En Lima jamás escuché a Lucho en persona, pero creo lo había estado escuchando toda mi vida. Por tal motivo se me hacía no sólo muy antiguo sino, además, de algún modo permanente como la saliva o incluso eterno. Vinculado como él estaba a los bares de las esquinas más fangozas y crepusculares de mi barrio, Breña inmortal. Lo vine a escuchar en persona, recién cerca a mis cuarenta años, en otro bar repleto de latinoamericanos en Providence (Rhode Island). Mejor dicho, en el entrecruce de unas calles oscuras y un local huachafo –super iluminado– de la zona latina de aquella ciudad ya de por sí como abandonada de Dios… por sorda y fantasmática.
Los chilenos lo adoraban, me consta. Hay cierta orfandad en Barrios, digna, urbana, costeña, sencilla, explícita y, al mismo tiempo, no menos contenida que de algún modo lo vuelve un sureño extremo más. La otra cara de la moneda –menos “comprometida”, aunque igual de zozobrante– que constituye Violeta Parra. El “niño” al que las chilenas, de la clase social que sea, en el fondo se las jugarían por proteger.
Lucho Barrios ha muerto, y me hace descubrir –fehacientemente– que voy a morir también yo mismo . Menos afortunado. Aunque le copie en algunos de mis poemas. Entendámonos, intente acompañarlo en su voz de viento mugiente y ventana rota. Y consecutiva e invariable sonrisa. Lucho Barrios ha muerto y con él, es no poco decirlo, se ha volado un lado entero de nuestra casa. O quizá hayan advenido muros segundos, acaso definitivos. Pura música sobre transparencia y adicional sonido.
Por la medianoche del jueves.