Pedro Granados, un “avis rara” en el bestiario de nuestro Parnaso. No lo ubicamos entre peruanísimos carajos, entregado a sendas francachelas con anónimos borrachos en el infierno de Quilca. Tampoco sorbiendo embobado un capuccino con crema mientras, de reojo, es hechizado por la belleza de una musa miraflorina, con quien compartiría la mesa, edulcorándola con coquetona prosodia. Granados puede amanecer bien en Madrid o en Cartagena de las Indias, mañana a orillas del río Charles o entre los anillos de Santa Cruz de la Sierra. Viajero sin bitácora, habitante solitario de su paisaje interior, Pedro Granados (Lima, 1955) se inició en la poesía junto a José Antonio Mazzotti, Rossella Di Paolo y Jorge Eslava, es decir, en los albores de los 80 –generación que, como explicáramos alguna vez– optó por escribir desde las márgenes, desconcertada por el vacío, ocupando el centro retórico. Cada uno de ellos en vez de practicar el parricidio (típico deporte en nuestras letras), se aproximó a la tradición poética de acuerdo a su instinto, asumiéndola desde particulares preceptos. Lo curioso está en que sus compañeros de ruta son una presencia constante en las antologías “oficiales”, denominadas alguna vez como creaciones literarias- mientras que Granados, en esas páginas (muy sospechosas, por cierto) aparece como una ausencia la que, contradictoriamente, conviértese en una presencia necesaria para otorgarle legitimidad pues, con el paso (y el peso) de los años, encontramos resonancias de su obra en la que van construyendo los poetas mas jóvenes. No se trata, como otros de sus contemporáneos, en un sembrador de epígonos, vía talleres literarios, mas sí en una lectura “secreta”, para algunos de cabecera pues, junto a Carlos López Degregori, es el autor de una de las Obras (con mayúsculas) más sólidas en la ultima poesía peruana.