Mariella Agois (1956 – 2024)
Guardo de Lima una botella/ Llena de lluvia/ Y un puñado de arena/ En el pañuelo. A veces recuerdo/ La luz de su nublado cielo/ Y la acaricio/ Como se acaricia una perla/ En el bolsillo (Jorge Eduardo Eielson).
Murió Mariella Agois, artista de voz y mirada tiernas, recuerdo que en la exposición en la galería Lucía de la Puente en Barranco compró dos de mis cuadros. Alegría pospuesta en estos días mientras reviso fotos y leo las cariñosas publicaciones sobre ella.
Murió mi concuñado Juan López, de muchos amigos y amante de los Volkswagen. En cada encuentro me ofrecía un par de cervezas heladas; la noche de su velatorio chacchamos y bebimos hasta el amanecer saciando sus ofrecimientos.
Murió Inés, amiga de un curso en Bellas Artes, conservo su autorretrato y su gusto por coserse corazones en las chaquetas.
Murió el artista Carlos Bernasconi, con una obra en contracorriente, trabajaba silbando con la sonrisa de oreja a oreja.
Murió el actor Diego Bertie, de abatimiento íntimo. Siempre jovial y deportivo.
Murió padre Ugo de Censi, también artista; a Elita y a mí nos casó en la iglesia San Francisco, esa tarde mirando la arquitectura interior decía: lindo templo, lindo.
Murió Pablito Macera, tenía todo preparado para su sepelio, su rostro respetable y la sabiduría de sus manos nunca le dejaron.
Murió el narrador de quien admiraba la blancura de sus cabellos, la sobriedad con que lo encontrabas en una mesa del Queirolo del centro y la gentileza con que respondía los saludos.
Murió Juanja, habíamos quedado en comer algo en el chifa Viet Nam. Se fue a Bogotá, yo a Chacas; para el siguiente encuentro en noviembre solamente quedaban carrizos dibujando lágrimas.
Murió Jorge, otro amigo del curso en Bellas Artes, siempre de buen humor, una vez me recomendó ver al Dr. Francisco Soriano.
Murió el pintor admirado en mi juventud, atesoro un catálogo donde escribe con su fuerte caligrafía: ¡Israel, no dejes que ninguna pesadilla ni nadie interrumpa tus sueños!
Murió don Jesús Urbano Rojas, le puse de cabecera luego de leer “Santero y caminante”. La única fotografía que nos tomamos fue a su salida del Gran Teatro Nacional, tarde en que mamá Genoveva le llamaba “maestro”.
Murió Jorge Eduardo Eielson, todos, esa noche esperábamos ansiosos verlo, se presentó con una máscara cósmica, hermoso objeto azul donde brillaban las estrellas sobre el mar empañado de Lima y el mar Mediterráneo. Los aplausos surgieron del corazón.
Murió Sato, amigo querido en las buenas y en las malas, de nobleza y sencillez inigualables, admirador de Condemayta de Acomayo.
Murió Felipe Ehrenberg, si bien no en esta ciudad, quedó pendiente viajar hasta su tierra y conocerlo y traer “Manchuria” autografiada. No todo, la eternidad te concede.
Murió Cristóbal Campana, la última caminata fue desde el Istituto italiano di Cultura hasta no recuerdo que lugar yendo hacia Miraflores. Me dio un abrazo como los daba mi abuelo.
Murió el autor del impávido título: “Un iceberg llamado poesía”, yo llegaba a Lima, él esperaba un autobús entre Benavides y Panamericana Sur.
Murió Adriana Dávila, actriz en la película “Sin compasión” junto con Diego Bertie. Parte de su vida fueron los andes y la poesía.
Murió Víctor Churay artista Ivá Wajyamú (clan Pelejo) luego de una fiesta pollada, su cuerpo golpeando entre el acantilado se soñaba en una hamaca de serpientes blancas.
Murió mi promoción Willy Astuvilca, dejó el pueblo buscando un mejor destino y en una primera trifulca sus ojos se cerraron para siempre.
Murió el poeta que empezaba a leer los libros desde atrás por su afición a la sección deportes de los diarios. Hoy soy hincha de su equipo, del otro lado del río.
Murieron las madres Paulina y Josefina, dos monjitas maternales que nos servían cafecito con panes hechos en casa y cantando nos enseñaron a leer y escribir.
Murió la señora Isabel, mamá de Sato, incontables veces almorcé con ella. Sus viandas eran contundentes, sazón huamanguina. El día de su entierro viajaba de Incahuasi a Andahuaylas.
Murió mi suegro cuando aún no nos habíamos reencontrado con Elita su hija y, él no suponía que ese muchachito parado cerca de su Ford le llamaría papá Visho.
Murió mi abuelo, papá Miguel, nunca termino de hablar de sus ocurrencias, de darme cuenta de lo aprendido de él.
Murió César Vallejo en 1938. Todos estos recuerdos nacen a partir de su poema “la violencia de las horas” incluido en un librito comprado a un sol y preparado por Roberto Marroquín Peña en 1992, año que llegué a Lima (Lima, enero 2024).
Tomado de AHORA