A la luz vacilante de aquella vela, las tres muchachas, entre risas agudas que disimulaban el nerviosismo que de seguro las invadía, bebían sin parar. No era para menos: afuera había noche sin luna y nos hallábamos en medio de las montañas, a demasiados kilómetros del pueblo más cercano. El refugio era apenas un cuarto vacío, con piso de tierra y una estufa a leña que no habíamos podido encender por falta de troncos.
El plan que nos había llevado hasta allí no era demasiado ingenioso. Lo habíamos ideado con Michel —aunque él en realidad no había hablado demasiado y casi todas las ideas se me habían ocurrido a mí—; se trataba de emborracharlas y aprovecharnos de ellas, pero como suele ocurrir, no todo salía según lo esperado. En vez de caer rendidas, las muchachas se estaban divirtiendo como cosacos en un día de feria, y su voluntad no parecía debilitarse en absoluto.
De pronto, Lisa, una nadadora olímpica rubia de pelo corto, empujó a sus amigas, derrumbándolas hacia un costado; las risotadas se multiplicaron de inmediato. Con el típico comportamiento del ebrio que se sabe observado y por ello exagera su borrachera, las dos demoraron con carcajadas y torpezas el regreso a la posición normal. Bajo nuestra mirada apremiante terminaron sentándose en cuclillas mientras se escurrían las lágrimas provocadas por reír sin parar. Enseguida María Lina, desmintiendo su aire de colegiala flaca medio despistada, acarició el botellón con ademanes de actriz y en una broma obscena que sus amigas celebraron ruidosamente, se lo empinó tanto que quedó perpendicular al techo. (Pude apreciar el perfil palpitante de su cuello largo; la garganta subía y bajaba convulsionada por el acto de beber y reír a la vez. Poco a poco, un rastro brillante se le extendía desde las comisuras de los labios, inexorable, y le confería a la piel un aura de irrealidad tan poderosa que me hizo chasquear la lengua).
Esto no duró mucho porque de inmediato llegó el turno de María Celia, la convidada de piedra, la tercera imprevista (pero necesaria para que las otras agarraran viaje) que, imitando a su amiga, tomó el botellón con ambas manos y le prendió un trago largo, profuso y espeso. Podríamos haber admirado su increíble resistencia para beber sin respirar, pero era una muchacha a la que, además de sobrarle físico, le faltaba gracia. Previsible e inevitablemente, para que no decayera la fiesta, alguien le hizo cosquillas y ella explotó en manotazos violentos haciendo que la botella cayera y rodara por el suelo emitiendo un ruido sordo y hueco que escuché con alarma. Felizmente no se rompió, pero el vino moscatel se había derramado en abundancia.
Recuperé el botellón con un ademán brusco y las reñí por hacer peligrar nuestras provisiones. Ellas se limitaron a mirarme en medio de un silencio cargado de fastidio y luego bajaron la vista. Iba a proponerles un juego para superar el malestar, algo simple como los juegos de mesa, cuando ocurrió algo que, bajo otras condiciones, no hubiera significado más que una pausa sin ninguna consecuencia: una brisa fría me acarició la cara, viboreó entre nosotros y apagó la vela. Se hizo un negro total. El impacto fue tan profundo que ahogó la exclamación unánime. Quedamos mudos. Una oscuridad asombrosamente monolítica, negrísima, donde solo parecía existir el zumbido del viento colándose por cada uno de los agujeros del refugio, adquirió una presencia imponente, casi material.
—Michel, los fósforos —ordené sin ninguna necesidad porque ya sabía que los estaría buscando: era un tipo que pertenecía a la categoría de perfecto boy scout.
—No me van a creer —habló, contra su costumbre, con una voz vacilante—. No los encuentro.
Y enseguida agregó:
—Y no traje linterna.
Este silencio, a diferencia del anterior, cayó como una manta y anuló toda capacidad de sonido. Parecíamos estar en una pecera. Michel era nuestro respaldo, nuestro guía-perfecto, el experto en la montaña, la garantía de la excursión. No esperábamos esto. O mejor dicho, yo no lo esperaba. Yo, que tras largas charlas había conseguido que Michel aceptara venir ¿Para qué querría beneficiar uno a amigos con problemas de relacionamiento con las mujeres? ¿Para qué? ¿Para que te hicieran esto?
No queríamos ni contemplar la posibilidad, pero todos sabíamos que, de ser cierto, solo nos quedaba una opción: dormir. Y también sabíamos que era difícil que Michel se equivocara: nunca hablaba al pedo.
Traté de pensar. Habíamos caminado siete horas para venir solamente a dormir sin… ninguna gracia. El viento cambió de dirección. El zumbido se transformó y oímos el famoso ulular a través de todas las rendijas. Acerqué mi mano hasta la cara; nada, no se veía nada; solo el negro absoluto. Busqué la rendija de la puerta (que los carpinteros llaman luz) pero solo encontré negro, todo negro.
Miré directo a la oscuridad; quise penetrarla, encontrarle alguna grieta, algún volumen, una curva, un brillo, pero fue inútil. Lo negro parecía querer entrarme por los ojos. Intenté no perder la calma y propuse que cada uno tanteara a su alrededor para ver si hallábamos los malditos fósforos. No podían estar lejos, lo importante era no perder la calma. Ninguno respondió, por lo que asumí que todos estaban de acuerdo y comencé, en cuatro patas, a tantear el suelo.
Un levísimo rumor de fricción de telas se originó en varios lados a la vez. El choque asordinado de un objeto contra el piso y luego otro más lejos y después otro, mucho más cerca, casi a mi lado, sobrevino sucesivamente. El siseo mínimo que despedía el rozamiento de algo plano sobre la tierra se oyó en varios lugares a la vez y casi al mismo tiempo. De pronto, el arrastre de otro objeto más pesado, siempre en dos veces, primero un paso, luego el otro, se repitió desde varios puntos; el último, con una intensidad menor sonó detrás de mí, el anterior, algo almohadillado y mucho más fuerte, sonó delante. La negrura se llenó de movimientos y sonidos.
Alguien exhaló un suspiro suave. Un tintineo metálico que enseguida se amortiguó y luego dos más, sonaron a mi izquierda. Una exclamación seguida por una risita ahogada antes de nacer y luego otro tintineo, el arrastre de objetos puntiagudos en fricción con la tierra del piso o el choque seco de cuerpos similares (¿un cabezazo?) fueron algunos de los sonidos que me rodearon mientras un profundo sentimiento de inutilidad me iba amargando y me vaciaba de sentido todos los movimientos. Era inútil, todo era inútil.
Esta sensación ganaba cuerpo a causa del mayor de todos los sonidos, el viento. Rugía con furia y azotaba el refugio de tal manera que parecía que iba a descalabrarlo (goznes, clavos y maderas emitían su queja particular, su límite de resistencia).
Alguien preguntó hasta cuándo buscábamos, otro sentenció “no se ve un carajoˮ, finalmente otro se dio por vencido y lo admitió: “esto no sirve de nada”.
Resignados, optamos por lo único que podíamos optar: dormir. Oí el zip del cierre relámpago de un sobre de dormir seguido por el flop de una manta extendiéndose en el aire, el latigazo de un cinturón que se quita y cae, el toc apagado y sordo de un zapato que también cae, y el segundo toc inevitable, y luego, como en cascada, varios zip y toc. Oí la fricción del nailon contra los cuerpos revolviéndose incómodos en el suelo, buscando posición, y otros sonidos mínimos sobre el fondo del bramido incesante del viento. Después no presté más atención, perdí la cuenta y me dormí —o eso creo—.
Había pasado un rato largo cuando una voz cerca de mi cabeza susurró:
—Esto espanta todo.
Me llamó la atención lo oscuro de la frase y, automáticamente, miré hacia allí como si por un momento la oscuridad absoluta pudiera permitirme ver algo. No sé, un perfil, una sombra, algo, pero no hubo caso. No estaba seguro de quién era, si Lisa o Lina (sabía que no era la voz de Celia). Un contacto frío en el dorso de la mano me sobresaltó. Lo palpé. Era una botella; no, más bien parecía un botellín achatado, algo así como una petaca. Estaba cerrada. Me semiincorporé, la destapé y bebí un largo trago.
El líquido estalló al mismo tiempo en mi boca y en la faringe, tosí y tragué y expulsé líquido por las narinas. Como un ácido inflamable, el aguardiente de ínfima categoría bajó por mi cuerpo y me quemó el paladar, la garganta, el esófago. No paró ahí, porque pronto ardió en el estómago, las vísceras, en el bajo vientre y el dolor me blanqueó la vista por un instante —vi una luz que calcinó la habitación—; y al mismo tiempo que me doblaba, sentía un clavo agudo justo detrás del ojo.
Apreté los dientes y estiré la mano para capturar a la graciosa y darle su merecido. Pero en ese momento el cuarto giró en redondo, de arriba abajo, y pude sentir —aunque no sé cómo— la oscuridad poniéndose patas arriba para terminar volviendo luego a su lugar. Manoteé el piso, creo que la botella no se me cayó, y enseguida me aferré a las rodillas, temblando ante el próximo giro de la casa —imaginé al viento como un tigre furioso dando zarpazos a la puerta— que por suerte no se produjo enseguida. Sin embargo, de un modo inexpresable, la noche ganó intensidad, como si del negro compacto pasáramos a un profundísimo azabache que se te metía por los oídos y por todo el cuerpo.
Un agujero de mediano tamaño, con humedad carnosa —como la valva de un molusco— tocó mis labios. Quedé paralizado, quise decir algo pero la valva creció húmeda y caliente y se introdujo en mi boca, me apretó la lengua, me empapó el paladar con un fluido pegajoso. Mis dientes chocaron contra unas superficies pulidas, duras como piedras que no retrocedían sino que volvían a arremeter después de cada choque. Incliné hacia atrás la cabeza y mis labios rozaron una superficie seca y caliente. Reconocí el contacto de una piel, el volumen de un cuerpo que se aplastaba contra el mío. Me estaban besando.
Los labios de ella sometieron a los míos, su lengua, carnosa y fuerte, no paraba de revolverse dentro de mi boca. Su nariz, una y otra vez, rozaba la mía en forma violenta y pendular. Percibí que de esa piel emanaba un calor incómodo, caliente, pegajoso, como si la suya fuera una temperatura mayor a la normal. Intenté contraatacar y posé mi mano sobre donde pensé que se hallaba la cabeza. Toqué algunos cabellos pero unos dedos aprisionaron mi muñeca y me la retiraron hacia abajo, hacia los lados. Me molestó no poder tocar la cabeza, porque quería identificarla.
Los garfios no me soltaron y, tras mi resistencia, sucedió un pequeño forcejeo: yo trataba de deshacerme de ellos. Como no pude, cedí el control de mi mano, que fue de inmediato dirigida y presionada contra un pecho macizo, casi pétreo, cubierto por una tela liviana. No solo eso, sino que logré distinguir, en la palma de mi mano, la punta del pezón erecto como una espina. Los garfios impusieron a mi mano un movimiento rotatorio al que accedí con mucho gusto. La espina amplió su agudeza y entonces la valva se despegó de mi boca —que quedó abierta, boqueando en el vacío— y arrancó mi otra mano, que estaba apoyada en el suelo, y la llevó hacia el otro pecho, imponiéndole el mismo masaje.
La dureza y perfección de los senos me recordó, sin que pudiera evitarlo, a una extraña estatua que había visto hacía años (era un torso de mujer, sin brazos ni cabeza, pero los pechos coincidían con el capitel de una columna jónica: los senos eran las volutas y los pezones, el centro de cada una). Los apreté para convencerme de su poderosa carnalidad, pero no pude alejar esa imagen.
De pronto, como si leyera mis pensamientos, se separó de mí con un empujón. Oí un roce de ropa y enseguida los garfios repitieron la operación, pero esta vez mis manos encontraron piel, se solazaron en la piel tersa, dura de esos pechos increíbles.
Ya no me importaba si era Lisa o Lina; mi mente y mis manos comenzaron a descender, a explorar; comprobé que el vientre de la estatua poseía la dureza y tersura adecuadas. Me acerqué para besarla, pero sentí una molestia que me avanzaba por el tobillo. Era poco más que una cosquilla, algo finito, con múltiples patitas, que se me iba enroscando por la pierna. Quise ver —es un decir— de qué se trataba, pero la nalgas pesadas de la estatua se encabalgaron sobre mis rodillas extendidas. Estaba desnuda, lo que desplazó la molestia a un término muy secundario —supuse que sería alguna especie de insecto trepando por la pierna. Con la intención de recuperar algo de la iniciativa, apoyé mis manos en su talle; quería contrarrestar su conducta bestial mediante gestos delicados, deseaba atraerla y besar sus pechos, pero sentí la misma molestia en la otra pierna, algo alargado, del ancho de un lápiz, tal vez más largo, subía lenta pero tenazmente por mi pierna, lo que me causaba una cosquilla especial. Ya no me parecía tan secundario, así que decidí investigar primero para poder seguir tranquilamente después.
Empujé levemente por la cintura a Lina o Lisa pero ella reaccionó con una fuerza imprevista: tomó mi cabeza y me la dirigió contra uno de sus pechos, apretándolo contra mi boca. El olor y el contacto con la generosidad de aquella carne embriagante hicieron que olvidara el tema de los insectos; abrí la boca y me dediqué a recorrer con mis labios ese torso caliente, demasiado caliente para mi gusto. De manera similar a cuando me había besado, la estatua tomó mi cabeza entre sus manos y comenzó a pasarla, en un movimiento pendular bastante fastidioso, de un pecho al otro, lo que me desconcentraba e impedía que llenase mi boca con la abundancia deseada.
Para compensar, bajé mi mano por su nalga derecha; comprobé la dureza de la carne y también su calor exagerado. Pensé que debía desvestirme, pero se me ocurrió algo antes: mi mano buscó el bajo vientre. Alcancé a tocar tímidamente la frontera de los vellos púbicos cuando la suya cayó sobre mi entrepierna. Me bajó la bragueta y me palpó: pude pasar su examen con una mediana erección. Sin dejar de besar —aunque levemente— sus senos, y a pesar de que uno de los lápices reptantes ya me rondaba la rodilla, bajé, decidido, la mano hasta su pubis.
Con ardor, atravesé la frontera e intenté llegar con mi dedo mayor hasta la vulva, que presumí húmeda, pero algo carnoso, rodeado de vellos y similar a un ombligo salido, me lo impidió. Pensé, con repulsión, en un grano —peor, en un forúnculo— o en un quiste; lo contorneé con la intención de seguir piel abajo pero me llamó la atención su diámetro —más de cinco centímetros— y su superficie —al parecer, estaba bastante hinchado. Por curiosidad, lo reconocí levemente con el índice, pero no logré establecer su real dimensión: el quiste era mucho más alto de lo que imaginaba.
Cada vez más intrigado, como si todo lo que me ocurriera o me pudiese ocurrir dependiera de ello, ocupé todos mis dedos en averiguarlo. Al contrario del resto del cuerpo sano, poseía una consistencia carnosa, débil, y —esto me intrigó más aún— su temperatura era escandalosamente fría. Lo rodeé con los cuatro dedos y experimenté con el pulgar su flexibilidad mortecina. Abrumado por el descubrimiento, comprendí que no se trataba de un grano sino de un tumor, algo maligno, separado del cuerpo: una especie de cordón umbilical grueso, inerte y pendulante.
De pronto, un pensamiento inexacto se deslizó en mi mente y me hormigueó por todo el cuerpo. Olvidé la dulzura de esos pechos insuperables, el torso perfecto y arqueé las cejas —de eso estoy seguro— mirando hacia abajo, como si en la negrura pudiera encontrarse una hendija, buscando el desmentido que comenzaba a necesitar físicamente. (Sentía que mis sienes palpitaban de dolor y que no podía mover la lengua, de tan áspera y reseca). Sin una sombra de vacilación, la idea creció hasta adquirir un rango de certeza: lo que tenía entre manos no era un tumor. Palpé, cada vez con mayor terror, su carnosidad, su toque de flacidez, su invalidez —parecía apuntar hacia abajo—, su longitud desconocida, su aspecto venoso… era demasiado similar a un pene, un miembro viril, a una verga. Di un respingo de horror y lo solté como si hubiera sufrido una descarga (noté o imaginé notar cierta vibración del pene al mismo tiempo).
Miré hacia los ojos de la estatua, buscando una broma, algún indicio de humor que me permitiera librarme de la impresión pero solo encontré el mismo vacío negro de siempre. Ella me atrajo nuevamente, pero yo opuse mi mano izquierda sobre su pecho. Estaba aterrado y perplejo. Esa inexactitud, y su carácter inimaginable y contradictorio, chocaba con la portentosa realidad de ese pecho que tenía en la mano, pero a la vez la duda hacía su trabajo, lo que me llevó a no rechazarla completamente, sino a titubear, a decirme que no, que tal vez todo fuera producto del alcohol, o de un sueño. Pero esto también era risible, así que mientras ella seguía avanzando sobre mí dejé mi cálculos y regresé la mano hacia abajo, hacia el desmentido (debía haber una explicación). Otra vez los dedos tocaron tenues la piel floja, la falta de nervio del miembro en reposo, su aparente desidia; era real, algo inerte, hasta que de pronto el miembro vibró y se expandió dentro de mi mano y el vértigo me invadió. La oscuridad se tambaleó nuevamente y retiré las manos envuelto en náuseas, lleno de asco ante aquel torso escultural tan cerca y encima de mí. Lo empujé sin pensar y a la sensación de suciedad siguió la urgencia por lavarme cuanto antes, pero las piernas aún sentían el peso del cuerpo, así que me revolví y sentí muy mal. Estaba mareado, y el moscatel y el aguardiente chocaban contra las paredes de mi estómago pugnando por salir junto con la merienda, el almuerzo, el alimento de las últimas horas. Tan incontenible como la desorientación, el malestar se revolvía y me crecía en el vientre. No podía pensar en dónde o en cómo. No podía olvidar esos pechos, esa suerte fabulosa sin desprenderme de la suciedad que impregnaba mi mano hasta que de repente, sin saber porqué, recordé que Michel había comprado una docena de chorizos con la idea de comerlos al día siguiente. Uní ese dato a la mísera leña que encontramos dentro la estufa —unos palitos largos y delgados, del todo inútiles para hacer un fuego decente— y lo relacioné con los largos insectos que reptaban dentro de mis pantalones. El carácter salvaje y humorístico de las chicas lo explicaba todo (mientras una me entretenía, las otras dos me incomodaban con los palitos, agregando el chorizo de butifarra).
Suspiré aliviado. Oí el borboriteo de mi vientre y tuve miedo de vomitarles encima (eso sí era algo que no me iban a perdonar). Afortunadamente el alud volvió a bajar. Comprendí que no podía seguir, no estaba en condiciones, al menos si quería evitar el vómito. Además, la fiesta había terminado: la broma de las tres había quedado al descubierto. Esta noche no habría sexo, pero —descubrí con alivio— eso ya no importaba.
Sonreí para mis adentros por el susto descomunal que me habían dado las muy perras y luego pensé en la ocurrencia. Realmente habían sido muy ingeniosas, y además habían hecho gala de una gran audacia. No podía enojarme con ellas. De algún modo, el haber explorado aquel torso fabuloso compensaba todo el ridículo, la burla y el susto. Poco a poco se fue aliviando la mala impresión, y pude pensar en cosas más superficiales. Por ejemplo: me picó la curiosidad por saber a quién pertenecía aquel fabuloso torso estatuario; fuera la que fuera sin duda había sabido esconder muy bien sus atributos. Recreé las sensaciones y las imágenes basadas en aquellas sensaciones, y volví a carcajearme en mi interior ante la imagen de verme acariciando un chorizo crudo. Me dormí con el pensamiento de que el ridículo no conoce límites y de que aquellas chicas eran terribles. Tuve sueños, de climas espesos y cuerpos cruzados cuyos detalles no pude recordar al día siguiente.
En la mañana el viento había cesado casi por completo y la luz hendía el refugio por todos los rincones. Como el estado del techo era deplorable los rayos lo atravesaban con una facilidad que desmentía lo bien que habíamos pasado aquella noche en la montaña.
Vi a Michel, de pie, ordenando todo en su mochila mientras me observaba. La resaca era espantosa, la cabeza se me partía en varios pedazos y tenía la boca llena de una pasta biliosa y seca. A pesar del aspecto calamitoso moví los labios en algo que quise suponer era una sonrisa. Miré hacia el otro lado: con la boca abierta que le daba el definitivo aire vacuno que le faltaba, Celia dormía en la misma posición en que supuse se habría acostado. Las otras dos eran sendos revoltijos de cabellos hundidos en sus respectivos sobres de dormir, ovilladas en el intento por combatir la furia de la mañana que arremetía con una luz que segundo a segundo agrandaba el refugio y lo llenaba de detalles ocres y marrones. Sonreí ante la constatación de que a las mujeres, cuando quieren dormir, no les importa su aspecto.
Sentí los huesos molidos y los músculos adoloridos, como si hubiera dormido con un peso encima y en la misma posición durante toda la noche. Busqué con la mirada a Michel y pregunté:
—Mmhm… y el chorizo ¿dónde lo guardaron?
Me miró divertido, casi diría desconcertado.
—¿Todavía te dura la borrachera?
Le hice un gesto con la barbilla, pidiéndole aclaración:
—Qué gracioso— y lo miré con rencor. Se encogió de hombros, y por toda respuesta, abrió su mochila y hundió en ella el brazo. Extrajo un paquetito de forma irregular envuelto en papel blanco agrisado, que no mediría más de cinco o seis centímetros de largo. Lo abrió como si contuviera una joya y me lo extendió.
—Si querés.
Dentro estaba el chorizo, reseco y algo arqueado; vi que no superaba la palma de la mano de Michel.
—Es lo último que queda, lo comimos casi todo en la subida.
Lo miré largo un rato sin poder creerlo, callado, al tiempo que una sensación de vértigo desencajaba las dimensiones del refugio. Algo no encajaba, algo no entendía, y eso mareaba. Asomado al abismo de lo incomprensible volví a sentir náuseas, unas náuseas físicas. Esperé a que se me pasaran, pero no nada de eso ocurrió: hasta el tiempo, junto con las náuseas, el refugio, el aire de la montaña y todo el resto de las cosas, parecía estirarse en un continuo que no terminaba nunca de no pasar.
Las muchachas comenzaron a desperezarse entre ronquidos de protesta y salieron de los sobres. Vi sus cuerpos menudos, enfundados en equipos deportivos, con camisetas de manga larga y sentí que se abría una gran distancia del resto del mundo, una distancia insuperable. A duras penas me levanté y salí afuera como si me costara caminar. El refugio tenía un alero grande que se extendía en todo el frente. Me apoyé en uno de los palos que hacía de columna y miré la planicie de la montaña: a lo lejos estaba el lago que se formaba con el deshielo. El sol pegaba con una luz blanca y brillante, como solo se ve allá arriba. Cerca de mi pie vi una botella vacía; la mitad a la intemperie, el resto bajo el alero. Me agaché a verla. La parte desprotegida había quedado blanca de escarcha y virtualmente se había congelado. La dejé donde estaba y caminé unos pasos. Vi el refugio bajo la furiosa claridad del día, y luego las montañas. Todo me pareció distinto, más animado.
Bajamos la montaña en silencio y sin bromear, bajo una brisa que nos cortaba la cara. Michel adelante, ocupado como siempre en desbrozar el camino y en guiarnos sin demostrar lástima o alegría, con la misma expresión neutra de siempre. Yo, ensimismado en un silencio hosco y aturdido; ellas, en uno intrigado, lleno de preguntas sin respuestas.
Pablo Silva Olazábal es escritor, periodista cultural, licenciado en Comunicación. Publicó el volumen de cuentos “La revolución postergada y otras infamias” (2005), el de relatos “Entrar en el juego” (2006), el de entrevista “Conversaciones con Mario Levrero” (Trilce, 2008, con ediciones ampliadas en Chile en 2012 y Argentina en 2013), y la novela La huida inútil de Violeto Parson (Dixi, 2012).
Fue compilador y coautor del libro colectivo “Bienvenido, Juan. Textos críticos y testimoniales sobre Juan Carlos Onetti” (Linardi y Risso, 2007). Asimismo coordinó El libro de Oro del T Cuento Q (2012), primer libro uruguayo hecho con SMS, que reúne 500 minicuentos premiados en el concurso T Cuento Q.
Cuentos suyos integran los volúmenes colectivos Apurapalabra 1 (Dixi, 2012) y Fóbal (Estuario, 2013).
Una novela suya obtuvo el 2do premio de Narrativa inédita en los Premios Anuales del MEC 2012 y mención de honor en el concurso Banda Oriental-Lolita Rubial 2013.
Desde el 2005 está al frente de programas de radio dedicados a libros y escritores: Sopa de Letras (2005-2009) y La Máquina de Pensar (2010 al presente), ambos en Radio Uruguay (SODRE).