Alegra saber que alguien se acuerda de Raúl Gómez Jattin.
Lo digo, porque de vez en cuando imagino que el poeta sinuano y cartagenero hizo todo lo posible para que lo desterraran de la memoria. Y al mismo tiempo alcanzaba cotas de genialidad como para que se siguiera hablando de él en todas las posteridades.
Cuando se empeñaba en que lo olvidaran, se le daba por caminar semidesnudo por las calles de Cartagena, sucio y en evidente indefensión ante los alucinógenos.
Pero cuando se le daba por convertirse en inmortal, escribía portentos de poesía como “Los hijos del tiempo” y “Amanecer en el valle del Sinú”. Solía armarse con la hondura de su voz para interpretarse a sí mismo en los salones a media luz de Bogotá o de la Calle del Arsenal, donde el silencio del público era la mayor prueba de admiración que podía prodigársele a sus criaturas literarias.
Cuando se le daba por hacer que lo olvidaran, se presentaba al Festival de Poesía de Medellín cargando en el bolsillo papeles arrugados donde estaban sus más recientes poemas, pero se extraviaba en divagaciones sobre el hospital para locos donde pasó una temporada alejado del asfalto y de los químicos baratos que le quemaban la sangre.
Pero cuando resolvía que su existencia no era para que se perdiera en algunas líneas de la prensa cultural, lograba que el poeta Pedro Granados viniera expresamente de Providence a sentenciar que Raúl era el único poeta exportable de Colombia, una afirmación que siempre me sonó temeraria y absolutista, pero que hasta el mismo Gómez Jattin compartía: “soy el mejor, aunque sean otros los que salgan en la televisión”.
Cuando se le daba por buscar que lo omitieran de los anales del recuerdo, se valía de las palabras más procaces para insultar a sus conocidos en medio de las calles que se volvieron expertas en servirle de escenario a sus desventuras mentales.
Pero cuando quería que no se pudiera hablar de poesía caribe sin mencionar su nombre, hacía que un gallo de riña se transformara en lo más alto de la palabra; o que el valle del Nilo se acercara un poco más a los chavarríes volando sobre las ciénagas sinuanas en el hervor de la Semana Santa.
Hace 20 años, las calles del Centro Histórico amanecieron inundadas con una noticia que no era la figura del poeta exhibiendo su calvicie y sus pocos dientes en las fuentes de la Plaza de Bolívar. Ese día, la poesía trágica que fue su vida adicionó el último verso, trazado con palabras de abandono.
Ese día el ángel clandestino voló hacia una estancia infinita, donde los mangos son corazones que cuelgan de ramas resistentes al viento del olvido.
Tomado de:
http://www.eluniversal.com.co/opinion/columna/un-mango-sinuano-12580
Muy elocuente y conmovedor. Por favor, ¿podrías publicar algunos de sus poemas?
Claro, Isabel, pronto los publico. Gracias. Pedro