Archivo por meses: junio 2014
22/06/14: Ramalazo de lucidez: La poesía de Harold Alvarado Tenorio
A la memoria de Raúl Gómez Jattin
No comprendiste las palabras.
Quienes conocieron la locura,
jamás crecieron en brazo de los dioses,
jamás cantaron contra el infinito.
Happy New Year
Cruzamos
trece mil novecientos kilómetros
para encontrarnos
pero, como es habitual en ti,
cambiaste de parecer.
Oh, tú, nacida
en un diciembre inconstante,
de grandes ojos de novilla,
de fina cintura
y pies diminutos,
dueña de un Loto Dorado
voraz e insaciable.
Santa Fe de Bogotá
Se detienen en las esquinas para saludar,
confabular, murmurar y augurar
las ganancias de la semana próxima.
Nada dicen a ellos las señales de muerte
que castigan las calles
ni el olor de ánima yacente
que exhalan los duros mediodías
de marzo.
La vida va dando tumbos
y el ladrón o el ministro
duermen un sueño
que dura ya cinco siglos.
Sólo los locos, ululando en las plazas,
son felices.
16/06/14: BIBIANA VÉLEZ COBO (Y YO) EN EL ESPLENDOR DE LA MARIPOSA, DE RAÚL GÓMEZ JATTIN
«En ese tiempo yo le edité un librito, El esplendor de la mariposa [1993], pensando en que le ayudaría [a Raúl], porque él vivía de eso. Me amparé en el concepto de Pedro Granados, un poeta peruano que conocí en el Festival [Internacional de Poesía de Medellín, 1993] y que luego contó muy bien en un libro [*] todo esto de Raúl en Medellín. Me ayudó, porque yo no era quién para decir si lo publicaba o no. Fue una edición baratita, la hicimos en una imprenta baratonga en Cartagena. Yo diseñé la portada, que era como un naipe, con una foto de él pa’rriba y pa’bajo. Le mandé el libro a Medellín, y estaba cabreadísimo con la portada; parece que la pintaba con pintauñas. Pero consiguió vivir un tiempito allá de ese libro»
(Testimonio de Bibiana Vélez) [1]
Por lo tanto, y lo recuerdo bien, en las falencias de aquella primera edición de El esplendor de la mariposa (1993) tiene que ver asimismo este servidor. En mi crónica de 2002, aunque no ahondo en ello, sí establezco ya algunas precisiones. Básicamente, fueron unas cuantas páginas mecanografiadas —con gruesas erratas ortográficas y otras, mínimas, de composición o formateo de los textos— las que recibimos de parte de Bibiana. Gazapos aún más notorios en cuanto pertenecían a poemas breves y a escuetos versos. Lo nuestro fue una intervención leve; anfibia, entre el error y el acierto. Es decir, limar lo mínimo, apenas lo evidente, para que subsista el «ruido» particular de este poemario escrito a manazos entre el talento y el deterioro… en el que, por esa época en particular, andaba sumido el extraordinario poeta de Cereté. Siempre he creído, además, que corregir poesía requiere ponerse previamente a tono con un ritmo, universo y lenguaje específicos… y, por lo tanto, aplicar a penas la tinta blanca. Esto cuando se trata de una alta poesía, por cierto. Tal como en este caso, manchada por un descuido involuntario; por un pliegue, de menos o de más, por mera cuestión de la tintorería.
09/06/14: Del palimpsesto mitológico en Galdós y Vallejo: Hacia una lectura performática
No tenemos duda que César Vallejo incorporó el mito, jamás contrapuesto a lo político, en su propio proceso intelectual y artístico. Escépticos o desilusionados; o fervorosos y comprometidos por la pertinencia de este tipo de estudio: Rowe, Usandizaga o, de modo evidente, Alan Smith. Lo cierto es que mientras más militantes en lo “trasatlántico” seamos –sintonizados de modo simultáneo a ambas o más orillas de la academia– , más estamos obligados no sólo a leer, sino, pareciera más bien en este caso, a un convivir performático con César Vallejo.
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05/06/14: [no tengo plata pero tengo un norte]
02/06/14: César Vallejo: la crítica del porvenir
Leer este compendio de la obra de un gran crítico [Julio Ortega. César Vallejo. La escritura del devenir. Madrid: Taurus, 2014], muy en particular en lo que atañe a la poesía de Vallejo –una obra radicalmente viva y abierta– es una magnífica oportunidad para que salga beneficiado, ante todo, el lector curioso y, mejor todavía, aquél diligente en entrar en la veta en la que un crítico sagaz y experto va a emplearse a fondo. Ya que la lectura aquí no es una auto-persuasión en plan de ponerse a prueba, con su tesitura autoritaria concomitante, sino ante todo un evento de lucidez o lectura procesal capaz de permeabilidad dialogante, cotejo radial –para nada angustioso– de los diversos asuntos o testimonios, y un siempre oportuno sentido del humor. A tono con la propia poesía de César Vallejo donde: “el lenguaje no es ya una red para captar la realidad, ni siquiera su mapa a escala, sino que es un instrumento para decir otra cosa, para un decir otro” (40). La crítica de Ortega no reproduce ventrílocuos, como las de sus contemporáneos Antonio Cornejo Polar o Ángel Rama, porque es de ida y vuelta; es decir, es refractaria al que la ejerce: reservas, reticencias, tanteos van de la mano con las certezas siempre bien urdidas y documentadas. La metodología de su crítica consiste, pareciera, en una productiva disposición sobre el tablero; lectura proyectiva, diríase más atenta a la sintaxis que a las palabras, a los paradigmas que a las frases definitivas. Aunque, a simple vista, su constante experimentación con el lenguaje (batir el cobre en procura de destellos en lugar de epítetos) parecería contradecir lo que vamos exponiendo.
De este modo no son pocas, sino más bien muchas, las pistas vallejianas que se ventilan en este libro. Entre éstas, enfatizar el carácter culturalmente híbrido de la obra vallejiana; con la siguiente salvedad: “Es muy difícil, y quizá vano, hacer un recuento de lo indígena y lo hispánico en Vallejo, porque evidentemente están entrecruzados, irresueltos, y seguramente coexisten sin la ilusión de una síntesis” (41). También, y vinculado acaso un tanto a esta hibridez, el tema no menos problemático de la recepción de su obra: “Siempre me llamó la atención, por lo demás, la pregunta que un editor se hizo ante un tecnicismo usado por el poeta: “¿De dónde se lo habrá sacado Vallejo?”. Esta condescendencia esconde la desconfianza en el intelecto, en el espíritu crítico y en la cultura literaria del poeta peruano. Pocos críticos se han librado de esta actitud. No es más satisfactoria la impresión de un poeta casual, grande casi a pesar suyo, excedido por las fuerzas (mitopoéticas, existenciales, sociales) que lo eligen para hablar” (170).
Por otro lado, respecto a “España, aparta de mí este cáliz”, es muy interesante aquello que Julio Ortega señala sobre la amistad Vallejo-Bergamín: “Es notable que los ensayos de Bergamín [con su peculiar agudeza] sean una suerte de versión paralela en prosa del primer poema de Vallejo [“Himno a los voluntarios de la República”]. Las coincidencias entre ambos amigos requieren ser exploradas. Creo que son incluso mucho más íntimas y creativas que la relación poética o intelectual de Vallejo con Larrea” (195). También, sobre aquel mismo libro póstumo, llamamos la atención sobre este otro sutil comentario orteguiano: “viene a dar cuenta del lenguaje poético con que ha combatido, desde su primer libro, contra la lengua española y su larga tradición autoritaria y, en el Perú, clasista […] como si la guerra, irónicamente, posibilitara que, por fin, el poeta ocupase por dentro el español para hacerlo hablar otro idioma. Ese idioma es material y revolucionario, radical y mesiánico, pero es también evangélico y de estirpe cristiana popular, cuya impronta histórica es latinoamericana”. “Archivo cristiano” del poeta –aunque cabe investigarse más– cercano del “personalismo” de un Emmanuel Mounier que por los años 30 dirigía Esprit, revista que agrupaba a “la intelectualidad católica francesa de izquierda” la cual, a diferencia de la mayoría de la prensa internacional temerosa de lo que su victoria significaría, fue solidaria con la República (208). También sobre el pensamiento político de Vallejo en general, resulta muy sugestivo se ventile en este libro su posible afinidad con la práctica revolucionaria de un Víctor Serge. En el sentido por el cual, según Ortega: “no se trata de una ‘revolución permanente’, como dicen los trotskistas, sino de una revolución que no pasa por las necesidades autoritarias, porque es tan radical que cambia las costumbres, el lenguaje, la política e incluso las relaciones humanas” (219-220).
En fin, son otras tantas las vetas que señala o abre César Vallejo. Escritura del devenir. Sin embargo, quisiéramos concluir esta breve reseña con un retrato muy sabroso, y no menos humano, de Georgette, la viuda del poeta: “Era una mujer inteligentísima y encantadora, que cultivaba las opiniones fuertes, y no recataba su poca estima con los usos limeños. Era, además, espiritista, y convocaba a Vallejo, que concurría a su llamado. Demudado, le pregunté por esa conversación. Ella le reprochaba: ‘Vallejo, Vallejo, ¿por qué me has traído a este país? Yo quiero volver a París inmediatamente’. Y Vallejo, poeta al fin, respondía ‘No te podrás ir hasta que no publiques mis obras completas’”; a lo que añade Ortega otro rasgo, y con nuestro beneplácito: “André [Coyné] es el único que me ha concedido el valor insólito de los poemas dispersos de Georgette” (260).