Allí estaban de nuevo los zopilotes, cernícalos, auras tiñosas, sobrevolando el paisaje.
Porque has llegado a Lima (Rimac, nombre bárbaro, para afilar metales), ciudad sobre el acantilado, lanzándose al mar, como si quisiera suicidarse con todos sus hombres, sus habitantes, sus llamas y sus indios infectos. Ciudad aristocrática, dura, cuchillo de obsidiana con que sus hombres se habrían el pecho a los sacrificios.
Y lo que quedará de mí serán mis lentes y la cámara- me dice un limeño- si me aventuro en Lima, ( Rimac).
Y entro, con aire de conquistador y de acémila, sobre las piedras del Callao, y alcanzo Machu Picchu, el esqueleto pétreo, macizo, negado al inca Garcilaso. La soberbia esculpida en piedra, la disposición de los dioses locos.
Y lo fatal no es el cernícalo ni los zopilotes, sino los huesos húmeros.
Empiezo a sudar las fiebres limeñas (del puente a la Alameda, del puente a la Alameda, del puente a la Alameda), las fiebres atacameñas, insulares, las fiebres de Arequipa, la osamenta blanca.
Me convierto en el feto propicio a la acción ritual, en la mujer de sal, en el puñado de sal disperso de la tierra.
Soy el hombrecito enfundado en el abrigo grande, que tiembla en Nueva York, y piensa en la patria. Soy el abrigo, demasiado grande, para los huesos húmeros.
Santa Rosa de Lima, Rosita que bajas y subes las escaleras y me das el agua de beber, cuando ya me extingo me colocas en la mano lo terrible, lo que no alcanzo a sostener:
el sol peruano.
Según Damaris: -“un poema “suelto”, un poema de un libro que quizás vendrá alguna vez y que de Lima salió y creo que a ella debe volver, quizás a través de tu blog”.
-Gracias mil, querida Damaris.