Coincido, con Luis Alberto Sánchez, cuando puntualiza: “Los escritos de Nilo Espinoza Haro me hacen recordar la imaginación poderosa de algunos disparates ordenados y estéticos de Franz Kafka”. Canon vinculante donde participaría, asimismo, la obra de Juan Rulfo, por lo que tiene de constante “Tic…Tac”, corsi e recorsi, entrada y salida, la identidad de algo allí. Y, junto con la del sujeto mismo que escribe, también la consistencia de todo allí, y a todo nivel de este Tic…Tac: prosodia, sintaxis, estructura del volumen, temas y motivos. Lo único que parecería fijo, más que un tiempo y lugar, es una atmósfera; acaso limeña, que ha marcado a este sujeto de la escritura tanto como el Marcará de “Plaza San Martín”, relato liminar con el cual abrimos este libro –literalmente: colores, diseño y amplias solapas debidas a la absoluta complicidad de Lorenzo Osores– como quien pela una fruta. Lima, cuyo paisaje, al modo de Da Vinci, lo constituyen una serie de capas superpuestas a modo de transparencias; y cuyo meollo no es algo distinto a una tela blanca: “aquella blancura que habitaba las / profundidades del espejo / era la nieve” (Javier Sologuren dixit). Lienzo en blanco, más bien desteñido por los muchos años, el cual ciñe y cubre a un estóico bastidor. Macedonio Fernández que en sus momentos de ocio, cuando para de jugar, contempla a Vallejo (otro niño al lado); aunque a cierto Vallejo: “mañana que no tenga yo a quien volver los ojos,/cuando abra su gran 0 de burla el ataúd”. Tal como consta en la “Liris salumba salífera” con que se cierra Tic…Tac, que “los creadores son hijos del fuego” (Ralph Waldo Emerson) y que “sin valor es estéril la sabiduría” (Baltasar Gracián). Así sea. P.G.