Tengo una cantidad innumerable de enemigos literarios; de izquierda y de derecha; del submundo y del cielo. Los cuales no cambiarán de opinión sobre mi obra porque de hacerlo, a estas alturas, significaría admitir que estuvieron despistados en el juicio o, peor aún, actuaron con hartísima mala fe. Es más, ya que para el que escribe poesía por lo menos la mitad del asunto estriba en ser un crítico con olfato; aquello sería admitir que fueron poetas mediocres y, por lo tanto, en este aspecto también existieron en vano.
Es un milagro que haya persistido en la poesía sin grupete de amigos; sin ser líder de nadie; y sin que me hayan fagocitado como requisito previo para algún halago. Mi invisibilidad, asimismo, constituye prueba irrefutable de que la poesía (la crítica) de los últimos cuarenta-cincuenta años en el Perú propiamente ha desaparecido; aunque no por esto sea menos activa, influyente o decisoria. Invisibilidad al cuadrado, para ser más exactos, porque los extranjeros que leen la literatura de este país andino se apoyan a su vez en lo que les informan o seleccionan los ineptos o, más bien, monitoreados especialistas locales o peruanistas. Bola de nieve, entonces, intrascendente y, desde ya, extinta. La cual, y de modo semejante, no se ha percatado, por ejemplo, que Prepucio carmesí (New Jersey, USA: Ediciones Nuevo Espacio, 2000) constituye la primera novela del siglo XXI escrita por un peruano overseas. Trasandina, archipiélica, simétrica. Aventura, nomadismo, mediación multinatural. Carente de melancolías identitarias ni con el espíritu –típico o, peor todavía, profesional, oportunista– de un sujeto andino permanentemente damnificado. Páginas que escapan de la canónica literatura de viajes. Subalternos entendiéndose entre ellos; pobres (de amor) atendiendo a otros semejantes. Post-exótica y post-indigenista. Y que apuesta más bien por la complejidad u opacidad desde el origen; por la red de vasos comunicantes que, entre todos los seres humanos (incluidos los animales), yacen sumergidos.
Cómo podría justificarse, pues, toda aquella legión a la que aludo. Que todo lo hicieron por alimentar lo mejor posible a sus vástagos, vale; que sus progenitores fueron militares y que a ellos, tampoco, nadie va a pisarles el poncho, salve; que cierta iglesia católica y cierta oligarquía les aseguraron su puesto en un periódico o en alguna universidad, allá ellos; que mientras más ignoraban incluso mucho mejor les iba, es lo usual; que en el intento de manipular a todos lograron finalmente manipularse a sí mismos, también es lo usual; que ignoraban mayormente, que no sabían, pase. Pero que de ninguna manera pudieron con Juvenal Agüero el cual, al final, les ganó la partida, de esto justamente trata la presente y no concluida novela.
De esto y de lo que diría acaso un joven crítico profesional; o una joven crítica que entenderá todo primero en inglés. Un crítico de estos precoces y sabiondos, a veces de sonoro apellido, e incluso algo simpáticos, a los que martirizó su papá. Y que por esta razón se afirman, a como dé lugar, en aquello que ignoran. Y se empecinan, a la par de la institución que los ampara o los financia, en hacer escuchar su preciosa voz, dicho sea de paso, absolutamente inofensiva. Que cómo no reparamos en Juvenal Agüero mucho más temprano; de lo ciegos que andaban los grupos de poder y sus instituciones, etc., etc., etc. Mejor nos anticipamos a todos ellos y desde ya rechazamos sus discursos, en conjunto y el de cada uno por separado, y lo decimos directa y expresamente nosotros. Antes que el largo brazo del remolino nos alcance o que la piedra sea muy gorda y alta sobre el río. Ahora que estamos todos reunidos todavía aquí. Habrase visto.
*Juvenal Agüero, protagonista de la mayoría de las novelas de Pedro Granados; desde Prepucio carmesí (New Jersey: ENE, 2000) hasta Poeta sin enchufe (2018).