Entramos hoy a la muestra de Marisa Godínez, La niña no mirada (Sala Luis Miró Quesada Garland de Miraflores), a lo bruto; es decir, de modo inercial y por completo inadvertidos. Una vez allí su plumilla nos resultó algo lejanamente familiar, aunque en otros soportes y de décadas atrás; pero ya andábamos metidos –y hasta las raíces– en aquel útero entre autista e inocente. Y nuestro ser entero convertido en un feto que dudaba si en salir o no salir de allí; igual dentro no se la pasaba mal. Al niño, a la niña también, a lo indeterminado, los salvaguardaba una común y protectora orilla; y, al final, el mar todo –aunque en sombras y en discreto formato– constituía un abarcador y nutricio elemento. Al ejercicio de la lúcida inteligencia que, por lo general, nos conduce a la indigencia; en el caso de Godínez, por el contrario, y como a contracorriente, la ampara la mayor y visceral ternura. Nos negamos a considerar su arte, acaso no a la ciudadana Marisa Godínez, bajo el mote de feminista; término en que se ceba la crítica al uso. Lo reivindicativo está allí, qué duda cabe; incluso la más justificada denuncia cultural e histórica. Pero que no prohíban nos horquillemos ante esos dibujos como una larva o como un embrión; que no retrocedamos hasta aquella condición en plan de impulsarnos y elevarnos, en el presente, hacia alguna otra cosa. Tal como los peces de Godínez, aunque de modo un tanto más discreto, salimos de aquella sala con los ojos redondos y las fauces bien abiertas.
Marisa Godínez (Lima, 1950) estudio artes en la PUCP, trabajó en la revista “Monos y monadas” y luego en la ONG Flora Tristán. Ahora reaparece con una exposición que reúne más de 50 de sus dibujos recientes.