El “Perry” (Lima, 1973), tal como José Luis gusta lo llamen sus amigos, acaba de publicar su primer poemario, Indicios del naufragio (Lima: Álbum del Universo Bakterial, 2007). Lo conocí en Boston, él como estudiante de Harvard y yo de B.U., donde muchas veces coincidimos en un kiosko peruano en pleno Cambridge, muy talmente, hasta que al kioskero se le ocurrió cobrar muy caras sus butifarras y, entonces, cada cual se fue abriendo por su lado en el mundo físico, pero menos en el de la amistad.
El volumen, pulcra y bellamente editado por Arturo Higa, aparece rodeado por un cintillo de seguridad y publicidad –firmado por un tal Raúl Zurita– que en seguida plegamos y usamos como separador de hojas. Sin embargo, aquello no nos desanima porque conocemos al Perry, discípulo del zambo Luis Fernando Vidal y de Richard Rorty; vecino de la picaresca académica, local e internacional; y auténtico hechizado por la poesía en inglés y también, why not?, en el mero Siglo de Oro español.
Virtuoso del verso y devoto de la agudeza, Perry flaquea ante la sinceridad: pareciera aún no saber qué hacer con ella. Zambullida, pero terca como una boya, aquélla aparece y reaparece como un sticker fosforescente del lado vivo de la zozobra y de la desolación: “remoto paisaje de la costa en donde siempre/ entierro las mismas astillas…” porque no podemos ser siempre “vagamente sentimentales”.
El mejor poema de esta delgada colección nos parece el número 15 (“Poliedro”), auténtica joya por todos sus costados y engastado, hoy mismo, en lo mejor de la poesía en nuestra lengua.