Decíamos en una reseña a un libro anterior –Pablo Quintanilla, César Escajadillo y Richard Antonio Orozco (eds.) Pensamientoy acción. La filosofía peruana a comienzos del siglo XX (Lima: IRA, 2009)– que éste se proponía: “reconstruir y analizar las dos tradiciones filosóficas que tuvieron mayor influencia en el desarrollo de la filosofía peruana a comienzos del siglo XX: el espiritualismo francés y el pragmatismo estadounidense, concentrándose en la recepción que hubo en el Perú de Henri Bergson y de William James”; y, agregábamos también allí, que aquel libro alimentaba: “el campo de la crítica a la producción literaria de aquellos años. En concreto […] para una lectura de la poesía de la época; en particular, para un acercamiento vivo –por actual– a uno de los poemarios más complejos o difíciles de la lengua, Trilce (1922)”; y especificábamos: “qué pertinente podría ser hablar –en términos de Bergson– de dos yo, uno superficial y otro profundo, en la poesía de Vallejo (algo que ahora mismo obsesiona, aunque con otros presupuestos, a un estudioso como Stephen Hart). O, no menos, aquello de que “el conocimiento es colectivo por naturaleza” (Pierce) y no atributo de la conciencia individual; y, por lo tanto, la justicia también (“Masa”). Asimismo su corolario, “el individuo, si es algo, es parte de un todo sin el cual no tendría sentido”. En fin, estos eran algunos de los conceptos que ventilábamos allí, aunque, al mismo tiempo, quedaran como esperando una continuación; la cual, en el caso del libro que pasamos a reseñar [Rubén Quiroz, Pablo Quintanilla y Joel Rojas (eds.) Pedro S. Zulen. Escritos reunidos (Lima: Fondo Editorial del Congreso del Perú, 2015) 698 pp.], deseamos satisfacer.
Lo primero de todo, en cuanto al interés que Zulen (1889-1925) en tanto poeta –publicado por Dora Mayer– pudiera haber despertado en Vallejo, sería nulo; creemos que, Rubén Quiroz, también se queda corto cuando enfatiza: “En su corta existencia [Zulen] exploró asimismo el género lírico, bien es cierto que anclado en las maneras modernistas” (25). Egurenismo y rancio romanticismo, añadiríamos nosotros. Muy a contracorriente –e impotente acaso– frente a lo que el mismo Zulen informa sobre la obra de un nietszchiano Bergson en la “Introducción” a su tesis de 1920, La filosofía de lo inexpresable. Bosquejo de una interpretación y una crítica de la filosofía de Bergson: “Bergson quiere sustraer la mente de un mundo estático, formal, encasillado, mundo de irrealidad, artificio o insuficiencia interior, y colocarla en la primitividad y plenitud de la vida, en el impulso instintivo y creador que esta lleva en sí” (37). Es decir, y en realidad, Zulen no supera o anda imantado todavía a su filósofo estudiado. Por más que, en aquel libro de 1920, asimismo argumente: “El bergsonismo queda así reducido a un ilusionismo psicológico, a un espejismo de la duración real, que en cuanto quiere constituir un sistema filosófico, no avanza más que el agrietado racionalismo […] La novedad del platonismo bergsoniano consiste solamente en establecer que el platonismo, ilegítimo si la Idea es cosa o relación, deviene legítimo si ella es duración […] Intuir es platonizar” (55). Y aquello es así porque, como bien argumenta Pablo Quintanilla en la “Presentación” del segundo libro de Pedro Zulen —Del neohegelianismo al neorrealismo [atomistas lógicos]. Estudio de las corrientes filosóficas en Inglaterra y los Estados Unidos desde la introducción de Hegel hasta la actual reacción neorrealista (1924)–, citamos: “Zulen no se despega por completo de la influencia de Bergson, como se ve en la defensa que hace, en Del neohegelianismo al neorrealismo, de un cierto hegelianismo leído desde la obra de Royce [“El pensamiento es para las cosas y todas las cosas son para el pensamiento, en el vivimos y en él nos movemos”], así como en el duro cuestionamiento que realiza del materialismo [como del materialismo histórico de José Carlos Mariátegui o Víctor Raúl Haya de la Torre] que él cree encontrar entre los neorrealistas” (61). En pocas palabras, sintetiza Quintanilla: “Quizás la crítica más puntual que podría hacérsele a nuestro autor no es el abrazar el concepto de espíritu [cercano a Spinoza, es decir, al panteísmo o al panenteísmo] ni utilizarlo en su filosofía, sino el no explicarlo conceptualmente con más claridad, dado que lo emplea como una pieza principal en su filosofía y le sirve para elaborar cuestionamientos a posiciones filosóficas y psicológicas” (66)
Obvio, César Vallejo no compartiría estas incertidumbres o dubitaciones zulenianas. Por un lado, ya en su tesis de “Bachiller en Filosofía y Letras” de 1915 (El Romanticismo en la poesía castellana), echó mano –más bien– de la noción positivista o naturalista de un Hippolyte Taine; desde la cual se analizaban las obras artísticas y literarias considerándolas como el resultado de la raza, el ambiente y el momento. Aunque, a decir verdad, aquí Vallejo desde ya ensayando unos larvarios estudios culturales o perspectiva intercultural: “He then went on to evaluate the rol played by ‘elementos extranjeros’ (foreign elements), and here he marshalled the main points about Italian, English, German, anf French literatura and their influence on Spanish literaure” [Stephen Hart, César Vallejo. A literary biography (Croydon, Great Britain: Támesis, 2013) 18]. Obvio, esto no impidió una gran amplitud de miras por parte del autor de Los heraldos negros (1918); ya que justamente en este su primer poemario se aclimata todavía y también se rinde homenaje –junto a la Biblia, Darwin o la cultura andina– a ciertas lecturas poéticas que podríamos considerar “espiritualistas” o incluso “bergsonianas”, tipo José María Eguren (muy admirado y difundido por Pedro Zulen) o Julio Herrera y Reissig. Por otro lado, y sólo para circunscribirnos a la poesía de César Vallejo elaborada y publicada antes de su viaje a Europa (1923), Trilce (1922) elaboraría su propia y radical crítica a la metafísica occidental –sin acaso dejar de permanecer bíblico– permitiendo que aflore a través de sus poemas un elaborado, consistente y no menos incluyente mito de Inkarrí [Pedro Granados, Trilce: Húmeros para bailar (Lima: VASINFIN, 2014)]; en la catadura “bergsoniana” de César Vallejo, su: “experiencia inmediata, absoluta, concreta” (101). En otras palabras, aquellos remanentes trascendentalistas –todavía presentes en Los heraldos negros— se hacen en Trilce del todo inmanentistas; aunque no necesariamente materialistas y dialécticos, como en general la crítica apunta sobre la poesía de su etapa europea o póstuma (Poemas humanos).
En conclusión, creemos que Vallejo, en Trilce, fue mucho más allá que Zulen. No sólo en lo tocante a superar el dualismo de este último, tal como lo nos lo presenta Joel Rojas en estos mismo Escritos reunidos: “En Zulen de hecho encontramos una visión dualista de la nación peruana: el indígena y el criollo [la cual] acusa limitaciones en la concepción de la heterogeneidad. Así, nuestro autor [un tanto como José Carlos Mariátegui] no aboga por las minorías chinas y afroperuanas, históricamente explotadas tanto como el indio” (161). Sino que, además, fue mucho más allá en el desmontaje y aporte –semióticos– del tiempo que a ambos les tocó vivir. Prueba irrefutable de ello, en este caso específico, no es tanto la filosofía o el pensamiento; sino, desde la doctrina de Pierce (“acción” o pragmatismo), la constituye finalmente la poesía que, en la misma época, uno y otro pusieron en práctica.
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