Navegando entre mis archivos, cuarentena covid de por medio, di con estos poemas de mi antiguo ex alumno de algún taller en EE. GG. Letras de la PUCP (no recuerdo las fechas). Luego, al curiosear por la Web para ver qué hubo de su vida, me doy con la grata sorpresa que –era de esperarse– ha llevado a buen puerto varias iniciativas artísticas, entre literarias y antropológicas, y que no ha menguado su dinamismo ni su exultante creatividad. Por ejemplo, que ganó unos importantes juegos florales de poesía en el Perú; que ha publicado varias novelas (ej. Leinad); que ha liderado un muy interesante proyecto integrador de las artes a nivel de la región (Cuaderno azul); que cultiva o cultivaba un blog desafiante: “La muerte miente”; o que tiene a su cargo, ahora mismo, la primera escuela de ukulele en su país. Creo, aunque acaso el propio Daniel una vez los vea publicados me desmienta, que los poemas que acompañan esta nota son inéditos (los pasé yo mismo, tal como estaban, de word al pdf). Entre el fervor por Luis Hernández Camarero (aquello de Cuaderno azul) y el que, asimismo, muy probablemente podría inspirarle a este último la poesía en universos paralelos del propio Daniel –y su don para mirar y escribir entre pliegues– un tanto por aquí se orienta la poesía de nuestro maestro del ukulele. Claro, esto sin dejar pasar por alto su vena satírico-costumbrista; la cual hecha sus raíces desde la época de la colonia (Caviedes o Rosas de Oquendo), se reinventa en el siglo XX con Nicolás Yerovi y Juan José Flores (Huambar poetastro acacautinaja) y se actualiza, con su propio escabeche, con la poesía-performance de Frido Martin (1963) y del mismo Daniel Beteta (1988). La diferencia entre estos dos últimos estriba en que Frido y su vena erótico-socarrona-escatológica viene –y deviene performer tecnológico– desde la poesía del Barroco, es decir, desde la literatura. En cambio, en Daniel, desde un principio serían decisivas la oralidad, la mixtura de plataformas artísticas, el ubicuo performance cotidiano (calle, casa, universidad), la gravitación de las ciencias sociales y, otra vez, la fidelidad a la obra de Luis Hernández, aunque más al de los sublevados silogismos que al de la ternura y la psicodelia. El techo o legado de Daniel Beteta no sería el absurdo, sino, más bien, algo así como entregarnos la primicia de una liberación y alegría venideras. Esto último, asimismo, algo muy semejante a la proyección del trabajo de Frido Martin. Aunque en Daniel sin exoesqueletos o traje de luces electrónicos y tampoco, resulta paradójico, apoyarse en el verso como en el caso de Frido (“máquina” que recita o modula su voz hacia la estratósfera); sino, más bien, en un concepto (y práctica) post autónomo de la literatura y de la poesía. En ambos se trata, eso sí, de humanizar el absurdo, tal como Borges lo hiciera con el concepto, y procurar socializarlo; he aquí el largo y el ancho de la propuesta de ambos. Absurdo en tanto y en cuanto, ciertamente, la realidad no constituye lo sensato esperado: “Absurdo, sólo tú eres puro” (Trilce LXXIII). Y, precisamente por este motivo, por el afán de compartir dicha primicia es que ambos poetas han necesitado difundirla, repartirla, socializarla por doquier y a través de distintos soportes o formatos. De este modo, en específico en Daniel Beteta, desde la lógica del derroche y el gozo, en pro de un arte y unas ciencias sociales que den la talla y no cercenen o moldeen un cuadrado de lo que fuera un círculo o acaso una circunferencia. P. G.
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