet a los 7 años ya era la dulzura que es hoy. Así conocí a los dos novios de su vida: músico el primero y patán el otro. Me parece que ha vuelto con éste y no sabe decírmelo. El sol es radiante, demasiado radiante. Yo no estoy hecho para tanta luz…”.

*
“Copacabana. Mediodía. Este lago es un mar de paz. La sopita que me ha servido el posadero está hecha de cariño y chuño. Campesinos que no entran en vainas han bloqueado la carretera por la que hace una semana entré al país y hemos tomado esta otra ruta hacia el Perú. Cruzamos por el Estrecho de Tiquina. Nosotros en una lancha y el ómnibus en una barcaza, un kilómetro sobre las aguas rodeado de europeas guapísimas. Debí aprender alguna de esas lenguas bárbaras. (…) La mesa es perfecta para recostarme en el diario pero tengo que regresar dentro de 15 minutos a la oficina de la empresa de transporte. Poco después sale el vehículo que me dejará en Puno. Y mañana temprano tomo el avión a Lima. Las cabinas de Internet serán un buen refugio también esta noche en Puno. Fue una buena idea corregir las monografías del curso desde mi correo electrónico para recuperar la clase que perdí por este supuesto viaje de trabajo a La Paz. Pero no sólo por eso: una de mis alumnas responde sin falta cada uno de mis mensajes desde entonces. Mañana en la noche – si el avión quiere – iremos al cine a ver una de Kim Ki-Duk… Tiene lindos ojos, lindo nombre. Pero no debo entusiasmarme tanto… Un clavo saca otro, sí, pero agranda la herida…”.

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Juvenal Agüero y el Caribe

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Si bien es cierto, Juvenal Agüero había sobrevolado alguna vez las playas de Cancún y admirado su mar esmeralda, jamás había caminado a sus anchas en alguna de las costas del Caribe. Como andino, y luego de haber vivido un tiempo en Cartagena de Indias, reconoce que lo caribeño es su complemento natural. Claro que entre los mismos caribeños persiste el mito de otros más caribeños todavía, o más naturales, o más libres, o más plenos, o más felices:
-”El que no ha zingado con haitiana, no conoce lo que es zingar”, afirma, por ejemplo, la mayoría de dominicanos que habita en la frontera con la república de Haití. Asimismo, ya sabemos que algo de esto es lo que animó a Don Alejo Carpentier a escribir Los pasos perdidos; mas, al menos Juvenal cree que los mitos son ciertos, que algunas veces se tornan en cabal realidad. El Caribe para un andino no sólo es erotismo, sino también mirada abierta, lucidez, asegura Juvenal, y agrega:
– ¿Te imaginas, peruano, si tienes un mínimo de sensibilidad y –a pesar de las tragedias que te ha tocado vivir– una elemental exigencia a la vida de dicha, de alegría, cachando con alguien donde tú te digas a ti mismo por la puta madre, qué maravilla el ser escuchado, el ser bien recibido como si hubieras estado ausente, por muchísimos años, de tu tan añorado hogar?
Juvenal Agüero se aproxima a la telaraña de estos recuerdos como si, después, necesariamente tuviera que morirse; algunos recuerdos se pagan con la propia vida, piensa. Lo cierto es que la mujer que conoció en Cartagena de Indias lo acompaña para siempre. Más allá de sus sueños, donde Zumurrub aparece de pronto en cualquier esquina; más allá de tener una pinga que bendecir, una rama de olivo con la que dar gracias al creador, porque la regó y supo hacer dar fruto abundante una hija suya. Una pinga, con la cual dar gracias, y un coño y unas tetas y unos ojos maravillosos y, otra vez, una chucha y un culo sonrientes y concertados con una pinga –en contra de todas las tinieblas–, eso fueron ambos amantes frente al mar y alto cielo de Cartagena de Indias.

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